Antonieta Rivas Mercado fue una de las mujeres mexicanas más activas e influyentes en la cultura después de la Revolución. Dejó huella como actriz y promotora de arte, además fue una aguerrida defensora de los derechos de la mujer; también se le recuerda por su paso en la política y las letras.
Nació en 1900 en la Ciudad de México y desde pequeña recibió mucho más educación de la que obtenía el promedio de las mexicanas. Su primeros contactos con el arte fueron con la danza, por lo que tuvo la oportunidad de dedicarse de forma profesional al ballet en la Ópera de París, pero su padre se lo impidió porque no la quiso dejar sola en la capital francesa.
Le tocaron vivir momentos históricos. Estalló la Revolución Mexicana cuando Antonieta era una niña, y tuvo que madurar a muy temprana edad luego de que su madre se fuera a Europa para seguir a su amante.
Fue hija del célebre arquitecto Antonio Rivas Mercado, autor de El Ángel de la Independencia y de otros monumentos y edificios históricos realizados durante el porfiriato. Los recursos económicos en casa eran abultados y las conexiones que su padre tenía en el país y fuera de la nación, le permitieron formarse en la cultura.
Fundó el Teatro Ulises y formó el patronato para la Orquesta Sinfónica de México bajo la dirección de Carlos Chávez. Además, se convirtió en impulsora de personajes como Andrés Henestrosa, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Gilberto Owen, Celestino Gorostiza, María Tereza Montoya, Clementina Otero, Carlos Luquín, Jiménez Rueda y el pintor Manuel Rodríguez Lozano, quien de acuerdo con críticos de arte, fue su amor platónico.
Se casó muy joven, cuando apenas a los 18 años de edad, en 1918. Su esposo, Albert Edward Blair (1890) era un ciudadano británico que vivió en tierras estadounidenses desde que era un niño. Blair era conservador y muy amigo de la familia Madero. Aunque tuvieron un hijo en 1919, el matrimonio no funcionó, en parte porque Antonieta tenía amistades con personajes identificados con la izquierda radical, como el pintor Diego Rivera.
En los años posteriores, luego del divorcio, la artista empezo a padecer depresiones debido a los problemas legales que enfrentó con el inglés por la custodia por su hijo.
Si primero había sido el golpe por la partida de su madre a Europa, vino otro descalabro en 1927, cuando murió su padre, algo que la atormentaría demasiado.
Rápido corrió el rumor de que tenía una relación amorosa con José Vasconcelos, cuando éste fue candidato presidencial. Ella era la cronista de la campaña.
En junio de 1930, ante la sentencia desfavorable de su divorcio, salió del país con el fin de evitar que le quitaran a su hijo. Viajó a Estados Unidos y de ahí a Francia. El 12 de octubre de 1930, Antonieta se instaló con su hijo en Burdeos. En esta ciudad, Antonieta intentó llevar una vida normal, su hijo asistía a la escuela, y ella se dedicó la mayor parte del tiempo a estudiar y a escribir.
La mayoría de los conocedores de la obra y vida de la artista mexicana, coincide en que en algún punto de la Ciudad de las Luces, ella cuestionó a Vasconcelos, palabras más, palabras menos: “Dime si en verdad me necesitas”.
La verdad era que a Vasconcelos, personaje de la política mexicana, no le convenía un escándalo de esas proporciones. Ella prácticamente fue ocultada de la historia oficial de las letras mexicanas.
“Ningún alma necesita de otra. Nadie, ni hombre ni mujer necesita más que a Dios; cada uno tiene su destino comprometido con el creador”, le respondió.
Esas palabras habrían calado hasta las entrañas de Antonieta, por lo que al día siguiente enfiló a la Catedral de Notre Dame. Se sentó en el extremo izquierdo de una banca, luego se hincó y frente a la imagen de Jesús crucificado, sacó un arma y se disparó en el pecho. Era la pistola que Vasconcelos llevaba durante la campaña electoral en México.
Sucedió el 11 de febrero de 1931, a sus 31 años de edad. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Thiai, pero en 1936, cuando expiró la concesión de su tumba, sus restos terminaron en la fosa común. El hecho de haber terminado así y que Vasconcelos no hiciera nada por traerla a México, explica muy bien su posición y remarcan esas palabras que le había dicho una noche antes del suicidio.
