Horteur, el fundador de la Etoile, el director político y literario de la Revue National y del Nouveau Siécle Ilustré, habiéndome recibido en su gabinete, repantigado en su silla dictatorial, me dijo:
—Mi buen Marteau, hazme un cuento para el número extraordinario del Nouveau Siécle. Trescientas líneas con ocasión del “año nuevo”. Alguna cosa viviente, con cierto perfume aristocrático.
Contesté a Horteur que yo no podría hacerlo como él quería, pero que de buena gana le escribiría un cuento.
—Me gustaría, dijo, que se titulase: “Cuento para los ricos”.
—Yo preferiría titularlo: “Cuento para los pobres”.
—Es lo mismo. Un cuento que inspire a los ricos piedad para los pobres.
—Es que precisamente no me gusta que los ricos tengan piedad de los pobres.
—¡Bravo!
—No bravo, sino científico. Creo que la piedad del rico hacia el pobre es injuriosa y contraria a la fraternidad humana. Si quieres que hable a los ricos, les diré: “Ahórrenle a los pobres su piedad; para nada les sirve. ¿Por qué la piedad y no la justicia? Están en deuda con ellos; salden sus cuentas. Esta no es cuestión de sentimiento; es una cuestión económica. Si lo que les dan graciosamente es para prolongar la pobreza de ellos y la riqueza de ustedes, ese don es inicuo y las lágrimas que mezclen no lo harán más equitativo. Hay que restituir, como decía el procurador al juez después del sermón del hermano Maillard. Ustedes hacen limosna para no restituir. Dan un poco para guardar mucho, y se felicitan por ello. Así el tirano de Samos arrojó su anillo al mar. Pero la Némesis de los dioses no recibió la ofrenda. Un pescador devolvió al tirano su anillo dentro del vientre de un pescado. Y Polycrato fue despojado de todas sus riquezas.”
—Estás bromeando.
—No bromeo. Quiero hacer comprender a los ricos que son benéficos con descuento y generosos de conveniencia, que entretienen al acreedor y que no es así como se hacen los negocios. Es un aviso que puede serles útil.
—Y quieres meter semejantes ideas en el Nouveau Siécle para acreditarlo. ¡Nada de esto, amigo mío, nada de esto!
—¿Por qué quieren que el rico proceda con el pobre de otro modo que con los ricos y los poderosos? Les pagan lo que les deben, y si nada les deben, nada les pagan. Esta es la probidad. Si es honrado, que haga lo mismo con los pobres. Y no digan que los ricos nada deben a los pobres. Yo no creo que lo piense ni un solo rico. Las incertidumbres comienzan al tratar de la extensión de la deuda, que no se tiene prisa por solventar. Se prefiere permanecer en la duda. Se sabe que se debe, no se sabe lo que se debe, y se entrega de cuando en cuando una pequeñez a cuenta. Esto se llama la beneficencia; y es muy ventajoso.
—Pero lo que dices no tiene sentido común, mi querido colaborador. Yo tal vez soy más socialista que tú; pero soy práctico. Suprimir un sufrimiento, prolongar una existencia, reparar una pequeña parte de las injusticias sociales, ya es un resultado. El poco bien que se hace, hecho queda. No es todo, pero es algo. Si el cuentecito que te pido enternece a un centenar de mis ricos suscriptores y los dispone a dar, esto se habrá ganado contra el mal y contra el sufrimiento. Así, poco a poco, se hace soportable la condición de los pobres.
—¿Acaso es bueno que la condición de los pobres sea soportable? La pobreza es indispensable a la riqueza; la riqueza es necesaria a la pobreza. Estos dos males se engendran el uno al otro y se sostienen el uno por el otro. No se ha de mejorar la condición de los pobres; hay que suprimirla. Yo no induciré a los ricos a que den limosna, porque su limosna está envenenada, porque la limosna beneficia al que la da y daña al que la recibe, y porque, en fin, la riqueza, siendo por sí misma dura y cruel, no debe revestir la apariencia engañosa de la dulzura. Si quieres que escriba un cuento para los ricos, yo les diré: “Sus pobres son sus perros a quienes alimentan para morder. Los socorridos son para los poseedores una jauría que ladra a los proletarios. Los ricos no dan sino a los que piden. Los trabajadores nada piden; por lo tanto nada reciben.”
—Pero, ¿los huérfanos, los enfermos, los ancianos?…
—Tienen derecho a vivir. Para ellos no excitaría la piedad, sino que invocaría el derecho.
