El empresario Elon Musk presentó, en días pasados, la actualización de su proyecto Neurolink: el Fitbit, una especie de chip que, tras implantarse exteriormente en el cerebro, conecta la mente con una computadora. El dispositivo promete varios avances en el terreno de la neurociencia: eliminar la depresión, la ansiedad, curar la ceguera, reparar el daño cerebral, etc. Y, por supuesto, una revolución en el terreno de la informática: la posibilidad de controlar (o ser controlados) por una computadora. Sin embargo Musk, como buen propagandista, no habló de los potenciales riesgos de su dispositivo.
Por ejemplo, saltan al ruedo algunas preguntas pertinentes: en el caso de que dicho chip, en efecto, tenga acceso a nuestra mente, ¿quién nos asegura que nuestros cerebros no pueden ser ‘hackeados’ por la misma compañía o por algún agente externo? ¿Quiénes podrán acceder a esa tecnología y a qué costo y a qué precio? En el caso —asaz probable— de que su implantación no sea universal esto dividirá a la humanidad en dos clases: los superhombres (oh, Nietzsche) o cyborgs y los homosapiens, lo cual tendrá un impacto social tan drástico que valdría hablar de una nueva revolución, ya no industrial, sino cibernética, con su consecuente lucha de clases.
Los mitos (parafraseando a Cicerón) son los maestros de la vida. Si no volvemos a ellos con ojos críticos, como humanidad, estamos ‘condenados’ a repetirlos: Eva se comió el fruto del conocimiento y —siguiendo el mito semítico— conoció la muerte. La curiosidad de Pandora —dice el mito helénico— destapó la sospechosa caja y esparció todos los males entre los hombres. Qué le deparará a la humanidad cuando la curiosidad de Elon Musk implante el primer chip en un cerebro humano… De qué paraíso seremos expulsados, qué nueva muerte conoceremos.