Bandera de rendición
Por Paola Escobar
—Yo le dije “señora, yo no abrí un frasco nuevo de mermelada”. ¿A vos te parece que se fije en eso? Además compra la mermelada más barata, la “Canale”, que no tiene gusto a nada. Yo cuando está de oferta compro “La Campagnola”, que es más rica. La de frambuesa o la de naranja. Las otras no tienen gusto a nada. ¡Mirá si me voy a comer su mermelada!
—Qué bárbaro fijarse en eso ¿no?
Anita charla con Gladys en el baño de la oficina, ya terminaron de limpiar los pisos con lavandina y están esperando que se sequen los cerámicos. Se sentaron un rato en las sillas que alguien dejó abandonadas hace un par de meses en el fondo, al lado de la ventana esmerilada. Las sillas tienen el respaldo flojo y las rueditas de las patas no giran bien.
Anita es la más joven, tiene veintitrés años y dos hijos chicos. Su pelo es de color amarillo canario, con las raíces muy oscuras. El uniforme de limpieza de color verde le queda demasiado suelto, la parte de arriba es una casaca de manga corta como la que usan los enfermeros y médicos en los hospitales, con escote en “V”, y la parte de abajo es un pantalón recto. A Gladys ambas partes le quedan extremadamente apretadas. Tan ajustadas que se le marca el elástico del corpiño y el de la bombacha. Gladys cumple cincuenta este año y a pesar de su cuerpo macizo y ancho, se mueve con agilidad y casi nunca se cansa en el trabajo. O al menos no lo dice. Anita le envidia la energía, será cuestión de costumbre, piensa. Porque Gladys hace más de veinte años que trabaja ahí.
Además de trabajar en la Secretaría, Anita limpia la casa de dos gemelas de unos ochenta años. Una de ellas es la mujer que controla los frascos de mermelada.
—Ayer me hizo lavar dos veces la vereda y la entrada de la casa. Está mal de la cabeza. Después me dijo que no use tanto detergente porque contamino el medioambiente. ¿Y con qué quiere que lave las veredas? ¿Con cera?
Exasperada, agita la cabeza como pidiendo que le den la razón, su cuerpo flaco es como un resorte en tensión. El flequillo se le despeina y ella lo reacomoda con la mano derecha. Tiene el esmalte rojo saltado en todas las uñas.
—A lo mejor te lo dijo dos veces porque una vez te lo dijo una gemela y la segunda vez te lo dijo la otra gemela.
Gladys se ríe con voz gruesa, agitando los hombros, la panza tiembla un poco acompañando la carcajada. Se ríe sin parar hasta que empieza a toser con espasmos. Sigue sentada un poco despatarrada con las piernas abiertas y estiradas, los talones apoyados en el piso, la casaca se le pega a los rollos de la cintura. Se mira las manos, nota que tiene la piel agrietada, a pesar de que usa los guantes de goma. El piso ya está seco pero le duele la espalda, si se queda sentada un rato más a lo mejor se le pasa.
—¿Viste lo que le pasó a la doctora Rosa? Se descompuso acá en la oficina y se murió en la ambulancia antes de llegar al hospital.
Anita la mira con los ojos marrones muy abiertos, se los pinta como Amy Winehouse, con dos pinceladas gruesas de color negro en los párpados superiores.
—No te lo puedo creer… A veces tomábamos mate con bizcochitos cuando la directora no nos veía. Me contaba de los nietos. Recopada esa mina. ¡Pobre mujer! ¿Habrá sufrido mucho?
— No sufrió nada porque ni se dio cuenta de lo que le estaba pasando, tuvo un ACV —dice Tere, que justo entra al baño y escucha la última parte de la conversación. Acota con el tono y las palabras que usaba cada vez que hablaba con personas como Gladys y Anita, quienes, a diferencia de ella, “no habían recibido educación”, como solía afirmar. Había hecho sus prácticas profesionales en una villa “con barro y olor a mierda”, decía. Siempre quiso ser maestra, pero en cambio estudió medicina, que le pareció una carrera mucho más difícil e importante porque estaba convencida de que solamente los médicos podían salvar vidas. Y cada vez que se le presentaba la ocasión, sacaba a relucir su cargo de coordinadora médica. Al hablar abre tanto la boca que deja ver toda la dentadura, que se había hecho blanquear años atrás, cuando dejó de fumar.