—¡Todo esto son teorías! Volvamos a la realidad. Me escribes un cuentecito con ocasión del año nuevo y puedes meter en él un poco de socialismo. El socialismo está de moda. Es una elegancia. No hablo del socialismo de Guesde, ni de Jaurés; sino del buen socialismo que la gente de mundo opone, con intención e ingenio, al colectivismo. Ha de haber en tu cuento figuras jóvenes. Se publicará con ilustraciones y la gente gusta de las láminas que representan asuntos agradables. Pon en escena una muchacha joven y hermosa. Esto no es difícil.
—Efectivamente, no es difícil.
—¿No podrías también introducir en el cuento un muchacho deshollinador? Tengo una ilustración a propósito, un grabado en colores que representa una linda joven que da limosna a un pequeño deshollinador en las escalinatas de la Magdalena. Sería una ocasión de utilizarlo… Hace frío, nieva; la linda señorita socorre al muchacho… ¿Te haces cargo?
—Comprendo perfectamente.
—Tú harías primores sobre este tema.
—Los haré. El pequeño deshollinador, en un transporte de agradecimiento, se arroja al cuello de la linda señorita, que resulta ser la propia hija del señor conde de Linotte. Le da un beso e imprime sobre la mejilla de la graciosa criatura una pequeña O de hollín, una hermosa O redonda y negra. La ama. Edma (porque ella se llama Edma) no se muestra insensible a un sentimiento tan sincero y tan ingenuo… Me parece que la idea es sugestiva.
—Sí… con esto podrías hacer algo.
—Me animas a continuar… De vuelta en su morada suntuosa del bulevar Malesherbes, Edma experimenta por primera vez repugnancia a lavarse, quisiera guardar sobre su mejilla la huella de los labios que en ella se posaron. Entre tanto, el chiquillo la ha seguido hasta la puerta y ha quedado en éxtasis bajo las ventanas de la encantadora muchacha… ¿Va bien así?
—Bueno… sí.
—Pues prosigo. A la mañana siguiente, Edma, acostada en su camita blanca, ve salir de la chimenea de su cuarto al pequeño deshollinador, que se arroja ingenuamente sobre la deliciosa niña y la cubre de redondas O de hollín. He olvidado decirte que él es maravillosamente bello. La condesa de Linotte los sorprende en esa dulce tarea. Grita, llama. Se halla él tan ocupado que ni la ve ni la oye.
—Mi querido Marteau…
—Se halla él tan ocupado que ni la ve ni la oye. Acude el conde, que tiene espíritu caballeresco, y coge al muchacho por los fondillos del pantalón, que es lo que ve primero, y lo tira por la ventana.
—Mi querido Marteau…
—Abreviaré… Nueve meses después, el pequeño deshollinador se casa con la noble señorita. No había tiempo que perder. He aquí las consecuencias de una caridad bien practicada.
—Mi querido Marteau, ¿te has burlado bastante de mí?
—No lo creas. Voy a terminar. Casado con la señorita de Linotte, el pequeño deshollinador llegó a ser conde pontificio y se arruinó en las carreras. Hoy día es fumista en la calle de la Gaité, en Montparnasse. Su mujer despacha en la tienda y vende calentadores, a 18 francos, pagaderos en ocho meses.
—Mi querido Marteau, esto no tiene nada de divertido.
—Atiende, mi querido Horteur. Lo que te acabo de contar es, en el fondo, La caída de un ángel, de Lamartine, y Eloa, de Alfredo de Vigny. En todo caso, vale más que tus historietas lacrimosas que hacen creer a las gentes que son muy buenas, cuando no son buenas; que obran bien, cuando no obran bien; que es fácil ser bienhechores, cuando es la cosa más difícil del mundo. Mi cuento es moral. Además, es optimista y acaba bien. Porque Edma encuentra en la tienda de la calle de la Gaité la felicidad que hubiera buscado en vano en las diversiones y en las fiestas, de haberse casado con un diplomático o un oficial… Mi querido director, respóndeme: ¿quieres mi cuento “Edma o la caridad bien practicada” para el Nouveau Siécle Illustré?
—¿Es que me lo propones seriamente…?
—Te lo propongo seriamente. Si no lo quieres, lo publicaré en otra parte.
—¿Dónde?
—En un periódico burgués.
—No creo que te lo admitan.
—Pues ya lo verás.
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(Anatole François Thibault; París, 1844 – La Béchellerie, 1924) Poeta, novelista y ensayista francés. Agudo librepensador, es considerado un maestro de la prosa por la sencillez y precisión de su escritura. En 1921 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura.