—¿Cómo está, Coronel? —Le dijo al pasar.
—Aquí —contestó él — Esperando que pase mi entierro.
– Gabriel García Márquez
La tarde era benigna con los transeúntes —también con los andantes sin sentido—, las avenidas tumultuosas blasfemaban, con los disparos hediondos de las cloacas, el aroma transparente de alguna flor agradecida por el oro triste de la tarde. En alguna esquina se vendía el verde alivio de adornos polvorientos de navidades pasadas y vástagos de Noche Buena. Mariana, nuestra protagonista, dejó este cuento inacabado antes de salir en busca de su entierro.
Acá la cosa no es comenzar un cuento con campanadas de trigo y finales de obligado altar, sino saber cómo decir que Mariana no estaba del todo quieta antes de su entierro, porque el requisito ineludible para ser enterrado es haberse detenido. Mariana seguía andando sin sentido. Salió a la calle. Y no siempre salir a la calle es salir al mundo, a veces el mundo espera oculto en alguna caótica habitación —como la de Mariana— satisfecha de libros viejos, o en algunas páginas memorables de entre tanta literatura ociosa, o en la cosa amada de la que no se escribe, ni se habla, en esas páginas educadas.
Decíamos que salió a la calle —cualquier mujer puede ser Mariana, pero no cualquier Mariana puede ser Ella—, su pupila detenida sujetaba únicamente colores y bizarras formas, no sabía si la mujer que pasó apurada frente a ella llevaba de la mano un niño o un lazarillo, pero sí distinguía a lo sumo las cosas por su movimiento característico: a los pájaros por su revoloteo clandestino, a los autobuses por su mecánico ir y venir; al gentío por el murmullo delirante de sus pasos. Todo esto acontecía en tanto Mariana buscaba la ruta hacia el Mercado de los Ancianos, rumbo al panteón de San Marcos Tuxtla.
Algún Mesías sentenció: que los muertos entierren a sus muertos. Mariana parecía menos muerta que muchos de sus impacientes deudos y, por ser condescendientes con aquellas palabras dichas antes de la cruz, podríamos aseverar que Mariana iba a ser enterrada por sus muertos.
Sentados al filo de la banqueta del Teatro de la Ciudad, escuchando los augurios de un violinista invisible, un señor de apellido Sonnemann me contaba que en su pueblo a los muertos los en-tierran debido a la atávica costumbre de sembrar semillas, mientras, sin percatarnos del acontecimiento, Mariana pasaba en un autobús que la conducía hacia su entierro, acaso para luego ser cual fruta cosechada por los picos de hambrientos, obscuros pájaros.
Después de estas 373 palabras escritas en los cuatro párrafos de arriba —antes de las tachaduras y las correcciones—, Mariana seguía perdida, el autobús que la llevó cerca del teatro era el segundo que abordaba. Ya desesperada por ocupar el rectángulo de tierra dispuesto para ella en algún sitio del viejo panteón, pensó en pedir la parada, pero alguna más rápida mano se le adelantó a tocar el timbre. Esperó impaciente a que una pareja de ancianos, encorvados por el peso invisible de las canas, descendiera tanteando el borde de la banqueta con la punta del pie, sin soltar las manos de la puerta oxidada del autobús.
Estaba parada ya a veintidós pasos —contando desde la esquina— del viejo panteón municipal. Caminó con el alma hecha jirones hacia su entierro, en tanto se despedía…, de la flor que todas las mañanas besuquea los pómulos sonrojados de las señoritas; de las rosas que todas las noches sonrojan los pómulos besuqueados de las putas que se dicen damas; de la mano aventurera que patenta sensaciones sobre la piel del aire; de las hojas bajo las que se ocultan árboles; del ojo faltante en el rostro zaherido de aquel sátiro albañil; de los sacrificios, detenidos en piedra, de los mayas; de los poemas de Sabines, de los intentos de Neruda; de toda aquella excitación de los sentidos que podríamos nombrar con el sustantivo mundo.
Mariana llegó tarde a su entierro, vestía, a modo de mortaja, un pesado vestido morado, fue algo así como una muerta tardía; el tumulto, las flores a un pétalo de ser rosas; la pala detenida, un viejo con quimeras de necrofilia; la esperaban. La T de un cristito sin cabeza. Mas ella hizo su arribo de a pie y no enfundada en un ataúd cobrizo.
Los adultos oficiosos esculcaban la hora en sus relojes, los niños chillones jaloneaban el ruedo al vestido de sus madres como en un doblar de campanas blancas. Las flores desmayadas en las manos; rodaban lágrimas de ciertos ojos enamorados. Los relojes impasibles. Parvadas de manos despidiéndose como pájaros en desbandada. El panteonero —que también era albañil—, encendió su lámpara de pilas Rayovac para disipar la no luz de la noche (si cabe la perífrasis).
Mariana, preñada de este cuento inacabado, iba quedando dócilmente sepultada bajo las carcajadas de tierra que le echaban encima. La tarde era benigna con los transeúntes…, garabateó con el lívido índice sobre la tierra removida.