¡Ezra Pound a la silla eléctrica!
O de cómo la prosa ganó los lectores que la poesía perdió
Los primeros poemas de la humanidad fueron epopeyas: historias de héroes o dioses que daban sentido de comunidad a un grupo de personas. Luego, fungieron como una forma mágico-poética en que las primeras civilizaciones se explicaron el mundo y sus fenómenos; eran, en suma, una manera de darle un orden aparente a la cambiante realidad y, de paso, aminorar en el ser humano el miedo a la existencia generado por la consciencia de ser. Los poemas de héroes (epopeyas) están construidos con un argumento-historia, retórica, métrica y rima. Aquí veremos cómo, con la pérdida de uno de estos elementos, la poesía perdió también sus lectores.
Algunos ejemplos de epopeyas clásicas acuden a mi pluma: el Gilgamesh (2500-2000 a. C), plasmado con la escritura cuneiforme de los sumerios en tablillas de arcilla halladas en la mítica biblioteca de Asurbanipal, en Nínive, capital del extinto Imperio Asirio. La Ilíada y la Odisea escritas, o al menos es lo que quiere la historiografía, por Homero (siglo VIII a. C.) en escrupulosos hexámetros y contada de boca en boca por los aedos hasta pasar de la oralidad a la literatura escrita, gracias a un edicto del tirano Pisístrato. Así también el Bagavad Gita (siglo III a. C.), epopeya del héroe hindú Arjuna que reflexiona ante la batalla haciendo de sus soliloquios y diálogos con Krishna una alegoría de la vida y el universo.
Si nos atenemos a lo enseñado por la historia occidental que, por ser occidental, ya es parcial, hasta antes de la aparición de la democracia no había cabida para una expresión literaria como la prosa (la copa de un Estado monárquico no era adecuada para recibir las formas caprichosas del agua nueva de la prosa, quiere decir mi poeta interior), puesto que ésta nace de la necesidad, ya no de contar y cantar, sino de persuadir sin disuadir. Y el persuadir, que se trata de convencer al otro, ya no con el uso de la fuerza, sino de la palabra, precisa una nueva manera de pensar; justo por ello, antes de la prosa, vamos a asistir al nacimiento del pensamiento crítico, mismo que cristalizará, aunado a las revueltas sociales en la Antigua Grecia, en un nuevo Estado democrático donde la prosa, en formato de discurso, tendrá su feliz receptáculo.
Bajo los auspicios del nuevo orden político creado en la Grecia Clásica (siglo V A.C.), el ciudadano tenía la facultad inédita de opinar, y era a través del discurso público (abuelo de la prosa moderna), el cual tenía soporte escrito, que se decidía el destino de la antigua Hélade; ya los asuntos políticos en el ágora o los judiciales en el areópago. Por el contrario, en un régimen monárquico, donde el rey ostenta un poder absoluto (no llegaba todavía Montesquieu a repartir el pastel del poder), la opinión de una persona común no solo era ignorada, sino acallada, puesto que el monarca en turno era quien dictaba, por el poder conferido por Dios y el Estado (ambas abstracciones literarias), el destino de su reino desde su inflexible trono, y aquel atrevido plebeyo que lo contradijera sería encerrado, desterrado o enterrado. Fue así, según podemos deducir de la cadena de hechos arriba expuesta, que nace a la par que una manera nueva de pensar, la necesidad de un nuevo molde literario para el pensamiento crítico: la prosa en su manifestación más temprana de discurso. Es decir, una expresión literaria cuyo fin no solo fuera contar y cantar hacia la plebe, sino también persuadir al prójimo.
Según nuestra manoseada historiografía occidental, los primeros en usar el pensamiento crítico, en contraposición al pensamiento mágico-poético, para explicarse el mundo y sus fenómenos, ya no a través de largas epopeyas o teogonías pletóricas de dioses, sino de inferencias basadas en hechos, fueron los filósofos jónicos (prefiero no llamarlos presocráticos). Pensadores morenos nacidos en las islas jónicas, cerca de lo que hoy es Turquía, pero educados a la griega, puesto que los helenos (afectos a la navegación) habían colonizado dicho archipiélago que fungía como frontera porosa entre el Imperio Persa y el naciente y creciente Imperio Ateniense. Este hecho historiográfico es un hito, ya que sin ese cambio de paradigma que se gestó en la mente de Tales, Anaximandro y Anaxímenes, de una nueva manera de explicarse el mundo, la prosa, como hoy la conocemos, no existiría. Ya que el envés de la prosa es el pensamiento crítico.
