Lejos como se encuentra en el tiempo y a miles de kilómetros, ahora me parece una historia ajena y la memoria apenas me alcanza para rastrear algunos de sus detalles. No obstante, el nacimiento de mi hijo, en efecto, ocurrió en aquella ciudad.
Mihály vino al mundo justo después de las intensas lluvias que ese verano se precipitaron por toda la zona del Danubio. Nunca lo hubiera sospechado, la corriente mansa de valses azulados que me había hipnotizado en otras regiones, ahora reaparecía turbia en busca de sus antiguos cauces y rugía estrepitosa, rompiéndose en los pilares del puente Széchenyi. El río, crecido, amenazaba con tragarse entera la noche de Budapest. Las avenidas que se extienden sobre los diques del río se hallaban bajo las aguas desde hacía horas. Ya no llovía, pero el nivel no dejaba de subir y la gente, un tanto nerviosa, consultaba frecuentemente la escala hidrométrica. Sólo el puente permanecía inconmovible ante el ataque del torrente que con su estruendo parecía animar a los feroces leones de la ciudad.
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A pesar del tiempo que llevaba viviendo en Budapest, aún conservaba mi oficio de turista de los primeros días y solía recorrer sin ninguna prisa los sitios más frecuentados por los visitantes. Aquella noche me encontraba en el puente escuchando el rugido petrificado de los leones, mientras mi mujer, sudorosa, con las manos crispadas, contraídos los músculos, empujaba el cuerpo de Mihály fuera de su cuerpo. Llegué al hospital, cuando apenas estaba naciendo.
Tras unos días de ardua recuperación nos trasladamos a nuestro apartamento en una oscura calle de Pèszt. Logré dormir un poco esa tarde. Al despertar vi cómo los pechos abundantes y amplios de la madre alimentaban a Mihály hasta dejarlo ahíto. Gruesos hilos de leche corrían por las comisuras de sus labios y sonriente volvía a reintegrarse al sueño. Así, cansada, satisfecha ella misma, y con los pechos al aire, ya no la reconocía.
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La figura de aquella mujer voluptuosa que un verano tórrido llegó a distraerme desde la mesa contigua de un café, aunque se ha ido desvaneciendo, no he permitido que el peso de la vida cotidiana acabe borrándola del todo, ¿cómo podría?
Yo trataba de escuchar un concierto al aire libre ejecutado por unos tipos estrafalarios que se movían sobre un templete ubicado a unos veinte metros de mi mesa. Con limitada suerte, los Leningrad Cowboys intentaban que su música, o lo que fuera, lograse imponerse al bullicio de ese mediodía. Sudorosos, descamisados y con gafas oscuras, los integrantes del grupo saltaban sobre el entarimado dándole un viso cómico a lo estrambótico de su peinado: un cono de cabello negro pegado a la frente y, sujetada a la nuca, una coleta esponjada y gigante.
Evie se acercó a pedirme un trago de cerveza. Claro, no comprendí y tuvo que recurrir a las señas para darse a entender. Aún no me había fijado bien en ella, pero la sola cercanía de su voz bastó para que una vigorosa excitación se apoderara de mí. Sentía punzadas en los bíceps, la lengua gorda y la saliva espesa. Los bolsillos del pantalón se me endurecieron y mi cuello se contrajo. El cuerpo entero se me puso tenso. Parecía preguntarme algo con inasequibles y kilométricas palabras. No supe de lo que se trataba, sino hasta después de que me lo tradujo en su medio inglés. ¿Que si podía sentarse? (¿En dónde?) Obvio que podía, y sin articular palabra le ofrecí una de las sillas. Por alguna razón yo me empeñaba en pasar una materia inexistente por la garganta.
Sonará raro, pero no me sentía realmente nervioso y le habría asegurado haber estado esperándola, sólo que lo repentino de su acercamiento me sometía, dejándome por el momento sin habla. La cosa aquella no acababa de disolverse en mi laringe y a duras penas le pedí que trajera sus cosas a la mesa. Entonces me dijo su nombre.
Llevaba unos mapas que comenzó a escudriñar sin dirigirme la palabra. Me daba tiempo para rehacerme y terminar de pasar lo que tenía atorado en el garguero. Me miró un momento, sin sonreír. Luego volvió a sus mapas antiguos. «Son réplicas», me dijo en inglés como queriendo atajar cualquier pregunta. Empecé a sentirme realmente incómodo con la repentina situación, aparte de que no hallaba la manera de sustraerme al influjo de ese cuerpo que imaginaba desnudo. Le habría quitado ahí mismo la camiseta (no llevaba sostén), los cortísimos shorts, las sandalias, incluso. De punta a punta estaba buenísima.