—Rosa se murió porque tenía sobrepeso y fumaba dos paquetes de cigarrillos por día. ¿Vos fumás? Me pareció oírte toser hace un rato
Se encierra en uno de los sanitarios para hacer pis, no cree que sea necesario aclarar qué es un ACV, todo el mundo lo sabe porque aparece en la tele todo el tiempo. Cuando termina se lava las manos y mira a Gladys, se detiene un rato en la panza sofocada debajo de la casaca. Termina de acomodarse la ropa frente al espejo y por más que haga fuerza para estirarla hacia abajo, la remera ajustada no logra cubrirle toda la barriga. Sale del baño con la ropa un poco torcida. Se siente satisfecha por haber cumplido con su “deber cívico”, como llamaba al hecho de señalarle a “una persona del común” que ponía en riesgo su vida si no se cuidaba.
Al salir Tere la puerta pesada se cierra lentamente. Gladys y Anita se quedan solas y en silencio. No entra nadie al baño por unos momentos y el aire no circula. Gladys siente que el tiempo no avanza, como si fuera un chicle que perdió el sabor. Anita se pone a repasar frenéticamente el espejo con una franela, no sabe por qué, pero algo le dice que es mejor que se mueva.
Gladys resopla, se para y apoya las manos en la cintura, siente puntadas en la parte baja de la espalda, y un sudor frío de impotencia que sabe que es pasajero. Se asoma al espejo y se mira de frente y le dice a su reflejo “bastante bien, dentro de todo”. “Yo terminé el secundario, no soy una ignorante, sé razonar”, se dice a sí misma. Piensa que tiene derecho a fumarse un cigarrillo en la terraza del edificio de vez en cuando.
Todavía examinándose en el espejo Gladys le dice de golpe a Anita:
—Cuando yo era chica pensaba que de grande todo iba a ser distinto. ¿No te pasó lo mismo?
Anita la mira sin mirar, se quedó pensando en eso de morirse en la oficina, en soledad, sin una mano amiga que sostenga su mano. Le cuesta seguir a su compañera y tiene hambre, es la hora de almorzar. Le dice a Gladys que el baño ya está listo, la apura para juntar la lavandina, el balde, los trapos. Ella odia comer a las corridas.
Después de reunir todos los elementos de limpieza las dos mujeres chequean que esté todo en orden y salen juntas del baño.
Llegando a la mitad del pasillo Gladys se da cuenta de que se olvidaron algo y vuelve a buscarlo. Es el secador de piso con un trapo desplegado encima en la punta. Quedó apoyado contra la pared junto a la ventana, como una bandera de rendición.
(En Piso trece (Barnacle, 2024))
Paola Escobar (Buenos Aires, 1971). Es Antropóloga social. Publicó «Piso trece (Barnacle, 2023), «Las cosas tal y como son» (Barnacle, 2022)e integró «Búsquedas: antología de escritores de San Isidro» (2011). Casi todas las mañanas escucha la canción “Mr. Blue Sky” de Electric Light Orchestra. @paola_escobar1971
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2
Por Gustavo Toba
La presión en las cervicales se había irradiado hacia el brazo izquierdo. Lo primero que me llamó la atención de las posturas fueron sus nombres, que en la mayoría de los casos implicaban una analogía. Eran imágenes que trataban de corresponderse con la figura que debía intentar el cuerpo. Muchas remitían al mundo animal (el perro, el águila, la liebre); otras llevaban la marca de un atributo diferente, que debía estar presente al menos como intención (el guerrero, el árbol, la montaña). Cada clase terminaba con la postura del cadáver, que la profesora definió como la más difícil de todas. Parecía simple comparada con las otras y en sus palabras presentí gato encerrado. Más adelante, sugirió que toda la práctica podía pensarse como una preparación para el cadáver: el cuerpo recostado sobre el piso, boca arriba, librado a su propio peso. La clave estaba en la capacidad de soltar el cuerpo. Una vez lograda la postura, sus palabras me ayudaban a aquietar los imperceptibles movimientos musculares. Quería dejar de pensar como un yo (“el sujeto