-…Carnal, ¿tú sabes por qué las jirafas toman más agua en marzo que en febrero? —se acercó un personaje simpático y enclenque con el fin evidente de venderme algo—. Un cajón de madera colgaba con elegancia de su diestra.
Mientras él soltaba su exordio, yo esperaba sobre una impaciente banca que la librería Porrúa, frente al Palacio de Bellas Artes, descorriera sus chirriantes cortinas de acero. En lo alto de la Torre Latino un reloj rojo y digital daba las 9:30 am.
—No sé nada de jirafas, pero sí quiero que me lustres los zapatos—le solté para apurar el trance de la venta.
—Qué bonito calzado trae, mi jefe—, comentó el hombre flaco y broncíneo en tono de adulación —debería cuidarlos— remató.
—No los he lustrado porque no he tenido tiempo.
—Ah, puras carreras en esta pinche ciudad. Aquí el que no corre, vuela, valedor.
-—Ayer estaba aquí, por el mismo rumbo, y otro bolero como tú, me ofreció el servicio. Lo rechacé por falta de tiempo no de necesidad —le expliqué—, no los he lustrado desde que los compré.
—Debería usted cuidarlos joven —repetía sistemáticamente—, mientras sacaba, una a una y con parsimonia, sus humildes herramientas del cajón de madera, como una señora que llegando del mercado vacía su bolsa del mandado sobre la mesa.
—Pues sí, pero le repito que no me sobra el tiempo para dedicárselo a mis zapatos. Pero ahora que estoy aquí esperando que abran la librería, pues ya qué.
—Debería usted cuidar más su calzado, joven —repitió su mantra—, mientras se arrebujaba en el suelo de granito en una posición de Flor de Loto, en la cual, en vez de juntar sus dedos pulgar e índice para la meditación, los usaba para untar jabón de calabaza sobre la piel elefantina de mis zapatos.
—No le pongas tinta —regañé— mientras destapada un botecito de plástico que traslucía un líquido al interior del color de la caoba, pero con la consistencia del vulgar caramelo.
—Debería cuidar su calzado, patroncito.
—Es que, cuando le han puesto tinta, mis zapatos quedan como los labios de una muchacha torpe que no sabe aplicarse el labial.
—…
—Sí, ya sé que debería cuidar más mis zapatos —interrumpí.
Terminó de lavarlos con espumarajos de jabón de calabaza, hizo sonar como un látigo, una franela roja que sacaba la lengua de la bolsa trasera de su pantalón de mezclilla raído, en una actitud casi teatral. Y con una técnica bien aprendida, pasó limpiamente su franela al frente y alrededor de mis zapatos, como se enreda una anaconda al cuello de un distraído cocodrilo, sin dejar rastro de suciedad, humedad o espuma.
—Le voy a recomendar algo, joven, para que cuide usted más sus zapatos —alcé una ceja, pero lo dejé hablar—; vaya al Samborns que está aquí en la esquina —señaló con el brazo estirado, pero sin alzar la vista de mis zapatos—, ahí hay unas señoritas muy guapas y coquetas —dijo en tono más doliente que libidinoso— ahí venden aceite, no me lo vaya a confundir con jabón —detalló—, aceite de calabaza marca Colibrí. Le vale mil cien pesitos el frasco, pero si no quiere comprar el frasco entero, las muchachonas coquetas se lo ponen por 60 pesos.
—¿Es para que brillen? —pregunté.
—Nel, cuál brillo joven, bueno, sí le dan brillo, pero es más para que, con estas lluvias, no se le mojen. Además, esas muchachas son bieeeen coquetas, luego luego que le pongan el aceite, les invita usted un helado, mi valedor.
—Me va a salir más caro el helado que la untada del aceitito ese —refuté.
—Cuál caro joven, caro le salió a un “ñor” que venía con su “ñora” y le invitó un helado a una de esas muchachas coquetas, pero pues venía con freno, ya sabe. Su mujer le hizo un escándalo que Dios guarde —se persignó.
—Pero, a quién se le ocurre invitarle un helado a una edecán, cuando viene uno con su pareja.
—Pues sí, pero la calentura es canija y más el que se la aguante, mi valedor. Pero usted no se apure. Yo aquí traigo —dijo mientras, sin preguntarme, untaba uno de mis zapatos con el famoso aceite; como cuando el franelero te avienta un imprudente chorro sobre el cristal del carro con el semáforo en rojo—, yo aquí traigo, y solo le va a costar 45 devaluados la aplicada. Más los 25 del lustre.
—No pues, ahora sí que ya me la aplicaste, mi «valedor», dije haciendo comillas en el aire, porque lo pusiste sin preguntarme.
—No, mi valedor —dijo levantándose abruptamente— pos si no quiere no lo pague —concluyó ya en tono retador.
—Pues ya qué. Termina de untarlo, ¡qué chingados!
—Este aceite de calabaza, no jabón, aceite, eh —repetía— le va a proteger el calzado de la lluvia —aseguró. Acto seguido sacó una botella de Coca Cola rellena de agua, la alzó teatralmente sobre mis zapatos, y vertió el líquido como una virgen vestal derramando el vino sediento en la boca aquiescente del César recostado.
—El acto me sorprendió. El agua resbaló dócilmente de mis zapatos sin dejar rastros de humedad. Tan solo persistió una gota empozada en una de las arrugas del zapato de esas que se crean por el doblez que el empeine hace al caminar. La cual se dispersó por el suelo de granito con una leve sacudida de mi pie adormilado.