El ritmo sincopado de una canción de los Leningrad comenzó a moverme. Me sentí, por fin, un tanto desligado de la hermosa húngara. Un largo trago de cerveza acabó con aquella cosa que traía en la garganta.
Empezó a envolver los mapas, lo cual interpreté como anuncio de partida. Fui entonces presa de una extraña angustia. Pero tenía la certeza de que cualquier intento por retenerla, la alejaría irremediablemente de la mesa, así que no dije ni propuse nada. Providencialmente, un Ferrari rojo se deslizó veloz por una calle aledaña a la plazoleta donde nos encontrábamos, luego otro y otro, y otro, y otro más. Se emocionó. En su lengua incomprensible, me dijo algo al oído. Le expliqué que el chino me sonaba más familiar que su enrevesado idioma; pero en mis adentros, daba gracias al cielo por los Testarrosas y la caída del Muro.
Los del cono en la frente dieron inicio a una tonada que acabó por distender los apremios de mis músculos. Pasó el mesero, le pedí más cerveza. Ella trabajaba en unos apuntes y ni siquiera se dio cuenta. Parecía sumida en una discusión interior. Luego hizo un ademán como diciendo «ya está» y juntó sus cosas en una segunda señal de despedida. Automáticamente la sujeté del brazo. Hizo un precario intento por zafarse. En una lengua quizá tan ininteligible como la suya, le exigí más que pedirle (medio en broma) que se quedara. Un poco confundida, accedió.
A esas alturas, los Leningrad barbotaban una música indescifrable y saltarina. Mencioné el Lago Balaton y ella me respondió con un gesto, como dándome a entender que allí se iba a mostrar los pechos. No era necesario, los suyos se dejaban ver muy bien bajo la delgada camiseta humedecida y así estaban mejor. Intenté reconocer en su rostro rasgos familiares, los ojos, tal vez. Inútil. Era muy diferente al tipo de mujer al que yo estaba acostumbrado en mi entorno.
Me pasó un libro en húngaro del poeta Istvan Vás. Imposible, yo leía a Attila József o József Attila en traducción. Sacudió la cabeza en señal de desacuerdo. Extendió los brazos para señalarme el lugar común. Sí, tenía razón, aun las calles cercanas llevaban ese nombre. Por fin llegó el mesero con las cervezas. Realicé entonces una acometida más decisiva: Bara Panzió, Loltán, Minden Szoba Komfortos, Reggelivel, Kávézó, parkírozó teraz, tenisz, Kerti napozó. Eso se leía en una papeleta que le enseñé y sonrió, más bien rio agitando los pechos, poniendo al descubierto la incipiente erección en sus pezones. De inmediato sacó un espejo del bolso y me lo puso frente a la cara, sin duda para que me diera cuenta de la mueca estúpida que tenía. Todavía riendo, repitió varias veces “Bara Panzió”. Me vino a la mente que en el caló de mi remoto barrio, “bara” es barato y podría significar “sitio barato”, motelucho. Su intermitente risa me hizo pensar que quizá allí también. Elucubraciones pendejas producto de mi desconocimiento total de la lengua magiar.
Fijé mi atención otra vez en sus ojos sin fondo, vacuos, lejanos, distintos y de un azul tan claro que bajo el resplandor del sol parecían casi blancos. Sacó un mapa (ése era moderno) señalándome la carretera hacia los Cárpatos vía Szeged. Por supuesto, la ruta no pasaba por Balaton. Fingió atacar buscándome la yugular, bebió de mi vaso de cerveza saboreándola como si fuera sangre, al menos eso entendí o quise entender. Por toda respuesta recibió una fuerte mordida en el apetitoso antebrazo. Maldijo en húngaro y se levantó indignada. Después me lo confesaría. Mientras se dirigía al baño me iba lanzando los más obscenos improperios de que era capaz. Me tranquilizó que no se hubiera llevado sus cosas. Volvería.
Al regresar, por primera vez me sonrió jovialmente, ofreciéndome el otro brazo; pero la volví a morder en el mismo sitio, hundiendo lentamente los dientes, gozando la suavidad de su carne. Me dejó hacer pese que al retirar la boca le quedó marcado un círculo rojo, lleno de saliva. Sus pezones estaban totalmente erectos.
