Marcada por la exacerbada religiosidad de su padre y una ingenua anécdota que la llevaría a que su talento fuera descubierto por grandes autores mexicanos, Guadalupe Dueñas fue una de las narradoras más significativas del siglo XX en nuestro país.
Es una escritora de culto y es considerada por la crítica literaria una de las mejores cuentistas del siglo XX. En su inicio, no muy diferente a lo que ocurre ahora, tuvo pocos lectores, pero fue asesorada por personajes como Alfonso Reyes, quien vio en ella a una cuentista que marcaría la literatura nacional.
Sobre su niñez se sabe poco, salvo lo que pudo dar a conocer el investigador Leonardo Martínez Carrizales, uno de los últimos intelectuales con quien Dueñas tuvo contacto, en una entrevista que se quedó a medias y que tenía el propósito de una biografía.
Ni siquiera se sabe su fecha exacta de nacimiento, porque la narradora nunca lo hizo público. Lo que sí se conoce es que habría visto la luz en Guadalajara entre 1907 y 1912; algunas revistas literarias dieron por hecho que fue el 19 de octubre de 1910.
Guadalupe fue hija de Miguel Dueñas Padilla, quien por poco termina de sacerdote, de ascendencia española, y de Guadalupe de la Madrid, prima hermana del expresidente de México, Miguel de la Madrid Hurtado.
Una entrevista realizada en 1993 que no fue publicada hasta después de su muerte en 2002 reveló que su padre era “terrible… como réplica de Isabel La Católica”, mientras que su madre “era absolutamente diferente de él (antes de que se conocieran), gente de mar, con una familia libre, liberal, como les decían, que no tenía nada que ver con la cosa religiosa”.
En la misma plática con Martínez Carrizales relató algunos detalles de lo que habría sido su infancia y juventud.
“Mi papá a las seis de la mañana nos levantaba para ir a misa de siete. Y como él se quedó con la cuestión religiosa porque debería haber sido un sacerdote… nos despertaba con ‘¡viva Jesús!’ y yo quedito decía ‘¡que se muera!’, porque me despertaba, tenía frío y teníamos que ir a la iglesia a misa… Todo eso me trastornaba. Y a mis hermanas, a nadie le afectaba. Entonces ellos vieron que yo nací malvada […] Yo realmente toda mi juventud la pasé en el internado. Ya salí señora grande, como de dieciocho años. Cuando salí al mundo, venía encandilada porque ni de un lado ni de otro”.
Guadalupe comenzó a escribir en un diario, como todas sus compañeras de la escuela: “Yo llevaba un diario que llevaban todas las niñas del colegio: no era casual. Ellas lo llevaban y las madres nos decían que sí […] que dijéramos: hoy lunes pasó esto, hoy martes rezamos tal cosa. En fin, cosas de esas. Y yo entonces en ese libro realmente fui yo. Puse todos los odios, el disgusto que me causaba la vida, la decepción en la que estaba, la desesperanza total. Fui muy renegada, y aparte muy alegre. Yo allí hice versos; en fin, hice todo lo que creía poder hacer. Me traje el libro, y ese libro que fue tan oscuramente escrito, de cosas que no pasaban, ¡no pasaba nada! Yo decía: ‘hoy es lunes, aquí no pasa nada ni va a pasar nunca jamás. Nada, no hay una monja que se muera, no hay…’ Bueno, cosas horribles […] Y allí hice muchos versos y muchos medios cuentos que creía yo que eran cuentos y era poesía”.
Su primer lector fue su tío, Alfonso Méndez Plancarte, quien fue sacerdote y poeta humanista. De acuerdo con algunas publicaciones periodísticas, fue él quien leyó por primera vez el contenido de esos diarios. Dueñas vivió un tiempo en Estados Unidos y, al regresar a México, su talento fue descubierto en una feria del libro del Fondo de Cultura Económica, cuyo encargado le permitió a Dueñas colocar para su venta unos “cuentitos” forrados “con muy bonitas pinturas, todas chuecas, las vacas deteniéndose en la cola, un éxito, pero no de lo que escribía, sino de lo que pintaba, eso era lo más chistoso”, recordó la escritora en la entrevista con el investigador.
