Mientras jugaba con la bebida que pedí, observando lo espeso que había quedado la espuma blanca en la parte superior y el sabor concentrado del café en el fondo, dos mujeres se sentaron en la barra, muy cerca. Desconocidas entre sí, nos dispusimos a distraernos con el celular. Una práctica muy común. Hasta que alguna risilla oportuna rompía el silencio incómodo. De edades indefinibles, pero no mayores que yo, pasaban de red social a otra. Descubrí que en realidad sí se conocían, empezaron a compartirse publicaciones como intercambiar gustos.
De pronto una de ellas, la de cabello corto peinado de lado, emitió un suspiro y le mostró una publicación, “esta no te la mando”. “¿Ya lo bloqueaste?, preguntó al mismo tiempo que le mostraba la pantalla del celular.
La otra mujer miró con atención, su rostro cambió de repente. Observaba sin querer porque desde mi posición, en la curvatura de la barra, tenía visible toda la escena, además ellas aunque no hablaran a gritos era audible su conversación, no había nadie más en el lugar.
El mesero les llevó sus respectivas bebidas. La mujer que antes miraba la pantalla esquivó la mirada del mesero y dio las gracias. La otra, la de pelo corto, sin embargo le sonrió y pidió azúcar extra. No volvieron a decir palabra. Se dedicaron a escudriñar sus aparatos. El lugar lo llenábamos las tres, mientras el mesero se moría de aburrimiento.
“Es vergonzoso”, dijo de pronto la mujer x. La otra de pelo corto no alcanzó a escuchar y preguntó, “¿qué?”.
“Por qué le contarías al mundo tus infidelidades, ¿crees que es gracioso?, ¿una hazaña?, ¿cuál es el fin de humillar a la persona con quien viviste tanto tiempo?, ¿acaso no la conoce?, ¿no sabe cómo se sentiría?”.
La mujer de cabello corto hizo una pausa. Apagó su celular, dio una media vuelta para quedar de frente a su amiga, escuchaba con atención lo que la otra decía. La otra daba vueltas al café como si fuera a encontrar las respuestas a sus preguntas. Como un oráculo que está a punto de decir lo que quieres escuchar. Suspiraba y daba vueltas al café. La otra la miraba como si supiera que en algún momento algo inesperado pasaría.
“Pero amiga -dijo la de pelo corto- es su pequeño espectáculo. Dime si no. Siempre queriendo ser el centro de todo, tú misma lo dijiste sobre la otra publicación y los comentarios. Nadie quiere saber que la historia tiene dos lados, la tuya y la de él. Tú no has dicho nada y sin embargo medio mundo ya te juzga sin saber de ti, que eres tú. Es su goce y su destrucción. En cambio tú sufres en la comodidad, sin tener que explicarle al mundo quién es realmente”.
“Aún no sé cómo responder a eso”, dijo la mujer dando el primer sorbo de café.
“Tienes derecho al honor”, sentenció la de pelo corto. Terminaron su café, pagaron, tomaron sus cosas. La mujer x traía una carpeta con documentos tomó su bolso y salieron del establecimiento. Afuera la luz era brillante y el clima prometía cálido.
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INFANCIA I
A los seis años descubrí cómo canalizar mi ansiedad, al menos eso creo. Mis padres nos habían dejado el fin de semana en casa de los abuelos paternos. Creo que a la única que le molestaba era a mí. En esa casa no se podía jugar, correr, gritar. Había que hablar bajito para no interrumpir la tarde de mi abuela sentada frente al televisor. Mi abuelo huía después de la comida, con el pretexto de bajar los alimentos iniciaba una caminata que realmente ignorábamos hasta dónde lo llevaban sus pies, lejos de todo. La tarde se iba apagando y las luces no se encendían hasta la hora de la merienda. Por lo que la casa quedaba en penumbras, obligándonos a ir a la sala, donde mi abuela no se levantaba hasta terminada la barra de novelas.
Una tarde, después de una larga mañana de aburrimiento, me pusieron a lavar los trastes. Colocaron un banquito porque no alcanzaba todavía. Con un mandil que obviamente llegaba hasta el piso, recibí las indicaciones de cómo enjabonar, limpiar y colocar los trastes en el escurridor. Me pareció extraño, pero lo hice. Sorprendentemente el contacto con el agua y hacer algo manual me relajó, dejó de molestarme todo, hasta empecé a tararear una canción que escuché mucho en casa aquellos días, un tango que mi abuela materna solía cantar. Mi madre contaba que hasta fue a cantar a la W, una estación de radio famosa en su época de juventud.
Mi abuelo de regreso entró a la cocina, encontrándome en el puesto de lavatrastes, no dijo nada hasta que me escuchó tararear. Entonces sonrió diciendo: “muy bien, qué bueno que te agrade”. “Hazlo bien, hija”, salió y retomó su caminata. Lo miré por la ventana alejarse, no recuerdo que dijera nada más ese día. Lo que sí es que no volví a lavar los trastes en aquella casa, no sé por qué.
En esa cocina fui testigo por primera vez de la muerte de uno de los pollos que criaba mi abuela. De un ataque epiléptico de Hermila, quien ayudaba a mi abuela con la casa. Del trabajo de hacer totillas a mano, el mole en el metate y el pavo en navidad. Los abundantes platillos, todos preparados por mi abuela y Hermila, quien vivía en la casa como un miembro más, aunque su habitación quedaba fuera de la casa y era minúscula. Después de un segundo episodio de epilepsia no volvimos a verla mi hermano y yo. Mi abuela dejó de hacer muchas cosas, comenzó a envejecer, se volvió más agría y criticona; no la vi sonreír nunca, solo regaños salían de su boca. No era feliz. Nadie era feliz ahí. Yo huía igual que mi abuelo, cada que podía. Mientras mi hermano jugaba con su carro rojo de bomberos.
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Gabriela Velázquez Villegas nació en la Ciudad de México, el año de la primera nevada en la ciudad, 1967. Adquirió su primer libro, Belleza Negra de Anne Sewell, mientras se recuperaba en una sala de hospital. A partir de ahí recibiría libros como obsequio, Las mil y una noches, entre otros. Comenzó a escribir en la secundaria, como típica alma solitaria, consecuencia de las constantes mudanzas familiares. Deseaba estudiar cine, pero terminó en Europa a los 18 años. Trabajó en Genval y vivió París de noche. Cursó la carrera de Letras Hispánicas e Hispanoamericanas paralelo a la carrera de cine en la UDG. Comenzó a publicar en revistas y suplementos, así como sus primeros libros de cuentos y relatos. Incursionó como empresaria en el área de alimentos orgánicos. Se desempeña como docente desde hace varios años, así como mediadora de salas de lectura.