—Puedes comenzar con los tenis que tengas a la mano. Si le tomas gusto a esto de correr, luego te compras unos especiales. Ah, no te olvides nunca de amarrar bien los cordones —dijiste y echaste a reír con alegría.
Un minuto después me enteré de que un día se te deshizo el nudo de un zapato y al pisar el cordón fuiste a dar al pavimento en plena competencia. La humillación de la caída. Raspones en el brazo izquierdo y en un pómulo. Nada serio. Ni de lejos tan serio como lo de ahora.
Mírate nada más, Lucrecia Figueroa. Mírate allí tendida con un agujero oscuro en el pecho y otro, definitivo, en la cabeza. Esa vino a ser tu ganancia en estos negocios. Pero dejemos claro que de la profesión de abogada no esperabas grandes ganancias, no te movía nada semejante a la ambición de lucro. Comenzaste a estudiar derecho porque tu padre y algunos compañeros se quejaban todo el tiempo de que les hacían falta abogados decentes, gente buena que les ayudara a resolver los problemas de la comunidad. Del otro lado de la mesa siempre encontraban leguleyos que recitaban al dedillo jurisprudencias, preceptos, reglamentos. Los mareaban con tanta palabrería. La cita de este código, de aquella norma, el edicto tal, el estatuto cuál.
Peleaban tu padre y sus compañeros por el agua y los linderos exactos de las tierras, por mejorar las condiciones de trabajo en los aserraderos, y enfrente les ponían licenciados parlanchines, enredosos, bribones, timadores, sinvergüenzas. Hijos de mala madre. De modo que la muchacha que de niña proclamaba su vocación de monja decidió estudiar leyes y consagrar su energía y sus conocimientos a defender a quienes sufrían injusticia. Eso torció las líneas de tu mano, Lucrecia, desbarrancó tu destino.
Todavía en tu primer año de preparatoria sostenías la idea de hacerte monja. Pero si eres una muchacha atractiva, Lucrecia, deja eso para las que ni esperanza de conseguir novio o marido. Ya entonces éramos amigos y me parecía que en el asunto de la vocación fantaseabas, jamás te pusiste a indagar cómo profesar, dónde, con quiénes, no te acercaste siquiera al cura párroco de nuestro barrio. En cambio, aparte de los estudios le ponías mucho interés a las carreras de fondo. Desde el último año de secundaria, cuando jugabas basquetbol en un equipo escolar, te dio por correr para mejorar la condición física. Al principio en las calles del barrio, luego te internabas en el bosque y te fascinaba el crepitar de las hojas secas bajo tus pies. Un lluvioso verano, hace siete años, comencé a correr para compartir algo que te apasionaba, para sentirme más cerca de ti. Eras mi novia y mi instructora. La mejor técnica para respirar, explicabas, consiste en inhalar por la nariz y exhalar por la boca abierta con amplitud. Exhalar por la boca permite que tu cuerpo, con menor esfuerzo, libere más dióxido de carbono y calor. Y allá iba yo detrás de ti en las veredas del bosque, cada vez más distante, jadeando como un perro. Un perro agradecido.
Habías vivido muy de cerca la injusticia, Lucrecia, en carne propia. Dicho así, en términos contundentes, porque la carne de tu padre te era tan propia como la que aún (cada vez más oscura, encaminándose a la putrefacción) tienes pegada a los huesos. Bien recordabas (vivías con esa imagen) el rostro desencajado de tu padre en prisión, cuando después de someterlo a tortura y mantenerlo un tiempo incomunicado (actos que prefiguraban tu suerte, Lucrecia, y no te diste cuenta o no quisiste darte cuenta) lo encerraron más de un año por negarse a aceptar atropellos y componendas. Recordabas sus amargas palabras, las tensas maldiciones que te fueron empujando al estudio de las leyes, a buscar la manera de ayudar a tanta pobre gente desamparada.
Ahora eres tú la desamparada, Lucrecia. Qué pequeña has de parecerle a cuantos han venido a contemplarte, algunos a darse el gusto de verte sosegada e inocua. Aquí todo el día han tenido desfile de jefes policiacos, agentes del ministerio público, periodistas en busca de detalles escabrosos, médicos que curiosean, sin contar a los empleados de limpieza que te miran con cierta compasión. Quién iba a decir que esta mujercita fría, inmóvil (insignificante, susurró un funcionario de rostro inconmovible), es la misma que peleaba, insultaba, era capaz de llegar a los golpes.
Dos años después de recibirte de abogada te pedí que nos casáramos. Yo había dejado la carrera en el quinto semestre y puse una refaccionaria. Un negocio muy noble, cómo le estoy agradecido a carburadores y balatas. La vida me sonreía y por eso me atreví a proponerte matrimonio. Esa tarde habíamos ido a correr a la pista olímpica de la universidad. Tu plan era que le diéramos doce vueltas, pero a la mitad de la sexta o la séptima no pude más. Me detuve y fui a echarme en la yerba. Esperé y al cabo te sentaste a mi lado. ¿Te quieres casar conmigo? Te lo dije de golpe, sin preámbulos, y me dieron ganas de apagar a golpes tus carcajadas. Viéndome rabioso dejaste de reír y tus palabras sonaron mansas suavecitas. ¿Qué te pasa, Rodolfo? A veces pasamos la noche en tu casa o en la mía, hemos salido de viaje juntos, así estamos bien, serénate.
Esa noche la pasé contigo y al amanecer te pregunté por qué no querías casarte conmigo. Tu independencia, no querías sentirte atada. Y ya ves, ahora estás amarrada para siempre al vacío, a la nada. Eres otra, muy otra, tendida en la inclemente plancha de piedra del forense. Otra. Sin remedio disminuida de afanes y arrogancias. No volverás a ser la mujer áspera (y valiente, lo reconozco) que desafiaba a jueces y abogados, a policías y pistoleros. Qué dócil, qué tranquila te ves aquí tendida. Inofensiva es la palabra. Eres la mujer pacífica y sumisa en la que nunca deseaste convertirte. De allí que te hayas obligado a renunciar al buen empleo en la Procuraduría de Justicia. No te daba lo mismo ponerte del lado de los dueños del aserradero que de sus trabajadores. Éstos eran los tuyos, y el día en que el fiscal, tu jefe, te ordenó que sustentaras cierta acusación contra un compañero que sabías inocente, mandaste al jefe derechito al sitio al cual todos hemos sido enviados. Váyase usted mucho, licenciado. Hasta lo más profundo, licenciado. Usted y toda la caterva de tinterillos adulones y rastreros que permanecen a sus respetables órdenes, licenciado.
Qué mujer de acero te sentías. Altanera e insolente. No le temías a nada, ni a la tortura ni a la prisión ni a las balas. No porque te supusieras invulnerable (si alguna duda quedaba, los hechos vinieron a demostrar cuán equivocada estabas) sino porque tenías metido un demonio (¿quién lo dijo, tu madre o una de tus hermanas?) que te empujaba y te empujaba cada vez más allá y te obligaba a saltar barreras y estacionarte frente a túneles oscuros de los cuales nadie podía imaginar siquiera qué iba a emerger. Unas manos apretando tu garganta, un disparo en la cabeza, al final la infame plancha de piedra sobre la cual ahora yaces. Y ya verás (no, tú no vas a saberlo) que no demoran en salir por ahí con la extraviada idea de que, como un Cristo en versión femenina, nada deseabas más que sufrir martirio y muerte para redimir a los demás. ¿Dónde quedan la dignidad, el amor a la justicia, la humana solidaridad, la compasión por los que sufren? Nadie se atrevería a negar que eras adversaria incómoda, Lucrecia. Como abogada, intransigente. Como mujer, bragada. De mentada de madre para arriba. Si de una parte (el lado de los tuyos) te ganabas cariño y admiración, en la parte contraria sólo ibas recogiendo antipatías, inquina, rencores, aborrecimiento.
Los problemas, Lucrecia, empezaron cuando le dijiste adiós al fiscal y te pasaste a la orilla opuesta de ese mar encrespado. Dos trabajadores despedidos de un aserradero te pidieron que interpusieras una demanda laboral. Aceptaste y no demoraron las advertencias y las amenazas. Un día te secuestraron y te mantuvieron incomunicada cosa de un mes. Te fue difícil llevar la cuenta de los días, pero el repetitivo sonido de una distante campana eclesial te indicaba que podía ser domingo: un domingo, dos, tres. No anduvieron errados tus cálculos. Te habían retenido veintiséis días y al cabo te arrojaron, atada de pies y manos, vendados los ojos, en un recodo del bosque.
En el miserable cubículo donde un día te aplicaban la picana eléctrica y otro jugaban a introducirte por la nariz agua gaseosa enchilada, aprendiste algo muy importante. Que si mostrabas miedo, policías y sicarios sabrían cómo dominarte, serías un títere en sus manos. Por eso, aunque te temblaran las piernas y se te secara la boca, aunque comenzara a latirte de prisa el corazón cuando oías los pasos que se acercaban, el sonido de las cerraduras, en vez de amilanarte y encogerte como el conejo ante una boa, mostrabas tu rostro más áspero, te abroquelabas en el orgullo y la arrogancia. Malditos sean, maldita la madre que los parió. Al principio habían imaginado que para intimidarte bastaría con un par de amenazantes llamadas telefónicas.
Probaron también con anónimos enviados por correo en los que aseguraban que si no abandonabas el caso de los despedidos y ese otro de los campesinos despojados de sus tierras, no harías huesos viejos. Y las amenazas no se limitaban a plantear la mortificación de tu integridad física, sino que se extendían a tu familia, ya lo verían tu padre, tus hermanos, tu misma madre. Seguro que esta abogadita inexperta se va a asustar y vengan los expedientes, vengan las pruebas del maltrato a los campesinos muertos de hambre que de no ser por la pinche abogadita ni quien se ocupara de ellos.
No vamos a negar que consiguieron asustarte y estuviste a punto de renunciar al asunto. Noches enteras reflexionaste sobre la situación, calculando los riesgos. El primer paso de los enemigos consistió en proferir amenazas, voces aguardentosas te llamaban de madrugada, turbios anónimos confeccionados con recortes de periódicos eran enviados por correo o deslizados bajo tu puerta. A la vez, el rumor y la gacetilla llenaban de lodo tu nombre y el de tus cercanos. Luego vino el asalto de dos falsos ladrones del cual escapaste con golpes y una herida leve. Y no cejabas y se dieron cuenta de que era necesario recurrir al acto final: desaparecerte para siempre. No iban a atreverse, conjeturaste. No les convenía la desaparición de la representante de sus acusadores, a menos que se inventaran un accidente verosímil en el que la bisoña licenciada perdiera la vida.
El hecho de que emplearan amenazas era el mejor indicador de que veían perdido el caso. En vez de amedrentarte, aquellas bravatas sólo sirvieron para picarte la cresta. Enfurecida, decidiste poner mayor interés en los casos, empeñar tu voluntad y lo mejor de tus capacidades. Qué ibas a soltarles los papeles del caso. Si andaban con tantas amenazas era porque no veían forma de sacarte de la práctica y librarse de varios juicios. Perro que ladra no muerde, sostenías por entonces y habrías de sostenerlo durante los dos años que te quedaban de vida, hasta arribar al momento en que el perro mordió.
Llegó el día en que te secuestraron y fuiste a dar a la triste covacha. Durante esas semanas de suplicio pasaron de la advertencia ambigua a la intimidación concreta. No se limitaron a decir que atentarían contra tu familia, sino que llegaron a asegurar que tenían en su poder a tu padre. En el encierro no dejabas de pensar en tu pobre padre de nuevo sometido a los golpes y a la picana, esta vez sin siquiera tener vela en el entierro. A cambio de su libertad exigían los expedientes donde constaban testimonios y declaraciones comprometedores. A punto estuviste de ceder. No porque te doblegara el castigo infligido a la carne ni ese otro dolor pavoroso que resulta de la soledad y la impotencia. Lo único que deseabas era ahorrarle sufrimientos a tu padre.
Habías escondido muy bien los documentos. Estabas segura de que los policías irrumpirían en tu casa y tu oficina con intención de robarlos. Sabías que iban a presionar a tus representados para que los entregaran en caso de que los hubieras dado a guardar a uno de ellos. De manera que para ocultarlos elegiste un lugar insospechado. Ni la casa de un amigo ni una casilla de equipaje en la terminal de autobuses. Ni en una caja metálica enterrada en el patio o escondida en una cripta de la iglesia parroquial. Ningún sitio que pudieran relacionar contigo o con tus actividades. Tan bueno era el escondrijo, que tú misma lo olvidaste durante los terribles días del secuestro. Lo olvidaste en serio y no hubieses podido revelarlo por mucho que lo desearas. Ni para rescatar a tu padre, a quien suponías recluido en un calabozo semejante, incomunicado, atormentado. Cualquier psicólogo calificaría de acto fallido ese acto de desmemoria, pero ya te veo apresurándote a corregirle que no era tal, sino un simple mecanismo de defensa.
Uno de tus mecanismos de defensa. Aunque el principal (no sólo te gustaba repetirlo, sino que lo aconsejabas) consistía en no evidenciar jamás, por grande que fuera tu miedo, que estabas asustada. Tenías que mostrarte serena siempre, segura de ti misma, impávida.
Te fuiste endureciendo, te arrojaste de cabeza en ese mundo de permanente confrontación, de pleitos cotidianos, donde además de la certeza de que te hallabas del lado de la justicia y la solidaridad, tu más firme sostén era la actitud de mujer dura e implacable, inmune al miedo. Luego, en la soledad, segura de que nadie podría escucharte, estallabas en llanto, dejabas que las lágrimas corrieran por tu rostro y un baño de purificación empapara tu cuerpo maltrecho.
Ayer mismo el gobernador del estado declaró que se hará una investigación a fondo, llegarán a las últimas consecuencias caiga quien caiga, no permitirán, dijo, que tu muerte quede impune. Palabras, Lucrecia, muchas palabras. Y no dudes que armarán el gran tinglado de la investigación y pasarán las semanas y los meses sin que aparezcan pruebas y acabarán sepultando el expediente junto a otros casos no resueltos.
Dejé de correr después de aquella noche, hace ya varios meses, en que pasé a tu casa para invitarte al cine. Te pusiste furiosa, me trataste como si fuera yo uno de los leguleyos que se te oponían. Con la puerta entreabierta, asomando solamente la cara, te negabas a dejarme pasar. ¿Por qué? ¿Qué sucede? No puedes entrar, no quiero que entres. Pasé un rato pidiéndote explicaciones y al fin, de un empellón, te obligué a recular y entré. Estabas acompañada, eso era todo. El abogado Emiliano Domínguez, compañero de trabajo, dijiste señalándolo. Un muchacho varios años más joven que tú. El día siguiente me llamaste por teléfono a la refaccionaria. Que me olvidara de «lo nuestro» y te dejara en paz, suficiente tenías con los problemas de tu profesión. Adiós, Víctor, adiós para siempre.
Dejé de correr, pero no pude dejar de pensar en ti. Arrastraba mis rencores de cantina en cantina. En silencio. Nadie supo nunca de mis penas. Te amaba, Lucrecia. Aun tendida en esa plancha, pudriéndote, te amo. Cada noche te lloraba un poco y cada mañana cavaba en mí un pedazo de tu sepultura.
Nadie daba nada por tu vida, Lucrecia Figueroa, estabas llamada a terminar mal. Un día u otro iban a caerte los policías o los sicarios, o unos y otros. Y entonces sí, adiós para siempre.
Y llegó ese día. Acostumbrabas a correr muy temprano lunes, miércoles y viernes. En otoño, cómo te gustaba el crepitar de las hojas secas bajo tus pies. El pasado miércoles otoñal me levanté de madrugada y fui a apostarme en el roquedal, entre las sombras.
La verdad sólo la sabemos tú y yo; más bien, sólo la sé yo. Tú ya no sabes nada.
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Escritor, narrador, crítico literario, periodista y guionista de televisión mexicano. Premio Nacional José Rubén Romero (1992) con la novela Los muchachos locos.