No sé cómo sucedió, pero me encontraba al volante de un taxi en la avenida Reforma cuando un hombre me hizo la parada y subió al auto. Era delgado, con porte de extranjero, tendría unos cuarenta años y, por su apariencia y vestimenta, me pareció que andaba extraviado. Me dijo: “Lléveme a Praga” en un tono suave pero enérgico. No tuve objeción en encender el motor, avanzar de frente y girar en la calle de Dublín. Era viernes por la tarde y el tráfico estaba espantoso.
El hombre usaba el cabello muy corto, la raya en medio, orejas grandes y cejas muy pobladas. Me pareció que tenía cierto parecido con Franz Kafka, pero eso era poco probable. ¿Qué estaría haciendo el autor de La Metamorfosis en la Ciudad de México una tarde de viernes y con tanto calor?
—El tráfico está insoportable —dije para hacerle plática, como suelen hacer los taxistas.
—Hay cosas que son más insoportables —respondió con calma, como si lo dijera para sí mismo.
—¿Le han dicho que tiene un enorme parecido con Franz Kafka?
—Yo soy Kafka.
—Ah, ¿en serio? Y qué le trae por estos lugares, maestro —dije con mucho respeto; apenas unas semanas atrás había analizado su obra en mi clase de literatura.
El tráfico se había acentuado.
—He venido para conocer tu país, he sabido que es fantástico, brutal a veces.
—No tanto como la colonia penitenciaria de la que usted escribió, maestro.
—Es cierto, sin embargo, en tu país se llevan a cabo acciones de una brutalidad física poco comparable.
—Ahhh, bueno, eso es porque a un imbécil se le ocurrió declarar la guerra al narcotráfico.
Los autos se habían detenido.
—¿Narcotráfico? No sé a qué te refieres, pero me parece que es un grave problema de la sociedad, ese enorme engranaje en el que estamos inmersos. He oído que este país sufre de una absurda burocracia, esos son temas que me interesa abordar y los he desarrollado en mis cuentos y novelas.
—Lo he notado, maestro; están presentes en La Metamorfosis y en El Proceso.
—He querido escribir sobre lo que observo.
—Pues lo ha hecho de una manera formidable. A muchos, sobre todo a los jóvenes, les gusta su literatura. ¿Se ha preguntado por qué?
—Puede ser porque he intentado hacer de lo fantástico una herramienta para reflejar el mundo que nos rodea. Eso le gusta a los jóvenes.
—¿A través de lo fantástico? Yo diría terrorífico, maestro. Es que me acordé del pobre Gregorio.
—Bueno, lo que pasa es que solo a través de lo fantástico he podido adentrarme en temas como la alienación del ser humano y la burocracia. Te recuerdo que la sociedad, en cierto sentido, es absurda.
—Por supuesto, maestro. En este país padecemos a cada momento la angustia de tener funcionarios tenebrosos y oscuras oficinas. Pero, dígame, ¿habrá un momento en que el individuo pueda conciliarse consigo mismo?
—Lo dudo, más bien creo que el mundo moderno es absurdo. Mira a tu alrededor y verás cómo los seres humanos no se pueden comunicar entre sí, y por lo tanto, no llegan a un entendimiento.
—Ah, claro, ¿entonces usted es pesimista respecto al destino de la humanidad?
—Digamos que soy un optimista informado… Mmm… ¿De dónde saqué esa frase?
Me han dicho que a veces mis preguntas son inoportunas, pero había algo que me intrigaba:
—¿Y qué me dice de su padre?
El rostro de Kafka pareció ensombrecerse. Si era serio, se puso más serio aún.
—No lo sé, hace tiempo que no lo veo. Posiblemente le escriba una carta, una larga carta.
Milagrosamente, los autos empezaron a avanzar. Di vuelta en Tokyo.
—En la esquina me bajo —dijo Kafka firmemente. Sin darme cuenta, habíamos llegado a un café ubicado en la calle de Praga, casi esquina con Hamburgo. Kafka sacó de su cartera un billete y me lo extendió. Lo revisé cuidadosamente, decía “1 korun ceskych”, imaginé que era una corona checa. Cuando le iba a decir que si traía otro porque este no me lo iban a aceptar, Kafka había desaparecido.
No me dio tiempo de decirle que su obra se sigue leyendo y que no ha perdido vigencia, que Borges lo apreciaba mucho, que muchos grupos de rock se inspiran en su obra y que incluso un personaje del escritor Haruki Murakami lleva su nombre. Posiblemente eso le hubiera alegrado un poco.
Puse en marcha el motor: el carril izquierdo estaba desocupado, rebasé a un auto y aceleré suavemente, doblé en la esquina y me dirigí a Londres.