Anna Kavan apenas había dejado la niñez cuando su padre se suicidó arrojándose al mar. La escritora francesa nacida en 1901, que con el paso del tiempo se convertiría en una autora de culto, entró en una espiral oscura que incluyó desde estancias en hospitales psiquiátricos suizos e ingleses, intentos de suicidio, la muerte de un esposo, la pérdida de un hijo, su adicción a la heroína, hasta su muerte por infarto en Londres en 1968, a los 67 años de edad.
Al morir su padre, ella se quedó con su madre, quien tenía muchos recursos económicos, pero escasas muestras de afecto. En la década de 1920 vivió en Nueva York y formó parte de la élite adinerada. Hubo un tiempo en que pintaba, decoraba interiores de oficinas y departamentos, y además escribía. Luego vivió un periodo en California.
Se casó dos veces. Tras su primer matrimonio a los 17 años, radicó en Birmania y en Nueva Zelanda y luego tuvo un peregrinaje en Sudáfrica y varios países europeos. Publicó sus primeras novelas como Helen Ferguson, apellido tomado de su esposo Donald Ferguson, quien moriría. Sus trabajos literarios en la década de 1930 eran todo lo contrario a lo que escribiría después de conocer de cerca la locura.
Un día comenzó a leer a Kafka, a quien supuestamente le debe su «metamorfosis» literaria. Esa experiencia le cambió su visión del mundo y las letras, aunque también el uso de la heroína sembró en su mente delirios paranoicos con los que deformó la realidad y las tradicionales imágenes poéticas de su tiempo.
Si en el rock encontramos a un genio excéntrico como Jim Morrison, en la literatura tenemos su espejo llamado Anna Cavan. Podía convertirse en otra persona en cuestión de segundos, como por ejemplo sentarse a comer con sus invitados, servirles café y tratarlos como reyes, para después arrojarles un platillo. Luego de eso se refugiaba en lo que ella llamaba la bazooka, que no era otra cosa que la jeringa cargada con los sueños de la heroína.
Cuando sepultó a Helen Ferguson, su primer nombre literario, los miles de lectores de sus novelas rosas desaparecieron. Se fue a vivir a Londres, se dedicó a la crianza de perros bulldogs y surgió entonces la enigmática autora Anna Kavan, quien se convirtió en la autora preferida de los lectores que pueden adentrarse en los rincones más oscuros de una mente extraviada en sus propias fantasías.
Cavan logró estabilizar la mezcla de la droga con su quehacer literario. Algunos críticos de su obra aseguran que la experiencia con sus estados alterados de conciencia, especialmente con la heroína, pudo haber agregado fantasmas y fantasías a sus atmósferas, pero que su fuerza de sus historias viene de una mente lúcida acrecentada por el sufrimiento y forma de ver la vida.
Su historia es dramática, porque no sólo quedó herida con el suicidio de su padre, sino que su madre la obligó a casarse con uno de sus amantes. La segunda vez que se contrajo matrimonio se unió a un alcohólico con quien tuvo una hija, que murió a los pocos días de haber nacido, y después adoptaron a una menor.
Se separó en 1938 tras un intento de sucidio. Luego vinieron en fila india sus ingresos a hospitales psiquiátricos. Tras varios años de abrir y cerrar puertas de esos sitios, escribió su primer libro Asylum Piece en 1940, cuando tenía 39 años. En muchos de sus relatos plasmó sus experiencias como en el cuento Julia y el bazooka, un texto en el que no pudo describirse de mejor manera.
Sus cuentos son sorprendentes no sólo por las historias sino cómo están escritos de un modo no lineal. De ninguna forma su biografía es superior a su herencia literaria que refleja el aterrador mundo en el que viven muchos seres humanos.
A continuación, te presentamos uno de sus cuentos:
POR LA NOCHE
Por Anna Kavan
Qué lentos pasan los minutos durante las noches de invierno: y aun así las horas no parecen tan largas. La campana de la iglesia está dando la hora de nuevo en ese tono aburrido del campo, que suena medio aturdido por el frío. Estoy tumbada en la cama, y como una prisionera bien instruida, sabia, renuncio al patrón familiar del insomnio. Es una rutina que conozco demasiado bien.