El calor, el ruido y la presencia de Evie terminaron por liquidar mi decreciente interés en los extraños vaqueros finlandeses y volví a mostrarme intrigado por al mapa. Viajar era mi prioridad y ahora ella estaba a punto de subirse al barco, el tren, la ranfla o lo que fuera. Para mis sueños de aquel tiempo, un Ferrari como los que acababan de pasar hubiese sido la gloria. Pero no. Mis finanzas sólo alcanzaban para rentar un modesto, aunque veloz, Jetta. Y en aquellas circunstancias debía ser un lujo, ya que Evie, tras mi seña que le indicaba que traía auto, accedió de inmediato a unirse al viaje indeterminado que yo llevaba en mente: fuera a Balaton o a los inescrutables confines de ese complicado idioma que, gracias a mi ignorancia, me hacía parecer un idiota cada vez que intentaba, con aspavientos, comunicarle algo. Observé que su índice acariciaba levemente la huella morada de mis dientes. Nos besamos durante un largo rato.
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Llevé a Evie al departamento donde vivía sola. Hizo rápidamente una maleta y salimos rumbo a la carretera. En el inicio del viaje, previa visita a Balaton, nos dirigimos hacia Rumania vía Szeged, pero antes de llegar al punto de revisión en la frontera, una dilatada fila que apenas avanzaba, nos hizo esperar toda la noche en el auto. Nos la pasamos trabados, húmedos y jadeantes en el Jetta. Por fin llegamos a la garita cuando ya amanecía. Y con la novedad de que no traíamos suficiente efectivo para cubrir el monto del visado. De hecho, no traíamos la divisa requerida, dado que no aceptaban florines húngaros. Solamente contábamos con lo suficiente, en marcos alemanes, para uno de nosotros. Tampoco valían los cheques de viajero, ni había bancos en las inmediaciones y el ofrecimiento de una tarjeta de crédito fue motivo de risa. Así pues, tuvimos que virar en sentido opuesto. A ella no pareció importarle mucho renunciar a los Cárpatos y Transilvania, y yo tuve que dejar para mejor ocasión mi ingenua curiosidad por Vlad III: mucho más que conde, mucho más brutal que Lugosi y el verdadero motivo de que yo me hallara por aquellas latitudes.
Decidimos que era preferible ampliar nuestro recorrido por Europa Central y países circunvecinos. Obvio, el derrotero del viaje estuvo a cargo de un coito vehemente e incesante. Visitábamos lugares con el solo propósito de encontrar un marco más sugestivo para nuestra exaltación erótica, como el predecible Templo del Amor en el Petit Trianon y los chalets alpinos. Sin embargo, no pocas veces dejamos que nos ganara el ardor y de esa forma se sucedieron bosques, inodoros, el auto —de cajón—, cines, escaleras, iglesias y conventos en ruinas, castillos convertidos en museos, plazas, debajo de los árboles de ciertas avenidas, un tranvía fuera de servicio. Y así por el estilo, hasta que un policía, quisquilloso y no muy afecto a las demostraciones públicas de la cópula amorosa, nos correteó al detectar una muy descriptiva posición afuera de un Konditorei en Salzburgo.
Este largo y cachondo periplo dio como resultado un hecho no previsto en mis cálculos: Evie quedó embarazada. Como en aquella ocasión del espejo, al regresar de los sanitarios me puso la prueba que daba positivo frente a la cara. No se trataba de una de sus frecuentes bromas, ni era la primera vez que se hacía el test. ¿Que cómo había podido suceder y en tan poco tiempo? Algo había fallado en sus anticonceptivos, porque yo de eso ni me ocupaba. Y el “tan poco tiempo” rondaba alrededor de tres meses de errar de allá para acá. No se me ocurrió otra cosa más que brindar por la noticia, me era indiferente calificarla como buena o mala. Tampoco pasó por mi mente dejarla sola, y mi estadía en Europa iría a formar parte de mi larga lista de cuestiones indefinidas o no resueltas. Como era el caso de una herencia familiar, cuya repartición de bienes y número de legatarios no estaban determinados aún en su totalidad, pero de la cual yo ya recibía utilidades. Evie no mostraba interés en la procedencia de los fondos que me respaldaban y mucho menos insinuó casorio. En lo que sí puso mucho énfasis fue en el deseo de ser madre. Con un ánimo menos festivo que las semanas anteriores, pero todavía vagando sin el apremio de llegar, orientamos nuestra dirección hacia la tierra de los magiares.
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En un principio no se dieron presentaciones con la familia, ni siquiera con amigos. Todo iba sucediendo de prisa, sin pensar en formulismos. Aparte de que, por mi lado, conocer a los míos se presentaba como una posibilidad bien remota.