absoluto que acompaña todas nuestras representaciones”), pero me daba cuenta de que era el trabajo de una vida. Decidí un día disfrutar el descanso, considerarlo un premio, como cuando era chico y me tiraba en la tierra después de una carrera. Unos meses más tarde, las clases ya me entretenían. Pensaba en eso cuando volvía a casa. En esas caminatas aparecía una sensación en la que, por decirlo de alguna manera, tomaba la parte por el todo. Algo en mí se sentía bien, sin saber si eso hablaba propiamente de mi persona como un conjunto. Quizás tuviese algo que ver con la postura del cadáver. Estoy tirado y, mientras intento relajarme, siento un vértigo. Hace segundos pensaba “estoy bien”, y ahora me doy cuenta de que no. La sensación se da como cuando en las películas un personaje abre una puerta y detiene una escena con un mensaje que trae de lejos: soy el desconocido que desde el fondo del salón toma la voz y congela el instante en que se sella una boda. En este caso, la irrupción se produce sin tener nada que decir. Alguien detiene la acción para luego quedarse quieto y mudo. La noche anterior había soñado. Estaba en una calle fría, con pendiente, y me deslizaba cuesta abajo en un automóvil. La palanca de cambio estaba suelta. Caía barranca abajo, lo cual me desesperaba. Pensé en Lucía que, fuera del sueño, estaba durmiendo al lado mío. Me desperté. Tomé una inspiración profunda y comencé a mover las muñecas, los dedos de los pies, las manos y los talones. “Solo y a tu tiempo, vas desarmando”, escuché que dijo la profesora.
(En 36 desintegraciones (Barnacle, 2023))
Gustavo Toba (Buenos Aires, 1973) Es licenciado en Letras. Publicó el disco Despedida (Metamúsica, 2015) y formó parte del grupo El pony infinito, con quienes grabó El pony infinito (2008). 36 desintegraciones es su primer libro publicado.
@gustavotova
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Siluetas
Por Pablo Atilio Sierra
Los dedos gruesos y curtidos de Daniel se entrelazan y liberan otra vez mientras progresa el relato. La imagen del mar helado y oscurísimo contrasta con el arroyo desbordado que afuera se lleva todo y con la lluvia que parece quebrar la chapa sobre nuestras cabezas. Las imágenes se superponen y se complementan.
Daniel es el sereno del camping de Salto del Tabay, que por estas horas se parece más a una catarata en horizontal que a un salto. A la hora que llegamos todavía no llovía, pero el arroyo ya estaba en plena crecida. La tormenta baja del norte, de la selva. Observamos absortos el espectáculo por varios minutos. También lo hacían, del lado de enfrente, desde el monte, tres indiecitos famélicos, inmóviles, ordenados de mayor a menor en escalera y vistiendo únicamente pantalones cortos de fútbol. “Ojo que estos se mandan para acá en cinco minutos y cuando te querés acordar te desvalijaron” dijo Daniel en vez de saludarnos. Después se presentó. Nos preguntamos cómo podrían cruzar con semejante crecida, pero no dijimos nada. Nos invitó a recorrer el camping. “No es el mejor día”, nos dijo. Estaba claro. Nos aconsejó que guardáramos la carpa para una mejor ocasión y evaluáramos pasar la noche en las cabañas. Tenía razón y le hicimos caso.
Mientras nos acomodábamos noté que a Iñaki le temblaban las manos. Es el anteúltimo día del año. En la ruta debió haber soñado algo porque vino repitiendo una frasecita de la Biblia. “Entonces aparecieron sobre sus cabezas lenguas como de fuego”. Se hizo evangélico hace algún tiempo, y cada tanto le vienen a la mente frases y las recita en voz baja, para sí mismo. Usa un tono particular, como si hubiera descubierto algo. Él debe vivirlo como una revelación. Al estar en esa sintonía, todo lo que le sucede es una confirmación de su fe. Al principio me molestaba, pero me acostumbré. Pasaron muchas cosas en el viaje que alteraron nuestro carácter, nos volvimos más silenciosos, más atentos, nos comunicamos de otra manera.
