Guillermo, Astrid y yo entramos a un Oxxo en Tapachula para refugiarnos del calor, y de paso, hacer unos pagos. Mientras esperaba en la fila una muchacha salió de la bodega y venía, contoneante y contundente, hacia mí.
Una blusa morada con un mensaje en letras doradas llamó mi atención, y fijé mis ojos sobre su pecho, para descifrar el mensaje, que dicho sea de paso, estaba en lengua inglesa. Ella buscó mi mirada, yo alcé los ojos, ruborizado, pensando en el reproche (temí que creyera que miraba sus pechos), pero el reproche más bien fue una suerte de bienvenida.
Le sonreí y me devolvió ampliamente el gesto. Acto seguido ella se formó detrás de mí en la fila para fingir que compraría, enfatizo “fingir” porque decidí que una empleada de la tienda no tendría necesidad de hacer la fila para pagar. Guillermo, que estaba un lugar adelante en la espera, me cuestionó sobre el libro que pendía de mi mano.
–Éste –le dije alzando el tomo a la altura del mentón.
–¿Sabes quién era Santa? –preguntó él con cara de saberlo todo–, es la historia de una meretriz…
–De la época de don Porfirio –me adelanté.
Ambos sonreímos. Empezó una lluvia frondosa y volteé hacia afuera. Los cristales parecían derretirse del calor, pero solo eran los restos de la lluvia arañando la transparencia. Ahí estaba su cara mirándome entre sensual y sorprendida. Seguro –medité– oyó nuestra conversación y ahora pasé de ser un extraño indiscreto a un indiscreto extraño (si se permite el retruécano).
Seguimos charlando del día, de libros, qué se yo. Ella abandonó la fila. Bingo, me dije, seguramente solo se enfiló para espiar más de cerca a esta criatura extraña. Astrid y yo discutimos algo sobre el pago del Netflix.
–Pero si yo lo pagué este mes –reclamó ella.
–Yo todos los anteriores.
–Pero la tarjeta –atajó– no tiene saldo.
–Ponle.
–Me lo das, luego en la casa.
–No, paga tú este mes.
En fin. Resolvimos nuestras diferencias y Astrid se puso a hacer la fila. Luego, me acerqué a Astrid para darle mi tarjeta. Vi que, otra vez, la chica salía desde dentro de la bodega. Presentí sus intenciones de pasar a mi lado rozándome el brazo y me moví un poco a la derecha para salvar del roce a mi lado izquierdo. Se puso nuevamente atrás de mí en la fila. Para enfatizar que yo tenía pareja, o quizá para hacerme el interesante, tomé a Astrid por la cintura y le susurré el número de mi tarjeta. Volteé y ella, la chica del Oxxo, me deslumbró con una segunda sonrisa.
Tardamos en la fila. Cuando salimos, llovía con furia. Por suerte había un taxi aparcado en el estacionamiento, justo a la salida de la tienda. Con la mirada buscamos al taxista dentro de la tienda, y dimos con él, justo en la fila que acabábamos de abandonar. Esperamos a que saliera, abordamos la unidad tratando de evitar que el destino cayera inexorable sobre nosotros en forma de agua: nos mojamos.
Lo triste de habernos mojado –solté– es que no fuera por amor. Reímos. Llegamos, al fin, al supermercado para seguir con las compras. Bajó, a trompicones, Guillermo. No llovía, diluviaba. Luego bajé yo, y esperé en la banqueta, frente a las puertas de vidrio corredizas a que Astrid descendiera del taxi. Me estaba sacudiendo, y alcé la vista. Entre la lluvia y mi mirada se interpuso ella. La chica del Oxxo.
Me sorprendió que surgiera allí, entre los restos de la tarde, como si hubiese germinado por la acción, vital y melancólica, de la lluvia. Vi que venía hacia mí, con determinación, me pasó golpeando el brazo izquierdo (ahí donde fluye el corazón), y yo no supe qué hacer, ni qué decir. Estuve a punto de soltar: eres tú, la chica del Oxxo, pero Astrid se aparejó a mi lado, sin darse cuenta que paralelamente el destino (o mi guionista, como yo le digo), escribía otra historia, como un comentario al margen del día. El cual yo solo transcribí en esta página, intercalando algunas impresiones mías.
Seguimos caminando, la curiosidad me dio un tirón, y volteé, acaso para comprobar que la chica del Oxxo existiera. Que no fuera una añoranza, un falso recuerdo o una metáfora recurrente. La vi subiéndose al taxi. No volteó. Yo resolví que no había necesidad de que ella cruzara al otro lado de la banqueta para tomar el taxi. Pasar golpeándome el brazo era su propósito.
¿A Astrid?, se lo conté todo. La chica del Oxxo y yo nunca nos dijimos nada, solo intercambiamos gestos y silencios. Guillermo iba delante de nosotros empujando alegremente un carrito del mercado, deteniéndose y riendo a ratos, mientras oía mi historia desvanecerse entre el rumor líquido de la lluvia que arreciaba.