El invierno y yo difícilmente nos llevamos bien. Un hueco en mi pecho exige que lo aniquile o lo llene de serotonina de cualquier forma. No hay razón para llorar, tampoco para sonreír. La cama estorba tanto como levantarse, en especial durante las mañanas nubladas. Hay días en que no hay opción, no estoy lo suficiente abatida para no abandonar la clinofilia, el sueño se ha ido a pesar de que la noche anterior Morfeo decidió llevárselo de fiesta, dejándome a mí dando vueltas en la cama.
Desde la adolescencia enero, febrero y marzo son meses en que existir pesa más de la cuenta, salvo excepciones en que se presentan acontecimientos o exabruptos que me hacen querer salir corriendo a brincar de alegría y acelerar el paso del tiempo, eso ocurre cuando siento que en una conversación se da la verdadera esencia de la comunicación aunada a su origen etimológico: comunicare, que significa poner en común. De ahí subyace la conexión y hasta cierta solidaridad en la que rápidamente, tengo la percepción de no estar sola en esto de padecer la tortura emocional de andar cabizbaja y feliz a ratos con el escenario del frío, lluvia y días en que las nubes tapizan el cielo.
El tercer lunes de enero se celebra el Blue Monday, que de acuerdo con expertos se considera, debido al clima, la cuesta económica de enero y la exigencia de avanzar en los propósitos de año nuevo. La historia de esta fecha es curiosa puesto que, en 2005, el psicólogo Cliff Arnall diseñó una campaña publicitaria para la compañía de viajes Sky Travel y terminó creando una fórmula pseudocientífica para calcular el peor día del año, la cual fue criticada por expertos al carecer de fundamento matemático justificada con el consumismo y excesos de navidad y año nuevo, así como sentirse atrapado en metas complicadas que se recuerdan con desánimo.
El Blue Monday funciona para normalizar la tristeza e incluso hasta para burlarnos de ella, como un meme que vi hace poco en redes sociales en el que un paciente en terapia le expone al psicólogo: “I feel kind of blue”, y él le responde “You have Miles Davis”. En 1959 Miles Davis lanzó Kind of blue, un álbum en el que el trompetista estadounidense a través de su parsimonia musical, creó sonidos en el que la melodía, los silencios y ritmos presagiaban una despedida a uno de los conjuntos jazzísticos en la década de los cincuenta. En aquel entonces, la segregación racial surgía fuertemente, tanto que Bill Evans, el único integrante blanco de la banda, recibió junto con Davis muchas críticas por pertenecer al grupo, por lo que mejor optó por abandonar la agrupación y comenzó a crear música en otra banda liderada por él.
Davis confesó en su autobiografía que en Kind of Blue buscaba espontaneidad en la interpretación. He ahí una de las características de la tristeza, peca de imprudente e indiscreta, llega con una naturalidad que una vez que comienza es difícil detenerla, salvo que se tenga experiencia en recurrir al baño, la habitación, algún espacio privado o caminar con lágrimas como acompañante oficial, en pocas palabras darle su lugar al desconsuelo y saber cuándo ponerle pausa. Pero no todos tienen dominio en el arte de controlar emociones.
Hay una comparación misógina muy popular que desde pequeña escuchaba entre familiares, amigos e incluso en la televisión. El estado de ánimo de las mujeres se comporta como el clima, cambia a cada rato. No se sabe qué esperar a pesar de los diagnósticos, el día del mes, el momento del ciclo menstrual, algún fenómeno astrológico, si durmió mucho o poco, si lleva algún tratamiento psiquiátrico o si ocurrió algún acontecimiento que influya en sus emociones. De la alegría a la irritabilidad en un santiamén, de la irritabilidad a la tristeza en un estallido de pensamientos catastrofistas. Todo puede suceder.
Desde el surgimiento de la nueva normalidad, tras el Covid-19, duermo en pausas y tristeo por temporadas. No pienso en nada en particular. Simplemente hay noches en que a las dos o tres de la mañana me despierto y batallo en volver a conciliar el sueño. Otras ocasiones unas ganas inmensas de orinar me interrumpen el descanso. Otros días, plácidamente duermo seis horas corridas y es mucha felicidad para mí, un banquete de melatonina al que cedo triunfal.
En 2021 me diagnosticaron un trastorno que juega con la bioquímica de mi cerebro, pero también el miedo al abandono. He aprendido a subsanarlo y dejarlo fluir. Aunque hay días que lo ignoro, se me olvida. En especial en momentos en que la manía se apodera de mí y cualquier razón basta para creer en la felicidad. Lo importante es mantenerse funcional, hacer ejercicio, mantener una buena alimentación y encontrar alguna razón para levantarse y no sucumbir a la neurosis.
En palabras de Angeles Mastretta, tristear es una actitud irracional, sin duda, un estado del alma que no necesariamente es estar entristecido, es que la tristeza se meta en nosotros y se ponga a conjugar su actividad sin nuestro permiso. Tristear es sentir el ocio como una maldición y sin embargo saberse incapaz de hacer algo útil, tristear es tener hambre acabando de comer, es urgencia de una comedia musical, de un clásico que ya hayamos visto, pero que desearíamos no conocer para enfrentarlo con la inocencia de la primera vez.
Cuando más tristeo, es en invierno, en especial durante las vacaciones cuando no hay viaje o paseo, aunque hay días atinados en que la creatividad o ganas de hacer cosas sale a flote. Normalmente viene la depuración de ropa y libros a lo Marie Kondo. Miro el objeto y me pregunto si me hace feliz. Hay veces que la respuesta tarda en llegar. La mente como hámster en un laberinto tiene tiempo para darle rienda a la ociosidad que tiene su lado amable y también su lado oscuro, que he conocido en más de una ocasión. Para hacerles frente o esquivar los pensamientos que me restan tranquilidad me sumerjo en el sofá por horas viendo series que ya vi en busca de certidumbre al saber cómo concluyen esas historias o busco fragmentos textuales que me distraigan de mi letargo lúgubre y me inspiren a escribir después.
Sé que sobreviviré al transcurso del invierno, mientras haya algo que ver, leer, escribir, pero sobretodo haya algo que experimentar, un lugar nuevo o paisajes que visitar. Eso, la venida de los días soleados y tener cosas que hacer. Acciones que lleven hacia un destino o una meta, pese al desánimo.
Todo intento de solución está dicho en infinitivo, menos la incertidumbre de saber si mi madre sufrió en los últimos meses de embarazo cuando me esperaba, pues se cree que las emociones contenidas en ese tiempo probablemente se transmiten al bebé y habitan en alguna parte de su ser, quizá esa idea sea mero pretexto para justificar el trastorno afectivo estacional, una racha de tristeza, un objeto de estudio de constelaciones familiares. Apología al absurdo.
Marcela Serrano dice que el invierno consuela porque una se hace un ovillo sobre sí misma, se protege, observa y reflexiona. En esa estación se puede pensar de verdad. El frío se vuelve patrocinador de la nostalgia, de la tristeza, pero también alberga la esperanza de que el blue Monday, all Winter pasará.
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Alicia González Castro. Escritora independiente, tallerista y docente en Colegio de Bachilleres. Ha publicado en antologías nacionales e internacionales en los géneros de poesía y narrativa. Su más reciente publicación es: Border Women, Mujeres al borde, su primer libro de cuentos. Actualmente se dedica a la enseñanza, alimentar su página de fb El rincón de la Taciturna feliz y escribe su segundo libro de cuentos.