Luego de instalarnos fuimos a ver a Daniel a la despensa para pagarle y nos invitó una cerveza. Fumaba todo el tiempo. Hablamos de política, del Frente Renovador misionero, el cual integraba desde el 83, de que habían sido alfonsinistas, angelosistas, menemistas, duhalistas y kirchneristas, y ahora evaluaban un cambio de rumbo. “Yo me debo a mi gente” decía. “Nosotros vamos con el que nos cumple. No podemos volver acá y decirles a las viejas que no conseguimos nada.” Tenía bastante sentido.
Los dedos de Daniel están amarillentos de fumar sin parar. Cuando recuerda deja consumir el cigarrillo que en sus manos parece diminuto, y contempla el ventanal abierto con la vista perdida. Tiene tres hijos de entre nueve y catorce, dos chicas y un varón, que entran y salen haciendo mandados. Se apresuran ante la inminente llegada de la tormenta, y al concluir los quehaceres las chicas se sientan detrás del mostrador y el muchacho en la única banqueta libre, al lado del padre. Juega con una tablet de la que jamás levanta la vista, pero sigue las historias con atención y al parecer las conoce de memoria. La admiración de aquellas criaturas por su padre conmueve, y las historias son ciertamente atrapantes. Daniel resulta ser un gran narrador.
Le preguntamos si el río podría traer yacarés. Dice que sí, que es un arroyo, pero sí. Con este temporal baja de todo, incluso boas, pero los yacarés son “mansitos”. Nos miramos. Las chicas se sonríen discretamente. Nos sentimos cómodos, en familia. Es la primera vez en muchos días. Lo peligroso son las rayas, dice Daniel. Son agresivas, territoriales, pero nadan al ras, se confunden con el lecho. Si pensamos pescar sería recomendable hacerlo con botas. ¿Cómo podríamos pescar con el arroyo así crecido? Supongo que se refiere a otro día, a los bañados, por si bajamos a Corrientes. Porque los bichos que trae el temporal pueden llegar hasta allá. Pero nosotros venimos subiendo, vamos a las cataratas. Fortalezas de agua. Yo recuerdo mientras tanto un cuento de Quiroga sobre las rayas. Me acuerdo de la abuela. Ella me leía antes de dormir. El bosque no es como yo lo imaginaba entonces. Se parece más bien a un inmenso baldío.
—Se cayeron dos puentes. Uno en Oberá y otro acá en Aristóbulo.
Daniel se pone los anteojos, que hasta ahora le colgaban del cuello, y lee las noticias en la pantalla de su celular.
—La Miriam se quedó aislada allá arriba —le dice a los chicos. —Hay que mandarle una lancha. Al menos tiene señal.
Continúa mirando el celular con los anteojos puestos. Como los chicos no se movieron, se supone que se está encargando de pedir de la lancha. Daniel es una especie de puntero, si no entendí mal. Ha de saber a quién pedir favores y a dónde acudir para obtener una respuesta. Así seguimos un rato en silencio. No es un silencio para nada incómodo. Nosotros estamos acostumbrados a estar en silencio durante horas. Ahora está leyendo las noticias, comenta el mercado de pases. Afuera estallan los truenos cada vez más fuerte. La tormenta se acerca, pero aún no llegó.
De pronto Daniel ve algo en la pantalla que le llama la atención y se detiene allí. Abre la boca para decir algo, pero no lo dice. Se baja los anteojos y le muestra el celular al muchacho. “Mirá, Daniel”. El chico se sonríe. Nosotros miramos expectantes a Daniel padre, invitándolo a hablar. Un viento temerario desciende del monte haciendo sonar la vegetación a su paso, como un presagio. Daniel se toma su tiempo, enciende un cigarrillo con un fósforo humedecido. La llegada inminente del temporal no parece inquietarlo.
—Están terminando de restaurar el Irizar. Se prendió fuego hace unos años. Una pena. Yo lo conocí en su esplendor.
El muchacho alza las cejas: ya sabe hacia dónde vamos.
—¿Usted estuvo en el Almirante Irizar? —pregunto como corresponde. Le doy la pausa para pitar y hacer misterio.
—Es una ciudad. Una ciudad flotante. Nueve meses estuve en el mar y no terminé de recorrerlo. Miles y miles de toneladas de acero. Un coloso. Ya no hay cosas así. Lo hicieron los noruegos, pero ni ellos deben tener uno tan bueno hoy día. En los dos rescates que me tocó presenciar no había en toda la Península Antártica otro que quebrara el hielo como el Irizar, eso se lo puedo asegurar.
—Los nuevos tienen otro sistema, ¿no? Se abren paso. No rompen.
Asiente.
—Fue en el año 79. Yo hice la colimba el año anterior, en Bahía. Me tocó Marina que son dos años, pero como me eligieron mejor colimba del 78 me dieron la oportunidad de hacer el resto en la Antártida. Dejé todo y me fui para allá. Tenía una noviecita, Mercedes. No me lo perdonó. Nos íbamos a casar cuando yo terminara, pero me dijo que de ninguna manera. Es increíble que uno a esa edad piense que puede resolver el resto de su vida. Yo a estos les insisto en que no hagan locuras, que la piensen bien el día de mañana, que convivan primero, que la vida es larga. Está bien que ahora es más fácil arrepentirse. En fin, que si ella no se ponía en terca y nos casábamos, vaya uno a saber, estos tres no estaban hoy acá.
Los seis ojitos suben y bajan. La idea de no existir no parece divertirlos.
—Las noches sobre el océano eran el silencio absoluto, la oscuridad total. En la época de más calor, cuando pasaban los cero grados, se levantaban las olas. Iban quebrando el hielo de a poco, cada vez más, hasta que los bloques se terminaban de recortar y ahí empezaban a subir y bajar, primero despacio y cada vez más fuerte. Es un sonido, como decirte, un edificio que se desploma. Y una vez que se soltaban las olas parecían vivas, paredes negras. Levantaban pedazos de hielo brillantes. Si había luna llena uno no los podía mirar directamente. Yo no le puedo explicar, algunos eran como decirle, esa pared de grandes. ¡Y gruesos! El mar los tiraba encima que parecía que nos íbamos a pique. Pero no, aguantaba. Aguantaba nomás. Y lo peor eran esas noches cerradas en pleno invierno, sin luna, cabalgando el hielo en cámara lenta. Yo no dormía. Fumaba y miraba. No miraba nada: el vacío, el fin del mundo, un horizonte de luz blanca que desaparecía y aparecía de nuevo cuando se quebraba el piso a los pies del Irizar. El crepitar del hielo era tan grave, tan lento, que no molestaba, no cortaba el silencio. Temblaba todo, pero uno se acostumbraba. Y después de nuevo el silencio, la noche negra, el horizonte blanco que se iba perdiendo.
La pausa se prolonga más de lo habitual. Los ojos viejos y cansados de Daniel se pierden en el recuerdo. La tensión en la respiración de los chicos me indica que llegamos al clímax.
—Una noche vi a un tipo. Una persona.
—¿En el hielo?
Daniel asiente, enciende otro cigarrillo. Saborea el humo con la mirada perdida. Los ojos brillan como si fuera a llorar, pero no llora. Hasta la tormenta parece haberse callado.
—A no más de… dos kilómetros. Menos. Parado en el hielo. Un tipo de estatura normal, con boina y sobretodo. Lo seguí con la vista todo el tiempo hasta que se elevó la proa y perdí el horizonte. Fueron como diez minutos. Lo juro por mis hijos: hasta le vi la respiración.
La voz de Daniel parece quebrarse al pronunciar esta última frase. Pero está todo ensayado: lo advierto porque el muchacho mueve los labios, anticipándose apenas al relato, tantas veces lo habrá escuchado. La gravedad en la mirada no es propia de su edad.
