El mesero que trabajaba de dueño en ese café de Tapachula me preguntó qué significaba mi nombre. Callé. Hay ciertas cosas que comparto con pocas personas como la cama y el significado de mi nombre. Luego vi que en el gafete que pendía de su camisa negra decía ‘Ahmed’. Tu nombre -le expliqué- es un apócope del profeta Mohamed, de origen árabe, el mío no significa lo mismo porque termina con T y es de orígen hebreo. Calló.
Ese homúnculo con una D al final de su nombre me miró receloso. Se deslizó el cubreboca hasta la altura de la barbilla, bajo el cual ocultaba un acento oriental evidente, y una barba espesa como sus pensamientos.
Me sirvió un kebab. Y volvió a preguntar el significado, ahora con una mirada más lírica como las páginas abiertas de las Mil y una noches. Yo fingía jugar ajedrez con Luis que pidió el juego de mesa para cuadricular su ocio. Recordé secretamente que alfil significa elefante en árabe (o al menos esos creía) Gustavo callaba sin sabiduría. Devoré ese pan de pita con vegetales.
Ahmed se acercó, develó su seño fruncido tras el cubrebocas y preguntó de nuevo: ‘qué significa tu nombre’, ahora como si fuera un tenso agente de aduana. Mis amigos sonreían, pero yo sabía que si no respondía, ni la destrucción del templo de Salomón me sería más amarga que aquélla noche.
Lo miré a los ojos de obsidiana y respondí: ‘vida’. Vida -preguntó- casi exigiendo que le contara todo el relato. Aleph, mem, hei y tav -continué- son las letras de mi nombre. Judá León las permutó, las contó, las sopesó… le conté la leyenda de Der Gólem. En ese relato -concluí- está inspirado el Frankenstein de Mary Shelley y mi nombre.
El Ahmed sin T (la T es la letra de la muerte en la cabalá) no sonrió, no pujó, no asintió. Pagué la cuenta y me dispuse a salir del café Alejandría con mis amigos. Iba a objetar el nombre helenístico de un café cuyo dueño era un árabe, pero recordé el sueño metafórico del niño Al-Mamun con el viejo Aristóteles y la ingente curiosidad del pueblo árabe por la ciencia y la filosofía griega que devolvió el amor por la duda a occidente.
Cerré la puerta y sentí que su mirada me pesaba encima como un zopilote sobre el pecho muerto de un venado. Volteé y ahí estaban los ojos de mirra de Ahmed engastados en su piel de arena. ‘Ameht’ pronunció el joven árabe a media voz (ignoro si en su mente mi nombre llevaba la H antes o después de la T) y asintió. Me di la vuelta y apresuré el paso como si el ídolo Mraduk estuviera apunto, nuevamente, de pisotear las sandalias de mi estirpe. Salí de ahí sintiéndome esclavo de Ahmed. Ahora él, además de Alejandría, poesía mi miedo y las llaves de mi nombre.