1 En este texto intercambiaremos indistintamente las palabras historia y argumento.
En esta nueva configuración del Estado en que cualquier ciudadano podía opinar (y en conjunto decidir) sobre los asuntos de la ciudad, aparecen los sofistas: maestros del arte suasoria. Recordemos que, en el cambio de régimen de la aristocracia agrícola griega a la nueva democracia plebeya, los gobernantes de Grecia, defenestrados por los revolucionarios democráticos, cuyos cargos públicos eran heredados, ahora tenían que aprender a debatir, a persuadir, en suma: a convencer (vencer con la palabra y no con la espada) a la plebe en el campo de batalla del Ágora para poder granjearse un puesto en el gobierno.
Esto lo aprovecharon los sofistas, expertos en el arte inédito de persuadir, quienes entrenaban a los hijos de la vieja aristocracia griega (y a todo el que pagara sus clases) para triunfar en el Ágora, y ya no en el campo de batalla, a través de floridas guerras verbales que pudieran encumbrarlos hasta sus antiguos cargos-privilegios perdidos en la refriega donde triunfó la democracia. En las desterradas monarquías era impensable un rey que no hubiera sido un buen guerrero, tal como en este nuevo régimen era improbable obtener un cargo público de relevancia sin ser un buen orador: Pericles, arquetipo de demócrata griego, hombre de palabra y acción, es prueba de ello. Fue ahí, por la necesidad social y política de persuadir al prójimo, que el pensamiento crítico (usado por los filósofos jónicos para explicarse el mundo y sus fenómenos) se cristalizó en su formato de discurso: había nacido, entre los prados fértiles de la democracia, un nuevo género literario: la prosa. Aunque, para llegar a la prosa moderna faltaba un largo proceso evolutivo, podemos rastrear en los discursos de Gorgias, Lisias e Isócrates, los resortes creativos que habrían de dar el impulso para crear lo que hoy conocemos como prosa moderna.
A la par de estos acontecimientos sociales, culturales y literarios, acontecidos en la Antigua Grecia, la epopeya y la tragedia (ésta última invención del genio griego) hacían uso del argumento, la trama, los giros o peripecias como los llama Aristóteles en su Poética, mientras la recién nacida prosa, hija endémica de la democracia, fue sacudiéndose de los excesos retóricos de la poesía y, a través de la experiencia de que las masas eran convencidas —cabe decir, conmovidas—, más por el pathos (emociones) que por el logos (argumentos), entonces el discurso, con el fin único de persuadir, fue arrogándose el arte de contar historias con las cuales el público empatizaba y por tanto era más fácilmente convencido, y los maestros del discurso pasaron a ser maestros en el arte del pastoreo de almas, es decir, de sofistas a psicógagos. Así nos dice la deducción que comenzó el maridaje entre la prosa y el argumento-historia. Ahora el discurso tenía también algo que contar.
Entonces apareció Isócrates, quien, sin asomo de duda, podría ser llamado abuelo de la prosa moderna, a la par de Aristóteles, que por la línea dialéctica de su maestro Aristocles, y por la suya de la lógica, llegó a depurar tanto su escritura, despojándola de vanos revestimientos retóricos y afinándola con argumentos claros y concisos, que casi inventó el lenguaje científico antes de la ciencia. Aquí podríamos sentenciar: el triunfo de la democracia fue el triunfo de la prosa sobre la poesía. Y siglos más tarde, en la época de La Ilustración, anunciar: el triunfo de la razón fue el triunfo del discurso científico-filosófico sobre el discurso mágico-poético. Volvamos a Isócrates, quien nació sin habilidades connaturales para la oratoria, por lo cual se volvió, algo así, como un orador por escrito. Escribía los discursos por pago y por placer, pero nunca se paró en el Ágora para discurrirlos. Ante esa circunstancial independencia del Ágora, concentró sus esfuerzos en el texto en sí y no en las habilidades extraliterarias como las inflexiones de la voz, los ademanes, la proxémica, etc., y acuñó a solas (aunque paralelamente a Aristóteles), con la paciencia y delicadeza del ebanista, los nuevos artificios del género naciente.
Cuenta la historia que llegó a durar diez años en componer a su gusto un discurso; atacó a los poetas comparándolos con niñatos ante los prosistas (logógrafos, hacedores de discursos por precio, dirían los poetas en su defensa), ya que, según el viejo maestro, si un poema era despojado de su máscara retórica nos quedaría solo un andamio argumental endeble. Con lo cual deducía que las ideas de los poetas eran realmente ingenuas, si se les quitaba el arsenal retórico del que estaban pomposamente armados. En cambio, sostenía el viejo Isócrates, que el discurso (la prosa) con sus medidos giros retóricos, su métrica eficaz, su arsenal argumentativo, era una creación muy superior a las “niñerías” de los poetas. Dicho de otro modo: ante el reto de estructurar un discurso, escribir poesía resultaba cosa de niños para los soldados de la prosa.