—Ya ve joven —exclamó orgulloso— esa protección le va a durar veinte días. Si le dura 19, le regreso 5 de los 45 que me va a pagar por el aceite, aceite de calabaza, eh, no jabón —decía con una retórica vulgar, pero efectiva.
—Entonces, ¿cuánto fue por todo?
—25 del lustre y 45 del aceite de calabaza.
—Uf, no traigo cambio. ¿Tienes cambio de 500? —le pregunté mientras le soltaba tambaleante el billete sobre la palma de su mano entintada.
—No se preocupe, valedor, yo soy ladrón, pero honrado. Ahorita le doy su cambio.
—Para ser un buen ladrón hay que andar bien drogado —bromeé.
—No joven, para ser un buen ladrón hay que agarrar valor. Y la droga te pone bien acá —hacía gestos de rapero con las manos—, te pone todo pendejo, nervioso, con miedo. Todo te paniquea.
—Yo tengo 51 años y robo desde los 13. En mi barrio no hay de otra, valedor, o robas a te roban —me decía, mientras yo esperaba con evidente resignación que saliera huyendo con mi billete que tenía la estampa azul de Benito Juárez.
—Yo sí me hice adicto, pero al Rivotril…
—Ese también lo tomo yo -—le interrumpí—, y su gesto inquieto cambió a uno atento.
—En serio, joven…
—Sí, media en la mañana y media en la noche —le dije mientras extraía de mi saco, no sé si teatralmente, una pequeña bolsa ziploc con mi dosis de Rivotril.
—A mí me desesperaba no dormir, joven, quería gritar, llorar, darle en su madre a mi sombra en la pared. Mire, usted puede estar enfermo de lo que sea del cuerpo, por ejemplo, un dolor de panza —se frotó la barriga—, se toma algo y se le pasa. Pero los dolores emocionales —dijo con una mirada profunda y triste como dos pozos sin agua—, esos dolores cómo se los quita uno.
—Decía un escritor —atajé— que el que no ha padecido una enfermedad mental, no sabe lo que es sufrir.
—Así es joven. Es horrible. Y pues la Rivotril me relaja. Yo la compro en el Barrio Bravo.
—¿Tepito?
—Is barniz.
—Son falsas. Compra las Pfizer.
—¿La misma marca que la vacuna?
—Sí, esas son las chidas. Aunque te cuesten 700 la caja.
—Y usted, valedor —yo veía atento mi billete de 500— no trae una mitad ahí que me regale.
—Estás de suerte. Justo me tomé la mitad en la mañana, porque hoy amanecí ansioso. Abrí la bolsita con un ruido hondo y seco como de piedra entrando en la boca de un estanque.
—No sabes a qué hora abren la librería Porrúa.
—A las 10am valedor.
—¡Puf!, me falta media hora.
—No, mire, —señaló la torre Latino— le faltan 5 minutos.
—Entonces ya debo irme. Tenga la mitad de la pastilla. Es original —le mostré el sello tornasolado.
—Tome su cambio, dijo con una felicidad sincera. Qué bueno encontrarlo, joven, sabe, cuando uno padece estas cosas de la ansiedad dice «por qué a mí» y no sabe por qué el destino le puso el dedo a uno. Pero hablar con otros carnales que padecen lo mismo es una terapia.
—Y gratis —le dije mientras él me adelantaba su codo desnudo para despedirse.
Chocamos los codos en un saludo pandémico y caminó como hundiéndose debajo de la Torre Latino. A unos pasos se volteó y me dijo en tono sarcástico: «las jirafas toman más agua en marzo que en febrero porque marzo trae más días mi valedor». Sonreí relajado y me dispuse a escribir lo vivido, antes de entrar a la librería a esculcar lo vivido por otros en esas arcas de la memoria que llamamos libros.
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Ameht Rivera (Chiapas, México, 1982) Poeta. Ha publicado los poemarios: “Alebrijo Librejo” Editorial, Public Pervert (Chiapas, México; abril, 2011), “Rosas i Spinettas» Editorial Espejitos de Papel (Puerto Rico, 2012), además de “Hipocampos” Editorial Public Pervert (2016) y «Cantos de una ceiba esdrújula» Editorial Casa de Letras (Guadalajara, Jal. 2017)
Muestras de su poesía han sido seleccionadas para diversas antologías en México, como: Antología “Cofre de Cedro. 40 poetas de Chiapas (1960-1980)” distribuida por Círculo Editorial Azteca (México, 2011); Antología “Carruaje de Pájaros” II Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes de México, editado por el Gobierno del Estado de Chiapas, (junio, 2011); Universo poético de Chiapas: itinerario del siglo XX, editada por el CONECULTA (Chiapas, 2017) entre otras. Asimismo ha publicado en diferentes revistas como: revista electrónica Letralia (Cagua, Venezuela, 2009), revista “Horal”, que edita el CONECULTA (Chiapas, México, 2009), Revista Morbo (Campeche, México, 2012), entre otras.
Fue beneficiario de la beca del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) edición 2015, en literatura, mención poesía, por la obra “Cantos de una ceiba esdrújula (poemas alquimistas)”. Asimismo cursó el Diplomado como Mediador de Lectura por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM, 2017), es mediador del programa nacional Salas de Lectura, fundador de la editorial Ala Ediciones que tiene presencia en México y Guatemala, través de las librerías Educal y Fondo de Cultura Económica. Ha impartido talleres de poesía vanguardista en Chiapas, Jalisco, Sonora, Ciudad de México y Guatemala y organiza desde 2009 el Festival Mesoamericano de Poesía (FMP) que se lleva a cabo anualmente en la Frontera Sur de México.