A esa feria acudieron personajes como Julio Torri, Alfonso Reyes y Octavio Paz. La autora recordaría de manera amena que todos se vendieron y le pidieron más. Uno de los que adquirió uno de sus libritos fue Emmanuel Carballo, quien se asombró con el cuento de “Mariquita” (que aparentemente es un reflejo de lo que sucedió en su familia, pues de los catorce hermanos, solo ocho llegaron a la edad adulta, aunque uno de ellos falleció en un accidente).
Sus primeros escritos fueron publicados en Ábside. Fueron cuatro cuentos que después formarían parte del plaquette independiente: “Las ratas”, “El correo”, “Los piojos” y “Mi chimpancé”. En total, publicó cinco libros: Las ratas y otros cuentos (1954), Tiene la noche un árbol (1958), No moriré del todo (1976), Imaginaciones (1977) y Antes del silencio (1991). El resto de su obra fue recopilada en varias antologías.
A continuación, compartimos “Mariquita”, el cuento que impactó a Emmanuel Carballo, uno de los responsables de que su obra se diera a conocer.
Mariquita
Por Guadalupe Dueñas
Nunca supe por qué nos mudábamos de casa con tanta frecuencia. Siempre nuestra mayor preocupación era establecer a Mariquita. A mi madre la desazonaba tenerla en su pieza; ponerla en el comedor tampoco convenía; dejarla en el sótano suponía molestar los sentimientos de mi padre; y exhibirla en la sala era imposible. Las visitas nos habrían enloquecido a preguntas. Así que, invariablemente, después de pensarlo demasiado, la instalaban en nuestra habitación. Digo “nuestra” porque era de todas. Con Mariquita, allí, dormíamos siete.
Mi papá siempre fue un hombre práctico; había viajado mucho y conocía los camarotes. En ellos se inspiró para idear aquél sistema de literas que economizaba espacio y facilitaba que cada una durmiera en su cama.
Como explico, lo importante era descubrir el lugar para Mariquita. En ocasiones quedaba debajo de una cama, otras en un rincón estratégico; pero la mayoría de las veces la localizábamos arriba del ropero.
Esta situación sólo nos interesaba a las dos mayores; las demás, aún pequeñas, no se preocupaban.
Para mí, disfrutar de su compañía me pareció muy divertido; pero mi hermana Carmelita vivió bajo el terror de esta existencia. Nunca entró sola a la pieza y estoy segura de que fue Mariquita quien la sostuvo tan amarilla; pues, aunque solamente la vio una ocasión, asegura que la perseguía por toda la casa.
Mariquita nació primero; fue nuestra hermana mayor. Yo la conocí cuando llevaba diez años en el agua y me dio mucho trabajo averiguar su historia.
Su pasado es corto, y muy triste: Llegó una mañana con el pulso trémulo y antes de tiempo. Como nadie la esperaba, la cuna estaba fría y hubo que calentarla con botellas calientes; trajeron mantas y cuidaron que la pieza estuviera bien cerrada. Isabel, la que iba a ser su madrina en el bautizo, la vio como una almendra descolorida sobre el tul de sus almohadas. La sintió tan desvalida en aquél cañón de vidrios que sólo por ternura se la escondió en los brazos. Le pronosticó rizos rubios y ojos más azules que la flor del helitropo. Pero la niña era tan sensible y delicada que empezó a morir.
Dicen que mi padre la bautizó rápidamente y que estuvo horas enteras frente a su cunita sin aceptar su muerte. Nadie pudo convencerlo de que debía enterrarla. Llevó su empeño insensato hasta esconderla en aquel pomo de chiles que yo descubrí un día en el ropero, el cual estaba protegido por un envase carmesí de forma tan extraña que el más indiferente se sentía obligado a preguntar de qué se trataba.
