-Te hace bien a tus ojos.
-Sí, pero me sabe a chilacayote quemado. De esos que hacíamos para calaverear en Día de Muertos.
-No le hace.
-Pero me trae arremolinados los recuerdos de esos días en el pueblo. Ya quedaron lejos, solo el aroma los puede traer de regreso.
Al fin probé esos deditos de zanahoria. No muchos. Lo hacía porque Lalo me veía con sus ojos de tecolote. Me sabían feo, a la vela quemando el chilacayote y yo sosteniendo mi calavera.
Un tres de noviembre de hace muchos años, fuimos a calaverear con mis hermanos y vecinos. Éramos muchos. Una manada de niños inquietos que pedían calavera. Todos queríamos ir a la casa de doña Gabina; ella nos daba mucha fruta, tamales y pan de muerto. En esos tiempos cuando en una casa daban pan de muerto era porque tenían dinero. Casi en todas nos daban unas naranjas o cañas o jícamas; ella, por el contrario, tomaba de la mesa el pan más grande y nos lo entregaba.
-Tomen, para su café. Alcanzará para todos. Repártanlo parejo.
Qué dicha la de nosotros. En las calles oscuras íbamos de casa en casa, solo nos alumbraban las velas de nuestros chilacayotes pero muchas veces, por el aire, se apagaban pronto. Eran otros tiempos, el pueblo era muy seguro. Lo más feo que te pudiera pasar es que escucharas al muerto o que los perros te corretearan.
Llenábamos las bolsas de tanta fruta para repartir cuando acabáramos. Toda la noche, de casa en casa.
-Debes acabarte todos, le hacen bien a tus ojos que están cansados por tanto leer.
-Me gusta leer. Mis ojos me los voy acabar leyendo.
-Ya come.
-Te dije que me saben a muerto. A esos días de frío y rezo.
Mi familia hacía pan de muerto. Lo preparábamos días antes de poner la mesa, en los últimos días del mes de octubre. La luna resplandecía con su brillo níveo.
Mi mamá tenía su receta. Sin duda la más rica. Todos ayudábamos a amasar cerca de quince kilos. Hacíamos mucho pan. Mi abuelito nos enseñó a celebrar con gran júbilo el Día de Muertos. Esa noche, solo nos quedamos mamá y yo a terminar. Mis hermanos se fueron a dormir porque ya era madrugada. Vivíamos en un callejón, junto a la iglesia del pueblo. Oscuro y tenebroso porque no había luz en el poste y los jardines de la iglesia tenían muchos árboles. En la casa había peras y en otoño sus hojas secas alfombraban el piso. Por eso escuchamos cuando llegó.
-¿Oyes eso, hijo?
-¿Qué, mamá?
-Alguien está caminando en el jardín.
-¿A esta hora?
Mi mamá se asomó al jardín y yo con ella. Se nos heló la sangre. No había nadie y bien que oíamos el crujir de las hojas cuando pisaba. Iba y venía.
Se nos fue la voz y quizá hasta el movimiento. Cuando reaccionamos mi mamá le habló a mi papá en voz bajita para que fuera a ver qué pasaba. Yo no salí. Salió mi mamá y mi papá. No vieron nada. Por eso cuando entraron a la casa elevaron una oración por el difunto que andaba en nuestro jardín. Esa noche por el miedo me quedé con mis papás. En medio de su cama. Mamá me abrazó y al fin concilié el sueño.
-Ya faltan menos. La zanahoria es buena. Ya acábatelos que debo terminar mis pendientes.
-Es que me saben a incienso. A panteón que se quema por tanta vela.
Mis papás se fueron a vivir a esa casa cuando se casaron. Muy jóvenes, por cierto. No tenía ventanas y su puerta era una tabla que la atoraba un tinaco para hacer tamales.
Llovió. Es raro que llueva en noviembre. El agua se encharcó en el jardín y en la casa. Todo su cuarto se rodeó de agua. El único lugar donde había luz era precisamente en ese cuarto que hacía por recámara y que se distinguía de los demás por tener una cortina como puerta.
-Apaga la luz, ya es noche.
-Amor, pero estoy leyendo.
-Mañana debemos despertarnos temprano.
Apagaron la luz. Se acurrucaron. Durmieron.
Horas después los despertó unos pasos que venían de fuera. Pronto se escuchaban en la casa, en esos charcos que había por todos lados.
Mi mamá se acercó a mi papá, tratando de protegerse; mi papá, valiente, sintiendo el compromiso de cuidar a su esposa, se armó de valor.
Lo pasos seguían, iban pausados pero con dirección a su cuarto. Vieron una sombra entre las penumbras que quería recorrer la cortina. Entonces mi papá, al tiempo que prendía la luz, preguntó: ¿quién?
La sombra se disipó. Se fue. No se regresó porque se hubieran escuchado los pasos sino sólo se extinguió.
Mi mamá entonces dedujo que había sido el primo Miguel Ángel que días atrás había fallecido.
-Yo creo que está pidiendo una oración, una vela que alumbre su camino.
Entonces, sin el menor temor, se levantó de la cama y fue a buscar una veladora. La puso a mitad de la casa, en esos cuartos oscuros llenos de lagunas pequeñas. Ahí rezó por la paz de su primo. Su esposo fue por ella y luego durmieron tranquilos.
-Deja de leer Pedro Páramo y acaba tus zanahorias.
-Te lo juro que me saben a muerto.
-Jamás has probado el muerto.
-No, pero lo he olido. Al menos lo que me contó mi hermano.
Murió mi tía Soco hace muchos años. Después le tocó morir a su hija. La llevaron a su casa por la noche porque falleció en el hospital. El pueblo estaba quieto, sabedor del deceso. Al otro día la iban a enterrar. Entonces mi hermano fue a ayudar al panteón, a rascar el hoyo donde la iban a sepultar. Justo en la misma tumba de su madre que tendrá veinte años que falleció. Rascaron. Encontraron el ataúd viejo. Lo abrieron despacio mientras quitaban la ropa que en vida fue de mi tía. Aquí en el pueblo se da eso de enterrar con el difunto su ropa. Cuando movían el ataúd se rompió. Olió muy feo, como podrido, y luego el humo se disipó. Ese día ni muchos más mi hermano comió. Decía que todo le sabía a muerto, como quemado o podrido.
La verdad yo no quise ir a ayudar porque en ese entonces me daba miedo la muerte. El día último era algo que me imaginaba lejano. Ahora lo veo tan cotidiano porque nos azoran pandemias que se llevan a mucha gente. Quizá seamos una reedición de Cómala pero no nos hemos dado cuenta. Mi casa bien podría alojar tiliches de la gente del pueblo que los deja para jamás regresar por ellos.
Yo sería su guardián. Pensaría: ¿dónde podrán estar los dueños de estas sillas o el dueño de esta cama? Quizá ya muertos en otra tierra. Quizá ni les hayan llorado porque eran extraños en ese pueblo. Aquí hay Banda cuando uno muere. Todos lloran pero a la vez todos también se sienten aliviados porque otro se va al lugar sin sufrimiento. Al menos eso se cree por aquí. Allá, en el lugar eterno e inmutable, no hay sufrimiento ni dolor. Uno ya no se preocupa qué les dará de comer a sus hijos o qué tierras les dejará para que siembren. Allá todos es paz. Por eso muchos anhelan morir. No vivir sino morir. Es que mi pueblo es muy pobre. Hay familias que duerme juntitas con el ánimo de ya no despertar jamás. Pero el hambre los despierta y deben seguir azadonando la tierra con las tripas chillando.
-Como jamás acabarás esos deditos será mejor que me los coma. No debemos desperdiciar la comida.
-No quiero pensar. Solo es eso. Pero tú hiciste que recordara todo el pasado.
-Las historias que me cuentas son muy lindas. Deberías animarte a escribirlas. Tu pueblo debe ser conocido.
