Mi juventud estuvo matizada por las lecturas que entonces hacía de Bertrand Russell (1872-1970). En los años 80 admiré su lucidez y su erudición, su ateísmo argumentado y, sobre todo, junto a Jean-Paul Sartre –en el memorable Tribunal Russell, conocido también como Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra–, su férrea oposición a la utilización de armamento nuclear.
Escasos y caros, sus libros eran difíciles de conseguir. Las novedades en provincia son cuento viejo. Recuerdo haber adquirido Bertrand Russell. Antología, selección de Fernanda Navarro y prólogo de Luis Villoro, en Siglo XXI Editores, una cómoda, bella y memorable treceava edición.
Amarilla, con cuatro pincelazos en la tapa, que van del azul al verde claro, pasando por el violeta y el verde oscuro, fue mi libro de cabecera de aquel entonces. El autor que, al lado de Camus, me desvelaba. Ya había leído de Russell Por qué no soy cristiano, haciendo cruda y ruidosa apología de su contenido. La conquista de la felicidad vino a definir el acercamiento que rehuía a ese estado del ser el cual consideraba no tenía derecho la puta humanidad.
Cuando el filósofo Ludwig Wittgenstein se desemboca en afirmar que “los argumentos no hacen más que perjudicar la belleza de una idea”, que ante su presencia le daba la sensación de “estar tocando una flor con las manos sucias”, Russell antepone que el autor de Tratactus Logico-Philosophicus tiene una impenetrable coraza de acero ante todos los ataques del pensamiento racional, que “hablar con él es una verdadera pérdida de tiempo”.
Si de alguien he aprendido un poco de la exposición argumentada es precisamente de Bertrand Russell (haga usted la prueba de leerlo bajo este referente y sabrá por qué mi navaja baila con crueldad cuando sonrío). ¿Cuántas veces ha sucedido que nuestro contrincante, lejos de ser un encumbrado Wittgenstein, sólo le interesan sus propias racionalizaciones? Negado al planteamiento de argumentos, no importando la avalancha que lo cubre y neurotiza, siempre cree contar con la vastedad de la razón, desmarcándose del área dónde el diálogo, el debate, la controversia o la filosofía resultan verdaderamente eficaces.
¿Por qué este Russell tardío? Se lo diré. Hace un par de días un amigo me preguntó (Botello) si me sonaba el nombre de Günther Anders, a lo cual respondí que lo desconocía por completo, lo cual me obligo a indagar sobre su origen, su obra y su correspondencia. Y bien digo “correspondencia”, porque efectivamente le había leído algunas cartas que intercambiara con su joven esposa, Hannah Arendt, publicadas en Una correspondencia en discordia, y, desde luego, había picoteado La batalla de las cerezas, la historia de amor Hannah y Anders, una delicia de jugos y palabras.
Pero al sumergirme en el libro El piloto de Hiroshima, más allá de los límites de la conciencia, las cartas entre Claude Eatherly y Günther Anders, lo primero que observo es el prefacio de Bertrand Russell: “El caso Eatherly no constituye solamente una terrible e infinita injusticia hacia un individuo, sino que simboliza también el delirio suicida de nuestra época. Nadie que haya leído sin prejuicios las cartas de Eatherly podrá dudar de su salud mental, y me resulta muy difícil creer que los médicos que diagnosticaron su demencia estuvieran convencidos de lo acertado de este diagnóstico”.
Eatherly, quien soltó la bomba atómica en Hiroshima –y que no reconoció su acto como una heroicidad–, fue sentenciado a permanecer encerrado de por vida en un manicomio: “El único error de Eatherly fue arrepentirse de su participación relativamente inocente en la brutal masacre –refiere Russell–. Es posible que los métodos que siguió para despertar la conciencia de sus contemporáneos sobre el delirio de nuestra época no fueran siempre los más acertados, pero los motivos de su acción merecen la admiración de todos aquellos que todavía son capaces de albergar sentimientos humanos. Sus contemporáneos estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero, cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena. Espero que la publicación del caso logre convencer a las autoridades para que le den un tratamiento más justo, y que éstas harán cuanto esté en sus manos para reparar la injusticia que se le ha infligido”.
¿Qué tragedia exige la humanidad, antes de disolverse en la nada, para reconocerse responsable de sus crímenes?
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