Es una suerte muy poco apreciada el no llegar a conocer personalmente a ciertos escritores, a ciertos artistas. Comprender, analizar o simplemente disfrutar de una obra, poco tienen que ver con el viejo e insustancial entretenimiento que se la pasa barajando aversiones y simpatías. Algo similar podría decirse de la actitud de quien cree necesario hurgar en la vida privada de un autor para encontrar en ella las claves que expliquen una novela, un poema, una escultura o un filme. Aunque el asunto resulta desde hace mucho fastidioso y anacrónico, parece ser que se ha revivido esa antigua práctica, ya que desde ahí, y no necesariamente en el texto, comienzan a fraguarse de nuevo las exclusiones, las descalificaciones, las censuras. Bastaría con determinar dónde termina la biografía y dónde comienza la chismografía, para echar por tierra un enfoque en este sentido: las opiniones que de ahí surgen, por lo general oscilan entre lo risible y lo patético. No obstante, el empleo de la biografía es fructífero cuando el autor ha llevado una intensa vida pública; lo cual, si no explica la obra, sí la contextualiza.
En caso de que un escritor alcance notoriedad a nivel internacional, parece casi inevitable familiarizarse con ese personaje del que los medios de comunicación se apropian. Obvio, es diferente estrechar la mano de una persona en alguna lectura o congreso a verla en pantalla; sin embargo, tanto su imagen y lenguaje corporal, como su voz y discurso se hacen evidentes. Al menos así sucedía durante el último tercio del siglo pasado en México, cuando la influencia del intelectual era mucho más amplia y determinante que en la actualidad, gracias a que el número de canales de la oferta televisiva podía contarse con los dedos de ambas manos. Era frecuente entonces encontrarse en la programación, con la extravagancia jovial de Arreola, la elocuencia nerviosa de Fuentes, la sabrosa Sopa de Letras de Jorge Saldaña y compañía, la eufónica conversación de Luis Spota y, por supuesto, con la prestancia enciclopédica de Octavio Paz.
¿Sería justo atribuir a su presencia constante en televisión, el encono de sus detractores o la necedad de sus devotos? Tal vez, pero sólo en parte. Cabe recordar que Paz participó intensamente en las “guerras ideológicas” que se desarrollaron durante gran parte del siglo XX, fundamentalmente en la segunda mitad cuando la configuración geopolítica bipolar, causada por la Guerra Fría, exacerba la toma de posiciones en el ámbito sectario a nivel mundial. Después de un período de adhesión a los movimientos de izquierda, Paz modifica su posición frente al comunismo y/o el socialismo real, partiendo de una crítica fundamentada en la teoría anarquista de Proudhon, Bakunin y Kropotkin. Como sabemos, de acuerdo a la ortodoxia marxista, el anarquismo se considera una herejía. En ensayos y entrevistas, Paz dejó muy claro que, en la práctica, una de las fallas fundamentales del socialismo radicaba en el centralismo del estado; de hecho, Paz se pronunciaba en contra de todo centralismo, muy en particular del mexicano. No es de extrañar que esta postura le haya ganado más de un enemigo.
Tras su fallida participación activa en el frente de la Guerra Civil Española y su desencanto con el socialismo, la militancia perdió un político como cualquier otro (Paz nunca fue en realidad un militante), pero la “república de las letras” ganó un escritor, un poeta de primer orden. Poseedor de una vocación crítica indeclinable, ningún hecho que atentara contra la libertad del individuo, especialmente la libertad intelectual y artística, le resultaba ajeno, sin importar su procedencia: de la izquierda o la derecha, del capitalismo o el socialismo, de los Estados Unidos o la Unión Soviética. Desconfiaba de la política como solución a la condición humana; pluralismo y crítica, decía, constituyen la alternativa de convivencia ante los sistemas que intentan cambiar a las personas.
Su desempeño en el servicio diplomático mexicano quizá haya sido su participación más directa en el quehacer político. En 1962, el presidente Adolfo López Mateos lo nombra embajador de México en la India y dudo mucho que la diplomacia mexicana se haya beneficiado tanto como la literatura con esta designación. Su espíritu inquieto, siempre en busca de nuevos estímulos, cae en terreno fértil y su escritura dará un giro insospechado. La visión de Paz se expande y su obra recibe un nuevo impulso (formal y temático) al hacer contacto con la civilización oriental. Todo iba de maravilla, pero al cabo de unos años, vientos de renovación soplan con fuerza en Occidente y su país de origen no está exento a los vendavales del cambio. Llega 1968 y los jóvenes de aquel tiempo, por motivos diversos, muestran su descontento con el sistema. Avanzan los meses y los acontecimientos hacen crisis el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas (los nefandos resultados que se verificaron, ya todos los conocemos). Dos días después, mientras algunos escritores justificaban o celebraban el accionar del gobierno, y otros muchos guardaban un silencio cómplice, Octavio Paz presenta su renuncia al cargo. A estas alturas, ya se trataba de un escritor reconocido internacionalmente y su dimisión genera controversias en pro y en contra. (Utilizo el término ‘controversias’ para mantener un tono amable.) Más tarde, los problemas, vicisitudes y polémicas de su carrera como escritor, no terminarían cuando él y su grupo abandonan la revista Plural (recuérdese que ésta se dio como respuesta al golpe que diera el “echeverrismo” al periódico Excélsior). En efecto, las disputas seguirían siendo una constante durante la época de Vuelta y se prolongarán, casi hasta los últimos años de su vida.
