La primera vez que una cresa salió de mi cuerpo fue un tanto incómodo, sobre todo para mi esposa, que estaba debajo de mí, con los ojos cerrados y jadeando. La pequeña salió, casi sin darme cuenta, de mi oreja, se deslizó por mi barba y cayó, cruel casualidad, en su boca. Ella, acto reflejo, escupió. Aunque ni siquiera pudo imaginar de lo que se trataba, se quitó los cables de las sienes y salió del enlace poniendo pretextos de que no se sentía bien. Cuando fue al baño rebusqué entre las sábanas, era como un grano de arroz y se retorcía presa del hambre.
Los días siguientes me fue imposible ocultar el hecho de que había comenzado a morir, las cresas salían por montones y quedaban tiradas por toda la casa. Pero lo peor era aguantar los reproches de mi mujer, quien tenía la nada grata labor de limpiar mi desorden. Algo similar ocurrió en mi trabajo. Mis compañeros huían alarmados al contemplar alguna larva que salía, luego de comer, a pasearse por lo pliegues de mi ropa.
Siempre he sido despistado, lo cual no justifica que vaya dejando a cada paso un rastro de gusanos. Para sobrellevar la situación traté de mantenerlos a raya, al menos que no salieran cuando se les diera la gana. Así fue que se me ocurrió, luego de bañarme temprano, envolver todo mi cuerpo con nailon. Al principio pareció funcionar, sin embargo, sufría repetidamente desmayos debido al calor intenso y a que mi piel no transpiraba. Además, el aumento de la temperatura aceleraba los procesos de descomposición. Mi mujer fue la primera en notarlo, no lo dijo, quizás por compasión, pero le era prácticamente imposible mantenerse en la misma habitación que yo. Ni el amor más piadoso sería capaz de soportar ese hedor. Sobra decir que mis compañeros no fueron tan tolerantes. Algunos que trataron de soportar un poco mi presencia al minuto siguiente vomitaban o empalidecían, quizás alguno iría a parar al hospital, pero la mayoría simplemente se iba sin dar explicaciones.
Una noche decidí entrar a escondidas a la habitación de mi esposa, quería sentir nuevamente su calor; me metí cuidadosamente entre las sábanas y amanecí a su lado. Supuse que solicitar la eutanasia no había sido la mejor alternativa para salvar mi matrimonio y que fue un error llevar al extremo la solicitud de un acto incuestionable de amor. Quizás se hubiera conformado con un anillo o unas vacaciones en la playa. Cuando despertó ni siquiera reparó en mi presencia. Se puso la ropa y bajó a desayunar.
Los días siguientes noté que todos hacían caso omiso de mí. Trataba, por todos los medios, de llamar la atención. Tal vez todos habían planeado un complot para ignorarme, por lo cual intensifiqué mis maniobras e incluso, como último recurso, llegué a salir desnudo a la calle. Decidí recluirme en mi habitación, no tendría necesidad de irme de allí ya que mis necesidades alimenticias desde hacía tiempo habían cesado. Aunque de vez en cuando me escabullía para espiar a mi mujer, sobre todo cuando se desvestía. Dejé de hacerlo porque siempre odié verla llorar.
Al cabo de unos meses volví a salir. Desde hacía varios días venía oyendo voces ajenas que me sacaban de mi letargo. Trastabillé hasta la cocina llamando a mi esposa como si, por algún capricho del tiempo, pudiera escucharme. Me sorprendí al contemplar, preparando el desayuno, a un hombre más o menos de mi edad que jamás había visto. Me paré enfrente y agité los brazos con enfado. Qué haces. Repetía. Mi mujer entró a la cocina y le dio un beso a aquel hombre, al que yo solo deseaba estrangular o romperle la cara a golpes. Se me ha manchado la camisa. Dijo él. Deja, ahora te busco alguna de mi marido. Creo que te lucirían muy bien. Y lamenté que ya mi cuerpo solo fuera un montón crujiente de huesos, de lo contrario habría arrojado, sin que se diera cuenta, un puñado de gusanos a su desayuno.