Hoy es 14 de febrero, pero el recuerdo que me visita es el de un 24 de diciembre de 1999. Me acompañaba mi mejor amigo (sin agraviar, pues aunque actualmente cuento con muy buenas amistades, ninguna de ellas tiene la antigüedad de aquél). No recuerdo cuál era el motivo por el que él no estaba con su madre y hermanas celebrando la Nochebuena, sino conmigo, a bordo de mi primer carro, acompañando mi peregrinar motorizado por las casas de otras amistades, a quienes yo acostumbraba visitar por breves minutos cada 24 de diciembre, en un gesto de buena voluntad y reivindicación de lazos amistosos. Fueron varios los domicilios visitados antes de volver a casa, solo faltaba ir a uno en especial, y mi amigo y confidente sabía muy bien cuál era: el de Ella.
La había conocido en el centro de la ciudad, una tarde quinceañera, cuando fui a comprar unos lentes de sol en el negocio de su familia. Ella trabajaba allí, se hacía cargo de la venta de mercancías durante la ausencia de su hermano, mientras por esas mismas calles yo me dedicaba a la vagancia y a conocer chicas. Aunque ya había salido con algunas de las muchachas que había abordado, con ninguna de ellas me ocurrió lo que con esa comerciante tan solo verla de cerca: quedar embelesado con su figura, su voz, su manera de hablar, su cabello negro, lacio, recogido la mayoría de las veces en una cola de caballo. Su actitud altiva y pulcra, su figura esbelta, su cuerpo voluptuoso y su mirada café con reflejos verdes, profunda e intensa con un “toque de maldad”, prendaron mi corazón y mi pensamiento durante el paso de la adolescencia a la mayoría de edad; incluso más allá, tal vez para siempre.
Mi mejor amigo padeció durante esos años mis reiteradas referencias a ella, mis testimonios acerca de lo que vestía, de cómo lucía, de las veces que iba a trabajar, de mi temor a no volver a verla cuando por alguna razón ajena a mi conocimiento dejaba de ir, de mi alegría al verla regresar a su negocio, del fallido consejo de mi amigo de no hablarle hasta que fuera Ella quien lo hiciera primero; y del aspecto intimidante de su hermano mayor, hombre adulto, de constitución fuerte y barbado, a quien bauticé como “El Hermanote”.
¡Ay, de mí! Hombre de perenne inseguridad en sí mismo.
A menudo le perdí la pista, solo para volver a encontrarla cuando volvía de su ausencia, o cuando gracias a mi vagancia, descubría su reubicación en otra calle. Había dejado pasar mucho tiempo, razón por la cual no sabía cómo hablarle otra vez; llena mi mente de posibles palabras de rechazo, pensamientos propios que mi imaginación le atribuía por anticipado. Quizá debí olvidarla, reconocer que me había equivocado, pero no pude. Seguí estancado, dolidos mi corazón y cuerpo como en la amenaza a Borges. La audacia que con otras me sobraba, con Ella me faltaba. Temía echarlo a perder más de lo que ya lo había hecho.
Pasados apenas un par de años, la volví a ver. Fue en una disco a la que yo había entrado a trabajar como cantinero y Ella acudía como cliente, cuando ambos habíamos alcanzado la mayoría de edad. La acompañaba una hermana y dos muchachos. El encuentro en un lugar inesperado y en un ambiente distinto del lugar en donde la había conocido, me dio el mejor pretexto para abordarla después de tanto tiempo, y así lo hice. Contra todos mis temores anteriores, no hubo ningún rechazo, ningún menosprecio, ninguna recriminación por el tiempo que había dejado pasar o respuesta por mero compromiso o cuidado de formas, sino todo lo contrario: me correspondió con un saludo amable y sincero.
Claro que mi entusiasmo me llevó de nuevo a cometer un error: hablé con el Dj de la disco y le pedí que proyectara en la pantalla gigante la siguiente leyenda: “Saludos a ( ) de parte de Arnold” —firmé con mi sobrenombre de la prepa para darle, según yo, un toque de misterio que pensé me haría interesante; pero lo único que logré, fue que Ella tuviera problemas por mi culpa. Uno de sus acompañantes era su novio.