En este punto, creo preciso poner en duda que, actualmente, los anatemas y las alabanzas provengan de sus pasados admiradores y adversarios, muchos han muerto, otros ya se hallan retirados de la actividad literaria, y no pocos han modificado sus sentencias. Más bien se trata de nuevas generaciones que a falta de un conocimiento medianamente aceptable de su obra, se empeñan en repetir los reproches o los aplausos de otros tiempos. Entre los más frecuentes, se encuentra una vieja condena que se viene repitiendo desde hace más de ocho décadas y que ha persistido debido a la influencia de quienes la lanzaron: Pablo Neruda y Nicolás Guillén. Como ya he apuntado, Paz se resistía a seguir la línea estricta (¿sería mejor llamarla ‘intolerante’?) de la izquierda y, por si fuera poco, no comulgaba con el estalinismo. No debe sorprendernos entonces que eso haya sido suficiente para que Neruda y Guillén, se prodigaran endilgándole los más floridos epítetos del repertorio marxista, entre ellos, la fraudulenta insignia: poeta burgués. Casi no tengo que agregar que dicho calificativo denota torpeza.
Pero regresemos a las incursiones de Paz en televisión (paneles, entrevistas, el noticiero 24 Horas, el programa Conversaciones con Octavio Paz de Héctor Tajonar). Me parece que hay un par de circunstancias que a mi juicio no han contribuido a atraerle adeptos, ni en el pasado ni en el presente. En primer lugar, se halla su voz profundamente nasal, el lenguaje corporal un tanto incongruente con la claridad de su exposición y la tendencia a ofuscarse ante el menor indicio de discrepancia con sus ideas. Y en segundo, está la etapa de su obra en la que se dan dichas intervenciones. Estoy hablando de la madurez de un proyecto vital en el que las ideas han pasado por muchos filtros: puliéndolas, aclarándolas y, en no pocos casos, desechando aquello que es meramente aleatorio. Su discurso conlleva así, un carácter didáctico que no todos están dispuestos a aceptar sin reparos: el que sabe mucho, a veces ofende. Algunos otros tendrán la impresión de que Paz reconviene a la grey desde el púlpito. Desde mi punto de vista, la discordancia reside en confundir el didactismo con el oficialismo. Me quedo con el didactismo porque lo considero productivo y me gustaría indagar si el discurso paciano se acercó a lo oficial, aunque fuese por equivocación.
Para concluir me parece conveniente enumerar, entre la copiosa bibliografía crítica que Paz ha generado, sólo algunos de los escritores que han emprendido estudios serios. Ahora me vienen a la mente: Monique Lemaître, Carlos Magis, Alberto Ruy Sánchez, Enrico Mario Santí, Carlos Monsiváis, Julia Kushigian, Manuel Ulacia, Christopher Domínguez. Asimismo, es ineludible subrayar que entre el amor y el odio existe un camino alterno, la lectura. Claro, los quince gruesos tomos de las primeras ediciones del Fondo de Cultura Económica intimidan a cualquiera: ¿quién abre el primero?
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Jesús Vázquez Mendoza es originario de Ciudad Juárez, Chihuahua, México. Obtuvo su doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad de Kansas. Ha impartido clases en diversas universidades de los Estados Unidos, entre ellas: la Universidad de Texas en El Paso, la Universidad de Kansas y Rice University. Su labor de investigación académica le ha llevado a instituciones como la Cineteca Nacional, el Instituto Mexicano de Cinematografía, la Filmoteca de la UNAM, la Universidad de Texas en Austin y la Universidad de Oxford. Ha trabajado en Hispanic Broadcasting Corporation, Univision Radio, ESPN y Telemundo.
Su obra de creación literaria ha aparecido en revistas y antologías y tiene dos libros publicados: Ráfagas y La huella del gnomon. Actualmente se encuentra trabajando en un libro de relatos, un poemario, y una exhibición de fotografía y texto.