Después de este hito humano llamado Isócrates, en algún momento (salto de casi 15 siglos hasta la historia japonesa Genji Monogatari), la prosa se diversificó y cristalizó en un género nuevo: la novela. Entonces el maridaje entre prosa y argumento-historia se había consolidado. Más allá de Dante (la Comedia), Goethe (Fausto) y otros ejemplos tardíos como Milton y su Paraíso Perdido, la poesía se divorció, entre otras causas, por “culpa” del afán deconstructivo de las vanguardias, definitivamente del argumento-historia. Ya los Cantos de Ezra Pound son un subproducto de esta pérdida, pues fue ganando terreno la poesía que se volvió hacia sí misma; devolviéndonos poemas más abstractos e intimistas, el poema ya no era aquel canto compuesto para leerse en voz alta y contar historias de dioses o héroes que se afianzaran en la memoria colectiva, sino un susurro intimista para leerse a solas, hasta el grado de que cierto grupo de poetas franceses buscaba, como una piedra filosofal de la literatura, “la poesía pura”; es decir, la abstracción obtusa cuyo fin era, no la solidaria emoción colectiva, sino la egoísta emoción estética (cielo platónico al que solo unos cuantos lectores especializados tendrían acceso).
Es así como la poesía va perdiendo sus lectores, les da la espalda volviéndose obtusa y elitista, en tanto la prosa va recogiendo los lectores que la poesía desdeña tornándose clara y popular, recordemos aquí el boom francés de las novelas de folletines en el siglo XVIII, las cuales contaban historias donde los protagonistas eran, ya nos los dioses, los héroes, o los reyes, sino la plebe: Los misterios de París es ejemplo de ello y su popularidad entre los franceses de aquella época es prueba del espaldarazo de la plebe hacia la literatura que cuenta historias, pues el público lector busca, más que maestría literaria, una historia bien contada que lo conmueva.
Y, hay que decirlo: una cualidad no excluye a la otra; Derek Walcott, por ejemplo, hilvana con maestría a una y otra en su obra magnánima Omeros. Es en este punto donde saltamos desde el Homero de la Ilíada hasta el Omeros de Walcott y asistimos a la reconciliación de la poesía con el argumento, con la trama, con la historia bien contada… ¿Podremos los poetas de este siglo posmoderno reclamar los antiguos artificios de la trama, el argumento, las peripecias, etc., para la poesía?, ¿o nos quedaremos rechinando los dientes al margen del camino del éxito literario, viendo cómo la prosa (cuento, novela, ensayo) recibe los emolumentos, antaño nuestros, del arte de saber contar una buena historia, a través del arte literario? Por el bien de todos (autores, lectores y literatura), respondamos, esperanzados, que sí.
————————-

Ameht Rivera (Chiapas, México, 1982) Poeta. Ha publicado los poemarios: “Alebrijo Librejo” Editorial, Public Pervert (Chiapas, México; abril, 2011), “Rosas i Spinettas» Editorial Espejitos de Papel (Puerto Rico, 2012), además de “Hipocampos” Editorial Public Pervert (2016) y «Cantos de una ceiba esdrújula» Editorial Casa de Letras (Guadalajara, Jal. 2017)
Muestras de su poesía han sido seleccionadas para diversas antologías en México, como: Antología “Cofre de Cedro. 40 poetas de Chiapas (1960-1980)” distribuida por Círculo Editorial Azteca (México, 2011); Antología “Carruaje de Pájaros” II Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes de México, editado por el Gobierno del Estado de Chiapas, (junio, 2011); Universo poético de Chiapas: itinerario del siglo XX, editada por el CONECULTA (Chiapas, 2017) entre otras. Asimismo ha publicado en diferentes revistas como: revista electrónica Letralia (Cagua, Venezuela, 2009), revista “Horal”, que edita el CONECULTA (Chiapas, México, 2009), Revista Morbo (Campeche, México, 2012), entre otras.
Fue beneficiario de la beca del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) edición 2015, en literatura, mención poesía, por la obra “Cantos de una ceiba esdrújula (poemas alquimistas)”. Asimismo cursó el Diplomado como Mediador de Lectura por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM, 2017), es mediador del programa nacional Salas de Lectura, fundador de la editorial Ala Ediciones que tiene presencia en México y Guatemala, través de las librerías Educal y Fondo de Cultura Económica. Ha impartido talleres de poesía vanguardista en Chiapas, Jalisco, Sonora, Ciudad de México y Guatemala y organiza desde 2009 el Festival Mesoamericano de Poesía (FMP) que se lleva a cabo anualmente en la Frontera Sur de México.