La violencia es el apóstol de la civilización, y toda la civilización descansa en ella. Se manifiesta en paredes voluptuosas e invisibles que a menudo son confundidas con barreras saltables, con tímidas alteraciones de lo que llamamos paz. Las propias estructuras de la violencia se han asentado en las asimetrías y se ejercen desde ellas bajo el pretexto del “orden existente”. El apóstol, entonces, con total impunidad, adjetiva al negro de violento, al pájaro de trágico y al guajiro de bruto.
En este sentido, Alberto Peraza Ceballos no escribió un cuaderno de poesía, sino una misa para exorcizar la violencia. El autor logra condensar las estructuras del terror en un verbo: “Macerar”. El lector, con total responsabilidad, debe enfrentarse a toda la violencia sufrida por un cuerpo periférico al “orden”. Debe presenciar con sutileza y prepararse, porque el verbo se ha hecho libro.
Infinitamente existe el pueblo para el sujeto lírico; el pueblo, en cambio, no hace más que macerar a dicho sujeto. En esta triste inequidad se centra casi todo el discurso. Poco le importa a un todo abrazador una partícula periférica y sacrificable. La provincianidad del tercer mundo es el borde, un borde que tiene su propio centro de hegemonías.
El cuaderno se convierte en el diario del niño “pájaro” provinciano; pero lejos de lo que estamos acostumbrados a ver en la tradición poética occidental, en este caso no necesitamos un sujeto lírico iluminado, con todas las herramientas epistémicas acerca de un fenómeno o de la duda. Los poetas suelen tomar el verso por los cuernos, forcejear con el constructo y arrojar luces inevitables. «Macerar» está muy lejos de ello en casi la totalidad de sus textos. Busca, en su ejercicio completo, alejarse del control discursivo al encarnar en los ojos de un niño que descubre la maceración en cada trauma. Es un descubrimiento conjunto, que para el lector ilumina las estelas de un ensayo dolorido, pero que en el niño causa poco impacto, sirviendo como un mapeo sociocultural.
El niño-Virgilio, en su inocencia, nos guía a través de los sesgos de la violencia provinciana sin crear un mapa de entendimiento. La incomprensión se transforma, dando lugar a la rebeldía, la incontinencia y la profunda perturbación de aceptar la culpa como un instrumento lírico frente a un proceso que no le pertenece y que ni siquiera controla su más débil hálito. Es la esencia infantil una y otra vez, enfrentándose al nerviosismo de la inequidad conductual de sus semejantes.
Por supuesto, la maceración tiene sus matices, grados y formas de manifestarse. El autor recoge un ramillete de memorias que se adentran en el testimonio del dolor. El sujeto lírico infantil se debate constantemente entre un padre y una madre que mantienen un pacto frente al círculo de tiza.
El personaje del padre lo salva de ser plasmado como un estereotipo, el aliento orgánico de su cosmovisión funcional a los procesos culturales más conservadores:
≤YO ERA UN ENFERMO≥ y no tenía cura.
Así decía mi padre, y yo hundía los ojos en la nada, desprotegido, sin armas para defenderme.[i]
El padre es representado de manera goyesca, sin más matices que el trasfondo de ser señalado socialmente por tener un hijo “enfermo”. Se convierte, entonces, en un personaje poco complejo. Sin embargo, esto varía cuando, sin querer, adquiere un valor final en el poema que narra su muerte. Queda así un lienzo donde la sencillez tosca de este hombre plegado al canon patriarcal adquiere una solemne validez solo al morir. Tal como advierte Shakespeare en voz de Hamlet: “Es costumbre que se honra más rompiéndola que respetándola”. Esta representación cultural de ciertas costumbres patriarcales adquiere con el padre su única y mayor dignidad con su muerte.
En el otro extremo nace la complejidad. La madre porta una vela empática, un faro de contención que no está exento del calor de la luz. Ese relampagueo logra, en algún momento, macerar y ejercer violencia con todos los matices posibles de la ternura. Siempre que la madre entra en escena, los roles de género emergen sin oposición ni reconocimiento de ninguna de las partes. Nos llegan en círculos de agua con la sutileza de un poema sobre una realidad que parece un río imperturbable.
Como a Gaara del desierto, la madre, incluso después del poema sobre su muerte, constantemente forma un escudo de arena. Este escudo subconsciente se manifiesta desde el olor a sofrito casero hasta el problema filosófico del suicidio. El escudo no entiende el golpe, ni siquiera puede cuestionarlo, porque cree que el golpe es natural y dialéctico en su resistencia. La complicidad afectiva en esta relación madre-hijo tiene el engranaje de la ansiedad sobre el infante y su supervivencia.
Mientras en los contextos provincianos la cooperación forma una trenza de albahaca frente a los niveles de precarización, también trae consigo malezas menos olorosas. Por tanto, el pueblo que existe infinitamente para el niño también examina de cerca sus rasgos conductuales. La observación llega, se mete en su casa y se deshace en miramientos. Es temprano todavía; el pueblo, salvo dignas excepciones, puede salvarse y salvar a un integrante que parece hembrita, como dijera la vecina Alodia en el poema.