—No le conté a nadie. No quería que me tomaran por loco. No se gaste en preguntar si no sería un pingüino, una foca o algo así. No estaba tan lejos, lo vi bien y durante un rato largo. Estoy seguro. Un tipo parado en medio del océano congelado. Debían de hacer veinte grados bajo cero, por lo menos.
Se hace un silencio interminable, cómplice, funcional, que se corta con el estallido ensordecedor de un trueno. La mirada de Daniel sigue perdida en aquel horizonte blanco, no parece haber escuchado el trueno, pero inmediatamente y sin enfocar la vista se refiere a eso:
—Debe haber caído en el monte, acá nomás. Es la peor crecida que veo desde el 87. Esa vez tuvimos que evacuar.
En la mirada de Iñaki se adivina una pregunta, un temor. Se estará preguntando cómo es que vamos a evacuar, si Daniel conseguirá lanchas para todos. El arroyo corre demasiado rápido como para crecer hacia las márgenes, pero el caudal no para de aumentar, y el mismo Daniel acaba de hablar de evacuación. Yo estoy intranquilo también. No es que la idea del arroyo devorando el camping en la madrugada no me haga sonar las tripas de miedo. Es que no puedo situarme del todo. No puedo dejar de ver la figura espectral en la nada blanca, respirando. Daniel sacude la cabeza, suspira, retoma el relato con un tono más sereno. Por el tono y el gesto, adivino que está llegando al final. Los cachorros se desperezan. Se libera la tensión.
—En el 79 también me eligieron mejor colimba. Me ofrecieron hacer un año más en la fragata Libertad, dar la vuelta al mundo. Y salía ya con grado para hacer carrera, cobrando. Cobrando bien.
—¿Y lo hizo? ¿Dio la vuelta al mundo?
A Iñaki parece irritarle mi excesivo interés. Vista de afuera, la charla se ha tornado algo densa, con el séquito de niños asintiendo y todo. Daniel no responde. En su lugar el muchacho niega con la cabeza. Iñaki contempla con furia el techo que parece desmoronarse.
—Demasiadas aventuras.
No es claro si la última frase viene a completar la historia o es más bien una invitación a retirarnos, porque al mismo tiempo Daniel se pone de pie con esfuerzo. La cabeza nos da vueltas por el humo, la historia y los relámpagos que se volvieron intermitentes. Lo mejor será correr hacia la cabaña cuanto antes.
Atravesamos doscientos metros de barro en total oscuridad. El resto de los campistas parece haberse marchado, o no los vemos. Una cortina de agua nos cubre la visión, como en las películas sobre Vietnam.
Al entrar notamos el aire viciado. Encendemos la luz, pero está cortada. Usamos la linterna del celular. Las camas están deshechas, enchastradas de barro, las paredes también embarradas por manos pequeñas, los bolsos revueltos. Hacemos el inventario rápidamente. Faltan la plata, algo de ropa y las zapatillas. Todo el resto tirado por el piso. Miro a Iñaki con ternura. Pensé que iba a decir“Los he pisoteado en mi enojo; los he aplastado en mi ira. Su sangre salpicó mis vestidos, y me manché toda la ropa.” Pero calla.
También en esto Daniel tenía razón. Debimos haber dejado la puerta con llave.
(En Algo se va a romper (Barnacle, 2023))
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Pablo Atilio Sierra (San Miguel, Provincia de Buenos Aires, 1985). Es Profesor de Historia por la UBA, especializado en esoterismo (magia, astrología, alquimia, etc.) y en fenómenos vinculados, como caza de brujas y exorcismos. Ha publicado al respecto un artículo y un par de ponencias. Actualmente se desempeña como docente y cursa estudios de posgrado en la UNSAM.
En materia literaria, se formó en los talleres de Elizabeth Lerner, y ha publicado dos cuentos: «Esa palabra» (Maten al mensajero) y «Dolores» (Kamikaze).
En 2021 publicó su primera novela, «Los escondites» (Clara Beter) y en 2023 el volumen de cuentos “Algo se va a romper (Barnacle).
Es padre de un niño de once años, militante trotskista, aficionado al cine y el deporte.
@pablo_sierra__