La casa desde siempre tuvo un olor a viejo, pero no de ese viejo de los lugares abandonados, sino como el aroma que sueltan los libros antiguos cuando se abren. El tragaluz seguía iluminando la sala y el comedor mostraba la pintura de las paredes que se levantaba por las ámpulas de salitre que jamás se pudieron eliminar. Los sonidos del piso de madera me recibieron como viejos amigos, como si juntos intercambiáramos recuerdos dulces de años pasados.
Pienso que el departamento que escogí para estudiar en Inglaterra se parecía mucho a la casa en sus acabados: viejo y elegante, confortable. Sólo faltaban mi abuela y los gritos de los nietos. Me fui durante mucho tiempo.
El poco polvo que estaba en el ambiente despertó al monstruo que se esconde en mis pulmones y empecé a toser. La tos asfixiaba los recuerdos que había conseguido recuperar después de traspasar el umbral de la casa de mi abuela. Nunca fumé, no al menos con seriedad o con necesidad. A lo mucho, probé aquellos cigarros que se llevan a escondidas en el recreo de la secundaria, o ese cigarro que se prende a lado de alguna chica en las afueras de algún bar. Aún pienso que mi cáncer en los pulmones es un chiste pesado de Dios; no fue suficiente para él, castigarme con un asma infantil que tantas veces me arrastró al borde de la muerte.
Como pude, fui controlando la tos. Mientras hacía los ejercicios de respiración que me recomendó el oncólogo, entre las inhalaciones y las exhalaciones distinguí un olor dulce y familiar que no me fue posible descifrar en ese momento, sobre todo porque a veces las medicinas me dejan gustos extraños en las vías respiratorias. Caminé hacia la cocina y ahí estaba ella, mi abuela. Arrancaba con cuidado los pétalos de un ramo de bugambilias y los soltaba lentamente en el interior de una cacerola de agua hirviendo. ¡Ese era el olor! El té de flores moradas que me preparaba siempre que me sentía mal.
Su cabello lucía blanco y rizado, como recién salido del salón de belleza. Traía puestos los aretes de oro que le regalé en su cumpleaños y secaba sus manos constantemente en su delantal. Algunos pensaban que nunca se lo cambiaba, pero la verdad era que tenía muchos iguales, del mismo modelo y color para no perder tiempo en escoger su ropa.
Levantó con un trapo el traste y a través de una coladera, con su mano temblorosa, y sin derramar una sola gota, vació el contenido dentro de una taza. Con una cucharita mezcló el contenido y el sonido de la taza y el metal hicieron eco en los otros trastes del cuarto. Pude ver su anillo de casada, ese que quedó atrapado en su dedo cuando la artritis empezó a ganar terreno en sus huesos.
Luego de agitar el té, lo dejó sobre la mesita de la cocina. Salió de ahí sin dirigirme la mirada, aún estaba enojada conmigo. Levanté la taza y el vapor de las bugambilias recorrió mi cuerpo. El líquido caliente relajó mis pulmones y pude disfrutar del sabor de la miel. La fórmula también tenía un poco de ajo, pero casi no se percibía en el paladar.
Lloré aliviado. Lloré tanto y tan profundamente que durante algunos instantes olvidé que mi abuela había muerto hacía diez años y no había podido venir a despedirme de ella.
——————————————–
Enrique Adonis R.M. (CDMX, 1984) Cuenta con estudios en Letras Clásicas por la UNAM y en Creación Literaria por el INBAL y la UACM. Ha sido ganador del Premio Nacional al Estudiante Universitario, del premio Los Excéntricos II y del 2° lugar del Concurso de Cuentos Sobre Alebrijes. También ha sido reconocido con menciones honoríficas en los premios nacionales de cuento Amparo Dávila y Beatriz Espejo, así como en el Concurso Internacional de Narrativa Infantil y Juvenil, Invenciones. Entre sus publicaciones destacan La Mosca (Libros Pimienta); La Ofrenda (Ficticia) y H2O (Nostra), libro que también cuenta con una traducción al coreano.