-Mi pueblo es pobre, trabaja el campo pero no es bien pagado. Por las horas extenuantes bajo el sol la gente se acaba pronto, se hace viejita rápido. Casi todos por allá son viejos, decrépitos. Los hijos crecen para trabajar el campo. De un jalón se hacen hombres para alimentar más bocas. Es interminable. Las mujeres paren dolor todo el tiempo porque esos niños siempre tienen hambre. Ellas se las ingenian para dar de comer. Ellas sí son milagrosas.
Doña Chabelita no tuvo hijos. Se casó con don Julián y se fueron a vivir a una casa de piedra, misteriosa. Me gustaba ir a su casa en sus cumpleaños porque había un jardín con temazcal y un chabacano. Todo era lindo en el día pero en la noche la oscuridad sacaba su misterio. Corríamos con muchos niños cuando volteé al cielo. Había luces en forma de círculos. Unas eran rojas, otras verdes y también amarillas. Parecían el plástico que se mueve en el agua, esa forma hacía. Era la primera vez que veía esas luces. Otros niños las vieron y emperezaron a gritar que eran brujas. Todos corrieron adentro de la casa para refugiarse; a mí me quedaba más cerca el temazcal y ahí me metí. Todo quedó en silencio. “¿Por qué te asustas?”, me dijo una voz infantil (incluso más que la mía) del interior del temazcal. Estaba tan oscuro que no se veía nada. Traté de moverme pero no pude. El miedo me invadió. No sé qué era pero se acercaba a mí. Fui salvado por mi papá que salió a buscarme. Lo escuché y las fuerzas volvieron a mí. Entonces emprendí el camino para sus brazos. Esa noche no me separé de él hasta que nos fuimos a casa.
-Ya es muy noche. Mañana me seguirás contando tus aventuras en el pueblo. Es hora de dormir. Recuerda, el sueño es hermano de la muerte.
-No podré dormir porque mis recuerdos se me arremolinaron en la garganta. Si no los saco, me ahogarán.
Mi mamá vendía artesanías para Navidad. Se iba con mi abuelita en la madrugada para el centro. Yo la iba a dejar a su casa y luego me regresaba, en ese frío de invierno que hace chillar los dientes.
Papá se fue a trabajar, mi hermano a la escuela y yo también. Solo en casa se quedó mi hermana. Eran cerca de las ocho de la mañana cuando de pronto sintió que la vigilaban. De entre sueños llegó a la vigilia y al fin despertó. Entonces lo vio. Esa sombra que la veía desde la puerta de su cuarto. Teníamos solo un foco en la parte de arriba y era justo en la entrada del cuarto de mi hermana. La sombra movió el foco tratando de apagarlo. Ella, que estaba asustaba, gritaba pero no le salían las palabras. Entonces sin meditarlo abrió la ventana y se echó un brinco para el callejón. Así, en pijama, llegó a la escuela. Y ahí se quedó hasta que nosotros llegamos por ella. Ya estaba tranquila. Nos contó lo que había pasado y ese mismo día pusimos luz en todas partes y compramos un perro. Me iba con mi hermana a la escuela para no dejarla sola. Ahora ella es la más valiente de nosotros. Sacó a mamá.
-Debes dormir ya. Sueña la vida. Nos veremos pronto, te lo prometo.
-Está bien. Por cierto, tus deditos de zanahoria ya no me saben a muerte.
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Israel Rosey (Ciudad de México). Abogado y escritor mexicano. Asiduo lector de la literatura clásica.
El destino, inescrutable, lo llevó al camino de las leyes. Licenciado en derecho, con máster en Derecho y especialidad en Derechos Humanos, ambas con mención honorífica. Tiene un doctorado en Administración Pública. Profesor humanista de la Facultad de Derecho de la UNAM. Servidor público en la Cámara de Senadores. Como Juan Rulfo, tiene una necesidad por escribir. Ha colaborado en la redacción de libros, proyectos de iniciativa de ley y artículos periodísticos. Su primer libro, El bosque de las sombras, es un compendio de cuentos de literatura fantástica.