El año previo a que se quitara la vida comenzó a escribir un diario. La primera página está fechada el 6 de noviembre de 1930. A lo largo de los apuntes, que después fueron recopilados como Obras Completas, plasmó críticas sobre la vida de las mujeres mexicanas y parte de su dolor.
En esos textos escribió muchos de los planes que tenía con Vasconcelos, como uno fechado el 31 de diciembre de 1930:
“Me siento radiar felicidad. Mañana, en una revisión de 10 páginas, habré terminado mi deuda con México. La democracia en bancarrota. La he hecho en 2 meses y seis días. Me siento ligera, luminosa, etérea, liberada de un peso, pronta a volar a mi propia creación: El que huía. En este libro cuyo manuscrito termino he dicho verdad, sólo verdad, y sé que habla la mirada que contempla desde la altura y el corazón que ama. Amo a México con dolor que nada calma y por eso, como consecuencia de mi amor, no, no amé, a Pepe, porque era el símbolo de lo mejor, de lo redimible entre nosotros y lo que confirma esto es que no obstante el fracaso personal, las deficiencias múltiples, las rodadas profundas que hacen su sentimiento casi intransitable, sé que le pertenezco.
He pensado en la humildad necesaria para aceptar marido. Sé que como quien arranca las malas yerbas he de decirle cuánto me ha hecho nacer sobre el corazón, si lo resiste, será prueba saludable, si no, mantendré una relación puramente intelectual. Él necesita de mí más que yo de él y lo sabe. Tengo el encanto de un espíritu poco común, una belleza cuyo sabor espiritual y exótico retiene, y un cuerpo cuya pasión potencial exalta. La relación marital con un hombre que, aun cuando choque a mi sentir una y mil veces, será mi salvación de toda relación pasajera a la cual mi temperamento, incómodamente, porque lo respeto, es una fórmula que purifica. Si fuera capaz de continencia absoluta, no habría de preocuparme, pero mis sentidos, pasionales, me arrastrarían en súbito desfallecimiento, para callar su hambre. Y Pepe es solución digna, tanto más que ahora, como nunca, me influencia físicamente el macho. Su presencia me humedece, subyuga y retiene”.
La última anotación del diario la hizo el 22 de enero de 1931, unos días antes de que terminara con su vida, y dio en esa página un aviso de lo que haría en la catedral francesa:
“He decidido acabar -no lo haré en el hotel para no comprometer a los que me han ayudado […] Ya está en mi poder la pistola que saqué de entre los libros del baúl de Vasconcelos. Es la que lo acompañó en toda la gira electoral”.
Sus textos, que forman parte de Diario de Burdeos, fueron escritos en una pensión bajo la protección de una familia que la estimaba mucho. En las primeras páginas se asomó la gran autora que fue:
“Intentar escribir un diario privado equivale a confesarse y para ello la contrición es necesaria. Hace años que, a sabiendas, los diversos diarios comenzados retenían el móvil hondo, inconfeso. Y no que lo tuviera que decir fuera inconfesable, sino que pesaba el temor que alguien, y ese alguien era mi marido, llegara a entrar en posesión de mis secretos, aun cuando éstos, era el caso de Enrique, corrieran la calle. Aquel auto de fe de mi diario y mis libros en que dejo la huella de una prohibición, limitación que ahora es preciso vengar si quiero llegar a escribir con la verdad, única justificación de ponerme a escribir. Esa verdad que lleva uno dentro, que alimenta, teme y adora. Esta verdad íntima, difícil de forzar como una virgen¨.
Se trataba de una confesión que terminaría siendo parte de una obra literaria, una confesión que sería entre cosas, para:
“No seguirme abandonando a la deriva, a la desesperación de estar viva, viviendo una vida que no quería y que me embargaba y enloquecía; para no ceder a mi pasión, para no oír más el reproche de mi otro yo, ni el castigo de mi inteligencia cayendo sobre mis sentidos en el instante en que éstos, dormidos, no reclamaban ya su parte; para no tener conciencia de que todo lo destruía; para huir de mi propia pasión de seguir siendo juguete de un amor que no sancionaba”.
Más que un ejercicio de autoconocimiento y tatuaje emocional, El Diario de Burdeos, es un ejercicio de escritura del género diarístico.