Recuerdo que por lo menos una vez al año papá reponía el líquido del pomo con nueva sustancia de su química exclusiva —imagino sería aguardiente con sosa cáustica—. Este trabajo lo efectuaba emocionado y quizá con el pensamiento de lo bien que estaríamos sus otras hijas en silenciosos frascos de cristal, fuera de tantos peligros como auguraba que encontraríamos en el mundo.
Claro está que el secreto lo guardábamos en familia. Fueron muy raras las personas que llegaron a descubrirlo y ninguna de éstas perduró en nuestra amistad. Al principio se llenaban de estupor, luego se movían llenas de recelo, por último desertaban haciendo comentarios poco agradables acerca de nuestras costumbres. La exclusión fue total cuando una de mis tías contó que mi papá tenía guardado en un estuche de seda el ombligo de una de sus hijas. Era cierto. Ahora yo lo conservo: es pequeño como un caballito de mar y no lo tiro porque a lo mejor me pertenece.
•••
Pasó el tiempo, crecimos todas. Mis padres ya no estaban entre nosotras; pero seguíamos cambiándonos de casa y empezó a agravarse el problema de la situación de Mariquita.
Alquilamos un señorial caserón en ruinas. Las grietas anunciaban la demolición. Para tapar las bocas que hacían gestos en los cuartos distribuimos pinturas y cuadros sin interesarnos las conveniencias estéticas. Cuando la rajadura era larga como un túnel la cubríamos con algún gobelino en donde las garzas, que nadaban en punto de cruz de añil, hubieran podido excursionar por el hondo agujero. Si la grieta era como una cueva, le sobreponíamos un plato fino, un listón o dibujos de flores. Hubo un problema con el socavón inferior de la sala; no decidíamos si cubrirlo con un jarrón ming o decorarlo como oportuno nicho o plantarle un pirograbado japonés.
Un mustio corredor que se metía a los cuartos encuadraba la fuente de nuestro palacio. Con justo delirio de grandeza dimos una mano de polvo de mármol al desahuciado cemento de la pila, que no se quedó ni de pórfido ni de jaspe, sino de ruin y altisonante barro. En la parte de atrás, donde otros hubieran puesto gallinas, hicimos un jardín a la americana, con su pasto, su pérgola verde y gran variedad de enredaderas, rosales y cuanto nos permitiera desfogar nuestro complejo residencial.
La casa se veía muy alegre; pero así y todo había duendes. En los excepcionales minutos de silencio ocurrían derrumbes innecesarios, sorprendentes bailoteos de candiles y paredes, o inocentes quebraderos de trastos y cristales. Las primeras veces revisábamos minuciosamente los cuartos, después nos fuimos acostumbrando, y cuando se repetían estos dislates no hacíamos caso.
Las sirvientas inventaron que la culpable era la niña que escondíamos en el ropero: que en las noches su fantasma recorría el vecindario. Corrió la voz y el compromiso de las explicaciones; como todas éramos solteras con bastante buena reputación se puso el caso muy difícil. Fueron tantas las habladurías que la única decente resultó ser la niña del bote a la que siquiera no levantaron calumnias.
Para enterrarla se necesitaba un acta de defunción que ningún médico quiso extender. Mientras tanto la criatura, que llevaba tres años sin cambio de agua, se había sentado en el fondo del frasco definitivamente aburrida. El líquido amarillento le enturbiaba el paisaje.
Decidimos enterrarla en el jardín. Señalamos su tumba con una aureola de mastuerzos y una pequeña cruz como si se tratara de un canario.
Ahora hemos vuelto a mudarnos y no puedo olvidar el prado que encarcela su cuerpecito. Me preocupa saber si existe alguien que cuide el verde Limbo donde habita y si en las tardes todavía la arrullan las palomas.
Cuando contemplo el entrañable estuche que la guardó veinte años, se me nubla el corazón de nostalgia como el de aquellos que conservan una jaula vacía; se me agolpan las tristezas que viví frente a su sueño; reconstruyo mi soledad y descubro que esta niña ligó mi infancia a su muda compañía.