Mi carcelero está en la habitación conmigo pero no puede acusarme de ser rebelde o problemática. Como no quiero llamar su atención, estoy tumbada tan quieta como si mi cama fuese mi féretro. Si no me muevo en toda una hora quizá me deje dormir.
Naturalmente, no puedo encender la luz. La habitación está oscura, como una caja forrada con terciopelo negro que alguien ha dejado caer en un pozo helado. Todo es silencio excepto cuando crujen los huesos de la casa en la escarcha o cuando una masa de nieve se desliza desde el tejado creando un sonido similar a un suspiro furtivo. Abro los ojos en la oscuridad. Mis párpados están doloridos, como si las lágrimas se hubiesen solidificado en escarcha. No sería tan malo si por lo menos pudiese ver a mi carcelero. Sería un alivio saber desde dónde hace guardia. Al principio supuse que estaba de pie, como una cortina negra, al lado de la puerta. El techo de la habitación se desliza hacia arriba, como si fuese la tapa de una caja y él se eleva, mucho más alto que un olmo, hacia las heladas montañas de la luna. Pero entonces me doy cuenta de que quizá haya cometido un error y esté agachado en el suelo, bastante cerca de mí.
Mi cabeza está sujeta con una banda de hierro y justo en ese momento el carcelero golpea el frío metal, una tormenta que resuena, y que me provoca dolor en las cuencas de los ojos. Está mostrando su desaprobación hacia mis pensamientos interrogantes; o quizá simplemente desee reafirmar su autoridad sobre mí. Sea como fuere, vuelvo a cerrar rápidamente los ojos y me quedo quieta, casi sin atreverme a respirar, bajo la ropa de cama.
Para ocupar mi mente con algo, empecé a repasar las fórmulas que un médico extranjero me había enseñado la primera vez que estuve bajo sospecha. No dejo de repetirme que no existe ninguna persona víctima del insomnio, que sigo despierta porque prefiero continuar con mis pensamientos. Intento ponerme en la piel de un recién nacido que no tiene futuro ni pasado. Si el carcelero mirase ahora en mi mente, creo que no podría poner ninguna objeción a lo que está ocurriendo en su interior. La cara del médico holandés, fina y aguda y dura como la cara de un marinero, pasa frente a mí. De repente, en un mundo aún encerrado en la oscuridad y en la escarcha, un gallo cacarea en las inmediaciones de un modo fantástico y sobrenatural. El cacareo del gallo se convierte rápidamente en tres puntos llameantes, una flor de lis floreciendo momentáneamente en el campo negro de la noche.
Estoy a punto de quedarme dormida. Noto mi cuerpo flojo y mis pensamientos comienzan a precipitarse todos juntos. Mis pensamientos se han convertido en hebras de hierba, de ningún color en concreto, que se ondulan lentamente en aguas incoloras.
Mi mano izquierda se contrae y vuelvo a estar totalmente despierta. Es el repiqueteo de la iglesia el que me ha devuelto a la presencia de mi carcelero. ¿He contado cinco repiques o cuatro? Estoy demasiado cansada como para estar segura. En cualquier caso, la noche pronto habrá llegado a su fin. La banda de hierro sobre mi cabeza está más prieta y se ha deslizado hacia abajo, por lo que me oprime los globos oculares. Aun así no parece que el dolor provenga de esta presión cruel sino que emane de algún lugar dentro de mi calavera, del córtex cerebral: lo que me duele es el cerebro en sí.
Estoy desesperada; me siento, de golpe, encolerizada. ¿Por qué estoy sola, condenada a pasar noches de tormento con un carcelero invisible, cuando el resto del mundo duerme plácidamente? ¿En base a qué leyes he sido juzgada y sentenciada, sin mi conocimiento, a una condena tan opresiva cuando ni siquiera sé por qué o por quién he sido acusada? Me invade un salvaje impulso de quejarme, de exigir una vista, de negarme a someterme a esta injusticia por más tiempo.
Pero ¿a quién apelas cuando ni siquiera sabes dónde encontrar al juez? ¿Cómo esperas poder demostrar tu inocencia cuando no hay forma de saber de lo que has sido acusada? No, en este mundo no hay justicia para la gente como nosotros; todo lo que podemos hacer es sufrirla tan valerosamente como nos sea posible y así avergonzar a nuestros opresores.