Se precisa un escudo de arena compacto, si en una arremetida se vuelve un filtro, un instante de proteger mientras se macera, el instante en el cual se lee:
“¿Por qué lloras, mima?”, pregunté cuando se marchó la visita. Ella volcó contra mí su ira: ≤los hombres no cosen≥, me gritó; “no pasan el tiempo bajo la falda de las mujeres; no hablan de modas ni juegan con cuquitas; no les piden a los Reyes Magos una batea; no pelan dientes de ajo, ni sofríen frijoles; los hombres no…”, y me apretó contra el pecho para protegerme de Alodia, quien era mi escudo contra el mundo.[ii]
En el extenso recorrido del sujeto subalterno, a menudo ocurre que incluso en sus zonas seguras persisten arquetipos heredados de una larga historia, bajo un canon que, como una camisa de fuerza, tiende a ser restrictivo, opresivo y estrecho, con marcadas connotaciones blancas.
Queda en la madre un aroma orgánico a lo épico, un faro de continuas ambivalencias, con sus luces de empatía, con sus olas ajenas de salitre inquisitivo, pero siempre desde una sensibilidad que le permite resplandor en especial cuando los versos señalan respecto a su compañía:
Cuando otros muchachos jugaban descalzos y se iban a los barrancos del arroyo con mi pistola de palo, yo prefería ayudar a mi madre. “Las guerras no son buenas ni en los juegos”, apuntaba ella, y una complicidad nos sacudía los huesos.[iii]
Nuestros héroes siempre están llenos de absurdidad y aunque la epicidad en su constructo más común rechace con ímpetu febril los gestos de una costurera y ama de casa que logra salvar a un poeta, siempre existe un poemario que se hace entre otras cosas para recordarnos donde se sustenta el andamiaje de poderes. Hay hombros obligados a llevar toda la fuerza del absurdo, toda la carga poética intrínseca en querer violentamente.
En los círculos dantescos del gremio de la poesía cubana, se rumorea que Macerar es un cuaderno por momentos palabrero. Sus argumentos llevan una carga de razón. Por más digno, también coherente, que sea un corpus estético debe estar en consonancia para su impacto comunicacional y expresivo de un vehículo que sea en sí mismo otra forma discursiva. El lenguaje es la limitación y el álgebra que subyace en toda la intención poética por esto contiene tanta responsabilidad.
Existen descuidos e irresponsabilidades con el lenguaje en el poemario, versos que se diluyen en la memoria por lo acalambrado de estrofas dentro de poemas, incluso en contadas ocasiones poemas enteros. Resulta curioso como para pretender reivindicación da cierre al poemario con textos donde se introduce el yo intelectual, esto termina por desmoronar la dicha ingenua infantil que construyó anteriormente.
Resulta natural que en un deseo por sobrevivir se adopte esta postura de triunfo doloroso, de poeta en proceso. Se convierte en un puzzle peligroso el hambre de los poetas dentro de los versos de la isla, y no son pocos los que han proclamado su naufragio en esta región. Navegar en la asimilación se vuelve complicado cuando te enfrentas a un proceso que posiciona en el poemario sus picos estéticos sin una cosmovisión asimilada. Hay una traición subconsciente a lo que se ha construido con tanto esmero, un autosabotaje discursivo.
Dentro de los círculos afectivos del poemario hay una flecha escalonada, un montón de sucesiones explosivas que tienden a vincularse fácilmente en la sensibilidad del lector, salvo en las excepciones donde el lenguaje frente a esas circunferencias emotivas queda ahogado y por lo tanto comienza el recogimiento en un grano primigenio de tartamudez.
EL poemario con sus otros valores construidos logra sobrevivirse a el mismo y sus desaciertos. Deja en si una de las experiencias literarias más vibrantes y atropelladoras en la poesía cubana dentro del mapa específico (me voy a permitir parafrasear a Cinto Vitier para lograr si se pudiera perturbar su espíritu) de lo pájaro en la poesía.
Las sexo-disidencias como aliento temático muchas veces han militado su poética en la dirección erótica, en Macerar casi siempre busca en cambio redirigir esa energía al secretismo y la perturbación de ser descubierto. Habitan en el libro dos formas válidas de mirar al eros; una trágica y otra espontánea. Se encargan los versos de fundir todas las llagas bajo una sotana desesperada en la forma trágica, mientras que en la espontánea resulta la absurdez y la sotana notas que desentonan la armonía.
Frente a tanta producción tokenista y descafeinada en estos ámbitos ideotemáticos, resulta esperanzador encontrar un poemario como este. Hay una madura asimilación no solo del espectro experiencial abordado, sino también de la manera de entenderlo. Tanta es esta asimilación que enmarca el descubrimiento del lector con la incomodidad que carga el sujeto lírico del poemario. Es una absoluta maestría en la forma de capturar la luz a través de un evidente eclipse. La voz del poema conlleva un viaje de maceraciones, una violencia que nos mantiene alerta, ya sea para generar empatía en quien pueda sentirlo, o para reconocerla en aquellos que la han sufrido. Es un manifiesto contenido en un verbo.
El espectro residual de la violencia quiere apagar las velas de una misa que contiene su exorcismo, para esto conjura a su favor; toda la penumbra de la indiferencia, la incólume fachada de los moralistas, y el eterno sacramento del idioma. Se desprende la consecuencia de que las velas han resignificado el calor de un verbo, y han secuestrado en su calurosa simbología el vocablo macerar, como quien quita con su tenue empeño el giro contractual de las palabras.
[i] Alberto Peraza Ceballos: Macerar, Editorial Letras Cubanas, 2019, p.10.
[ii] Ibidem, p14.
[iii] Ibidem, p12.