Me tocó ver a lo lejos el reclamo de él hacia Ella, mientras yo lamentaba mi imprudencia y deseaba desaparecer del lugar, preparándome por si las cosas salían de control y me veía involucrado. No temía tanto enfrentarlo a él como temí enfrentarme a Ella.
Por fortuna, las cosas no pasaron de una escenita de celos. Al siguiente fin de semana, la vi llegar de nuevo al discoteque, ahora solo con su hermana. Aproveché para abordarla, y confesarle que había escrito una serie de textos para ella.
—Gracias. Qué lindo eres —me dijo, con una sonrisa.
Le pedí disculpas por haberla metido en problemas con su novio.
—De hecho, ya terminamos. Era muy posesivo.
Su respuesta, además de avivar mi ilusión, me dio más confianza para ir a visitarla de vez en vez a su negocio, siempre cuidando que no estuviera el temido Hermanote. Todo parecía ir bien, platicaba con ella, cotorreábamos, la traté, la fui conociendo… hasta que en la discoteca, surgió un rival contra el que no tendría la menor oportunidad: don Dinero.
A partir de ahí, la situación se tornó extraña. Parecía haber dos realidades, una en la calle, en el negocio de su hermano, donde nos hablábamos como dos amigos; y otra en la disco, donde ambos nos ignorábamos. Como si no nos conociéramos. Mi siguiente estrategia era que me reconociera en el antro, pues ¿por qué en cualquier otro lugar sí y allí no? No contaba con que a los dos se nos había ocurrido “darnos nuestro taco” al mismo tiempo.
Así pasaron días, semanas, meses. Naciente amistad en la calle, en la vida real; indiferencia mutua en la disco. No recuerdo si alguien tomó la iniciativa de hablar con Ella o si yo le pedí que lo hiciera como no queriendo la cosa; más probable esto último, desesperado por conocer su pensamiento, la impresión que tenía de mí. Gracias a los meseros, supe que ella iba desde sentirse halagada por mis escritos, hasta “dile que ya deje de hacerse el importante”.
Otra vez, el idiota de Juan Carlos no supo interpretar las palabras, descifrar el siguiente movimiento por hacer. Lo comprendo ahora: no supe vislumbrar, adivinar la intención, leer entre líneas. Lo que entonces sonó para mí como una expresión de hartazgo, bien pudo haberse interpretado también como una invitación a dejarme de juegos, portarme como hombre e ir por lo que quería o decía querer; incluso hoy alucino con la posibilidad de que entonces y a pesar de todo, Ella estuviera esperando a que yo retomara la iniciativa. No puedo estar seguro de eso, pero tampoco de lo contrario. Si a mi falta de miras le sumamos la injerencia de don Dinero, el rival contra quien ya había perdido, mi avance sería nulo.
Pero no esa Nochebuena del año 1999. Era una noche fresca, propia de invierno, aunque la baja temperatura era soportable con un suéter o una chamarra ligera. Decidido, dirigí mi Buick Century hacia la colonia en donde ella vivía, a la calle sin asfalto en donde vivía. Mi carro lucía impecable, la carrocería encerada, las copas de rayos abrillantadas, las llantas ennegrecidas. Aunque la calle era de tierra, no estaba suelta, y gracias a la humedad del ambiente, mi carro no levantó polvo. Yo también estaba de lo más presentable, con la mejor de mis camisas de marca, color negro, mi favorito, el cabello recién cortado, chamarra cazadora de piel, también negra, botas de anguila y unas gotitas de Aqua Quorum. Mi amigo me acompañaba en el asiento del copiloto.