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Los meses del embarazo, Evie los pasó leyendo y tratando de encontrar otro lugar para vivir. Quería que nos mudáramos a Buda. Yo por mi parte, me afanaba en inventar alguna actividad que ocupara mi tiempo, no tenía que ser precisamente productiva. Mi falta de resultados en la empresa, me empujaba constantemente a errar por las calles. En ésas, se aproximaba la hora del parto sin que Evie hallara el espacio adecuado, ni yo la ocupación deseada. No obstante, me quedó la costumbre deambulatoria y el tiempo que no pasaba en el departamento, lo dilapidaba yendo de una calle a otra. Fue durante esas excursiones cuando comencé a experimentar una sensación muy peculiar. Justo al pardear la tarde prefería evitar los lugares donde hubiera estatuas. La cercanía de las múltiples representaciones de sucesos y personajes históricos, animales y seres mitológicos, me causaba una mezcla de perplejidad y desasosiego. Sobre todo, los ojos deshabitados —como los de Evie— de los leones del puente. Y me turbaba aún más, la manifestación misma de ese miedo absurdo que no se daba a otra hora del día, ni cuando me encontraba rodeado de gente.
Pasaban las semanas y Mihály crecía rápidamente. Una noche, al regresar de mi prolongada caminata, lo encontré muy sonriente, sentado en su cuna moviendo la mano de manera singular. Daba la impresión de ser un saludo de llegada, pero también podía ser de despedida. Como de costumbre, lo saqué de la cuna para jugar con él. A Evie le gustaba compartir esos momentos y se acercaba a formar parte del juego, que por lo regular se trataba de que Mihály agitara cosas, diera saltitos y me apretara la nariz. Sin embargo, de las calles arrastraba conmigo sensaciones extrañas y aun la vida familiar me deprimía. Tal vez se debiera a que el departamento y el rumbo de la ciudad no eran los más apropiados para la vida en familia, y Evie había dejado de buscar uno nuevo, ya que estaba dedicada por entero al niño.
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Todos tenemos reservas, unos más otros menos, pero todos las tenemos; y quiero creer que las reservas de energía, entereza y amor son las más abundantes, hasta que la edad o la rutina lleguen a demostrarnos lo contrario. De lo que no estoy muy seguro, es de nuestra cuota de tolerancia destinada a lo extraño, a lo lejano, a lo extranjero; y la verdad es que, a mí, por aquellas fechas, ya se me había agotado. O mejor dicho, me tenía agobiado ser yo el forastero. Me hallaba cansado de no comprender, de no fluir, de sentirme incómodo en todas partes, de no saber cabalmente quién era mi mujer. El departamento que compartía con mi familia me provocaba aburrimiento y melancolía, y de las calles surgían fobias que no podía describir.
Fue así como tomé la decisión. Me largaría de allí cuanto antes. De inmediato pensé en Mihály. Su sonrisa logró retenerme unos cuantos días más. Consideré incluso la posibilidad de llevármelos a mi lugar de procedencia o cualquier otra parte, pero desde el inicio de nuestra relación, Evie había sido muy enfática al respecto: no dejaría Hungría. Así que, en esas circunstancias, supuse que no contaba con muchas opciones y decidí comprar el boleto de avión.
El día del vuelo salí del departamento como solía, con el cuaderno de notas y los cigarrillos, la gabardina y la lista de encargos. Me despedí, no sin antes darles un beso a ambos, como también tenía acostumbrado. Me enfilé sin más dilación al aeropuerto.
Al bajar del taxi me asaltó la certeza de que lo que iba a hacer sería irreversible, que no habría retroceso ni regreso a esa ciudad. Entonces, volví a ver la pequeña mano de Mihály con su ademán ambiguo, que semejaba un “hola”, pero también un “adiós”.
Mi primer impulso fue querer abandonar el aeropuerto y evitar así la estupidez que estaba a punto de cometer. Pero de inmediato recordé el cruel rugido petrificado, los terribles ojos vacíos de los leones de Budapest.
Jesús Vázquez Mendoza es originario de Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Obtuvo su doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad de Kansas. Ha impartido clases en diversas universidades de los Estados Unidos, entre ellas: la Universidad de Texas en El Paso, la Universidad de Kansas y Rice University. Su labor de investigación académica le ha llevado a instituciones como la Cineteca Nacional, el Instituto Mexicano de Cinematografía, la Filmoteca de la UNAM, la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Oxford. Ha trabajado en Hispanic Broadcasting Corporation, Univision Radio, ESPN y Telemundo.
Su obra de creación literaria ha aparecido en revistas y antologías y tiene dos libros publicados: Ráfagas y La huella del gnomon. Actualmente se encuentra trabajando en un libro de relatos, un poemario, y una exhibición de fotografía y texto.