EL OJO
Sobre la superficie porosa el ojo. Su reflejo deforma la mejilla y alarga la boca. El muchacho derrama el ácido y revuelve. Ha quitado el resto de hojas y ramillas secas al tronco. Lo ha limpiado de brotes y rebrotes. Un rastro marrón se deshace lentamente. Agoniza la tarde en los pajonales de atrás. No va a prender ninguna luz. Que la sangre y los huesos se pierdan entre las brumas recién nacidas del ocaso. Sueña con Amalia y vuelve a ver su ojo en la superficie. Huele un aroma de podredumbre que viene desde atrás. Desde la tabla rajada al medio por la presión del acero dentado. El tambo se le aparece como una cueva que también a él lo va a sumir. Oye el zumbido del motor y la algazara de dos o tres voces entremezcladas. Aquí te dejamos los otros, Rata, dicen las voces. Y de nuevo se hace el silencio. Silencio del sol que no ha querido mirar y se esconde en el horizonte quebrado por los arbustos y el cerro. Los restos humanos permanecen en su ojo. Él revuelve de a poco como si no quisiera deshacerlos del todo. Vuelve a ver el ojo que mira fijo desde el tambo y lo reconoce. Es el de ella, el de Amalia. Los otros tienden a deshacerse.
EL TACÓN
No jodas, hay que colgarla de los pelos, de los pelos no, de las tetas, y la risa aflora en medio del puente. Lo piensan al mismo tiempo y lanzan otra carcajada. Rugoso el barandal donde las manos se aprietan. Se la cogieron antes de subirla antes de meterla en la cajuela, antes de traerla hasta aquí. Ella creyó, eso es lo que piensan a la par, ella creyó que así se salvaba, abrió las piernas la pobrecita, qué tetas, dice el Torcido, qué tetas hace eco el Guasón, y a sus patas resuenan en medio de la madrugada sobre las escaleras, bum bum bum a causa del peso que llevaban. La soga raspa las palmas, les hace tensar la espina dorsal, los aprieta un poco como a ella, a la que por último tendrán que soltar. El cielo se compadece con una lluvia que escurre con mansedumbre. El Guazón se seca el sudor, aunque no sabe si es la lluvia que le moja la cara aunque lleve un sombrerito ladeado que lo vuelve más feo y más viejo. Así está bien. El tacón rebota sobre la calle. El torcido se fija en los alrededores. Nadie sabe, nadie escucha. Se han apagado las risas y bajan sin comentarios. En el instante de cerrar la cajuela advierten el otro. El otro tacón.
LA MANO
La tierra cuartea, se hace polvo de oro, vuela asustándole los ojos. Aminta no se decide a correr porque de pronto se ha puesto ciega. Se para y busca hacia adelante con los brazos. Está sola en medio del páramo. El sol le barre la nuca y las sienes. Quiere correr y no puede. El picor en los párpados se le derrama en lágrimas sobre las mejillas. La mochila a sus espaldas la sume en más espanto. La escuela está tan lejos. Cruzar el arroyo seco y seguir derechito hasta topar con ella. Apunta con su pie el primer paso, luego el segundo, baja entre las piedras que se hunden en sus huaraches. Quiere soñar con globos rojos y paletas de mango. Pero ahí está la mano. Negruzca, hinchada, oliendo a mierda. Ahí está la mano en la mera cortadura sobresaliendo apenas, sola su alma en medio de la mañana.
EL LLAVERO
A mí no me va a pasar y sale airosa. Sube al carro, arranca, vuela. Daniel la espera en medio de la plaza. Estacionará enfrente donde no hay parquímetros. El jardín no es frondoso, puede ver las bancas, los senderos, la fuente en medio, un chavo que corre detrás de otro. Una pelea de chicos, seguro. Corren a ritmo de corrido, parecen repetir el estribillo. Le da risa y emprende el viaje al cruzar la calle. Una vez del otro lado, en el borde de la banqueta, a punto de poner el pie sobre el cordón se detiene y oye un tiro. Luego el segundo y el tercero, casi sin respiración entre uno y otro. Le da por avanzar y retroceder al mismo tiempo, le gustaría ponerse de rodillas. Y se deja llevar, por qué no va a arrodillarse si se le da la gana. Y lo hace, de a poco, suave, con la misma inercia de querer y no querer como recién nacida. Percibe las llaves del coche en su mano izquierda. No las va a soltar, con los tiempos que corren se lo roban en un santiamén. Pero qué carro, cuál, cómo saber de dónde son, del azul o el plateado, Así que no las suelta casi sin darse cuenta pero con cierto convencimiento. No las deja caer como cae ella sobre un costado esos chavos no estaban jugando le da por pensar y revive el escorzo del arma en el puño del perseguidor.
Ahora el llavero simula una flor de metal en medio de su palma.
EL BESO
Y en el último momento sintió la punta del acero en medio de sus omóplatos así que no se destrabó. No había lugar ni tiempo. Nada. Sólo estirar un poco los brazos y asirla suave por debajo de los hombros, en ese hueco al costado del seno que conocía tan bien.
Por eso no le importa lo que sobrevendrá. Demasiado dolor haberla amado así, cuando se la mandaron revisar como si fuera un paquete. Demasiada prisa había puesto antes al enredarse entre sus piernas. Al agarrarla de los pelos para poseerla desde los cuatro puntos cardinales. La orden se la sabía de memoria, para demostrar su lealtad hacerle el amor y luego sacrificarla. Un tiro en la nuca, le dijeron, o en la frente, como te guste más. Pero él prefirió devolver el arma, adelantar un paso y cubrirla con su cuerpo mientras le daba el beso de despedida.
A veces en estas historias, el amor se cuela por las rajaduras del miedo.
Coral Aguirre es dramaturga, narradora, ensayista y académica. Nació en Bahía Blanca Provincia de Buenos Aires, Argentina. Radica en Monterrey, Nuevo León. Ha recibido numerosos premios y su obra es ampliamente reconocida. Su más reciente libro Pasión y combate (FENL 2023)