Llegué a su casa, lo más preparado y armado de valor que pude. Bajé del auto. Cerré la portezuela, con una ventanilla abierta, por si acaso. Examiné con la vista el panorama. Nochebuena fresca, silenciosa. Tras la barda de mediana altura y las rejas que la coronaban, se alcanzaba a ver el patio, sus autos y los de sus hermanos, así como luz en algunas ventanas de la casa. ¿Tocar, gritar, silbar?
Opté por el claxon, y que fuera lo que Dios quisiera. Sonó bastante fuerte, gracias a la quietud. Se abrió la puerta de la casa. Asomaron sus dos hermanos mayores: el Hermanote (¡chin!), y quien le seguía en edad (¡otro chin!). Sus caras reflejaban extrañeza y curiosidad.
—Buenas noches. ¿Se encuentra…?
Saludé lo más natural posible. Como debe de ser. Sin fijarme en mi tono ni timbre. Con seguridad. Si me hubiera puesto a cuidar que la voz no me temblara, seguramente me habría temblado. Hablé con aplomo, aunque por dentro seguía sumamente nervioso. Imaginaba que en cualquier momento preguntarían quién era, y tú qué, de dónde la conoces, como supiste dónde vive, qué te traes con mi hermana, te conozco, te la pasas de vago en el centro, mejor píntale a la verga de aquí antes de que valga madre este pedo…
—Claro que sí, ahí le hablamos…
“¡Ah, cabrón!”, pensé, sorprendido por la respuesta y reacción inesperadas. Complacido y aliviado. Solo faltaba Ella.
Trascurrieron algunos minutos durante los cuales no supe cómo pude permanecer ecuánime. Deseaba una conducta igual a la de sus hermanos, pero tras haber obtenido su número de teléfono sin habérmelo ella proporcionado, después de haber investigado su domicilio y haber acudido a su casa sin que ella me hubiese invitado, solo podía esperar lo peor. Lo más probable, me pediría la deje de molestar y de seguir, quizá de una manera airada.
Pero no. Salió al fin, cruzó el patio y abrió el barandal de la barda para recibirme. Su ropa indicaba que se había puesto cómoda para irse a dormir: pants y sudadera color gris, zapatos tenis blancos. Su cara lucía radiante, su cabello negro, suelto, parecía una extensión de esa noche estrellada, un abismo que bien podría atrapar toda la luz del firmamento. Como siempre, lo que más me gustó fueron sus ojos color café con destellos verdes de día, pero que a esa hora se veían negros; y su mirada, el mayor de sus atributos: intensa en la seriedad y el enojo, intensa en la alegría. Ignoro si también en el llanto, pues nunca la vi llorar, ni hubiese querido verla llorando.
Si, la había investigado hasta obtener en lo posible sus datos generales, llegué al grado de caminar largas distancias cuando todavía no tenía carro y hasta sufrir un asalto solo para ver, confirmar por mí mismo su domicilio, con la esperanza de verla por casualidad y el riesgo de que me descubriera, aunque con la convicción personal en el viejo dicho de que en la guerra y en el amor todo se vale. ¿Enamoramiento, capricho, obsesión? Un poco de todo. Así se lo dije, se lo confesé una vez en la disco, antes de que don Dinero se fijara en ella. No me tomó a mal que la haya investigado. Tampoco a bien. Solo no me dijo nada.
—Hola —saludó, sonriente.
—Hola, ¿cómo estás? Vengo a desearte feliz Navidad.
Nos dimos un abrazo. Como dije, estaba vestida para dormir, pero al abrazarla, al poner mis manos en su espalda y sentir el calor de su cuerpo, el relieve de sus curvas, su ropa se convirtió en la textura más suave y agradable al tacto que había conocido jamás. Platicamos un poco sobre algunas cosas, no recuerdo qué, seguro banalidades; yo haciéndola sonreír, y ella correspondiendo de buen grado, mientras mi amigo aguardaba en el auto. Sé que no fui inoportuno, pero tampoco debía alargar demasiado el encuentro; por lo que decidí terminar la visita. Nos felicitamos mutuamente y nos volvimos a abrazar —efímero gesto que hubiese querido prolongar más allá de algunos segundos.
Regresé al auto, mientras Ella entraba de nuevo a su casa. Mi amigo asomó por la ventanilla del copiloto, vio mi rostro sonriente y cómo levantaba mi puño a la altura del pecho en señal de triunfo, de haberme salido con la mía. Sonrió conmigo, disfrutó mi felicidad. ¿Cómo no iba a sentirse feliz él también, pues aparte de ser mi mejor amigo, mi felicidad desbordaba hasta alcanzarlo?
Abrí la portezuela, entré en el Century, encendí el motor, cerré las ventanillas para que no escapara ningún ruido y avancé hasta doblar la esquina de la manzana, seguro de que nadie más escucharía mi júbilo.
—¡Ora sí: saca las birrias!
Mi amigo destapó un par de cervezas y brindamos, mientras el auto se alejaba de la colonia donde Ella vivía, confiados en que la policía no nos iba a encontrar bebiendo en la vía pública, pues por entonces no había tantos retenes ni volantas ni nada que atentara contra nuestra libertad. Intercambiamos impresiones, reímos, bebimos, escuchamos heavy metal y pop, repasamos una y otra vez el episodio que acababa de vivir, lo que sentí cuando los hermanos asomaron primero, lo nervioso que estaba, y la sensación de triunfo cuando Ella salió a recibirme después de todos los desfiguros que yo había cometido.
—Oye, Juan Carlos… Hoy se me hizo muy chaparrilla…
Sí, a mí también me lo pareció. Cierto que las mujeres lucen distintas cuando se quitan los tacones, pero no tanto. En fin…
Pasó el tiempo, como también pasaron muchas otras cosas en la disco. Favorables y contrarias. Estira y afloja malogrado más por el paulatino e involuntario abandono que por alguna tensión: Ella, poco a poco dejó de ir a la disco, que ya comenzaba a pasar de moda, y yo, junto con los otros cantineros, “tuvimos que dejar el empleo”. Todos los cantineros. Injusto, porque los cajeros, comanderos y capitanes, también estaban metidos en el enjuague.
Ella y yo continuamos nuestras vidas, cada quien por su lado. Luego de la disco, trabajé en un banco, en una compañía de teléfonos celulares, en un congal de bailarinas nudistas, y en una comercializadora de materiales para construcción, hasta continuar en el ramo de transporte de carga. Ella, no supe. No volví a investigarla. Nunca la volví a ver. Me enteré que se había casado, pero no me interesó saber con quién.
¿Y don Dinero? Con el debido respeto, pero algunos años después, me enteré de que ya no tendría manera de volver a interferir en mis asuntos. Descanse en paz.
Eso le pasa por trol.
¿Que si daría cualquier cosa por volver a verla y hablar con Ella en persona? Puede ser que sí. ¿Por qué “puede ser”? Cuestión de principios. Ella es, hasta donde sé, una mujer feliz, casada, con familia e hijos. ¿Qué tengo que estarme metiendo con ella a estas alturas de la vida, de su vida, de nuestras vidas? Estamos en tiempos del Covid-19, no en los tiempos del cólera. Reitero: por principio, no me meto con mujeres casadas; norma personal que de todos modos no quita lo agradable que sería para mí encontrarme con ella y tener una plática de amigos, sin tratar de ir más allá, solo para recordar por última vez las chiquilladas del pasado antes de sepultarlas en un terreno ajeno al de la memoria.
Entonces, ¿qué sería aquello por lo que daría cualquier cosa, si volver a verla no lo es?
Fácil: daría cualquier cosa por medirme, por volver a ponerme a prueba, por encontrar a alguien por quien valga la pena tomar riesgos y sentir la misma devoción que sentí por Ella.
Dicen que el mundo es de los audaces, y yo suscribo; pues aquella Nochebuena y Navidad del año 1999, a pesar de mis errores, mis temores infundados y la sombra de don Dinero, puse en práctica el consejo de Teddy Roosevelt: hice lo que pude con lo que tenía.
Esa noche, el mundo fue mío.