La parte más libre y auténtica de nuestra existencia
es siempre “inoportuna” para nuestro tiempo.
Mauricio Wiesenthal, El derecho a disentir
I
Después de volver la mirada sobre aquellos libros, figuras, y personajes que terminarían revelándose —como si de fotografía se tratara— y rebelándose —como si de un guerrillero se tratara— vuelven a mi memoria dos autores por cierta irrupción inconsciente que según dicen suele presentarse al volver la mirada sobre esos años que terminarían decidiendo el porvenir de aquel adolescente peregrino, irreverente y desbocado que disfrutó tanto de los placeres clandestinos de una cultura urbana y discreta —el bajo mundo es un cáncer— como de los privilegios de una formación itinerante, azarosa, burguesa y elitista —el bajo mundo no sabe de clases— y que lo mismo vivió en el centro como en la periferia de los proscritos anacoretas que el espíritu de nuestro tiempo precisa ubicar dentro de los márgenes de lo incognoscible través de tropiezos y cicatrices como elemento único de todo cuanto podamos interpretar como testimonio y reconocimiento de una cultura libre e intempestiva que se desdobla entre el arrabal y la academia: José Ortega y Gasset (1883-1995), y Octavio Paz (1914-1998). Del primero llegaron a mí sus artículos y ensayos filosóficos, literarios y periodísticos que primero fueron publicados en suplementos culturales, y que posteriormente llegarían a mí de la mano y el librero de mi padre: un académico, activista y empresario severo y reservado con el que durante mis años de formación ejerció tanto el amor como el temor y la fuerza, y al que al cabo de los años debo esa deformación y singularidad que determinarían ese extraño abismo que ahora soy. Al volver sobre estas líneas veo que se escapa el título de esa formidable obra sobre la que no hice más que hablar vagamente antes de comenzar con esa digresión que refiere las relaciones y tensiones que durante tanto tiempo fueron santo y seña del destino que comenzaba a proyectarse sobre el horizonte, y que por otro lado es tan común en las relaciones entre padre e hijo. De esto último valdría resaltar sobretodo el profundo impacto que terminaría teniendo la literatura, el cine, la música, la fotografía y la pintura en su servidor. Nuevamente desvarío el título de esa obra iniciática es El Espectador, que algún editor de notable criterio y maestría terminaría por publicar en una colección de clásicos accesibles cuyo orden y disposición se encontraba en los libreros de todo profesionista. De Octavio Paz el recuerdo se suscribe a una serie de habitaciones en obra negra, sin zarpeo o puertas de por medio que por lo demás tenían todo lo necesario para subsistir: tres camas, dos petates, una cocina que hacía las veces de sala y comedor, con una mesa de cemento al centro y cuatro o cinco viejos equipales cuyo orden y disposición variaba según se mirase. Donde el televisor era a la vez héroe y villano en una familia cuya economía era precaria e intermitente. Por baño se comprendía el extenso patio al que invariablemente terminaba uno por aventurarse; regentado por outsiders de mirada triste y difusa, delgados famélicos sucios reservados y viejos en los que sin embargo podía percibirse algo parecido a una voluntad —una voluntad necia y desesperada— en la que se anunciaba a gritos la vida. Denso como una nube que asoma sobre el cielo —sobre un cielo vagamente iluminado— en una tarde de verano a la hora de la canícula recuerdo los efectos de esa imagen primera de la muerte atravesando abril de mil-novecientos-noventa-y-ocho a la hora de la cena reunidos frente al televisor: se trataba —claro está— de Octavio Paz.
Después de volver la mirada sobre el silencioso transcurrir de los años vuelvo —como vuelvo sobre el mismo texto— sobre mí mismo, y recuerdo cómo es que esas dos figuras advertían ya ese extraño abismo de treinta años que ahora soy, y cómo esos dos acontecimientos irrumpen y se presentan con absoluta libertad —la memoria es un ejercicio de creación— frontera de lugar o frontera de tiempo: la memoria es un ejercicio de creación.
Ser libre consiste precisamente en saber escapar de la cárcel de nuestras circunstancias para organizar nuestras ideas y nuestra vida desde una perspectiva más distante, y en ser capaz de recorrer nuestra época a contracorriente de muchas tendencias y modas.[1]
Todo lo que ocurre, cuando tiene importancia,
es contradictorio por naturaleza.
Henry Miller, Trópico de Capricornio
II
Pasarían más de tres o cuatro años antes de retomar la lectura y estudio de la obra de ambos autores.
Durante este período comenzó el venturoso camino de mis primeros ejercicios profesionales como músico, escritor fantasma y corrector de estilo. Varios oficios de necesaria discreción y clandestinidad que a fuerza de mantener la corrección y el orden de nuestras finanzas familiares terminaría por rematar. Acostumbraba servirme de esta extraña miscelánea para estructurar mis lecturas en los tiempos muertos que se sucedían entre clase y clase, y solo o acompañado tenía la costumbre de realizar estos propósitos en el tejado del bachillerato donde finalmente terminaría obteniendo mi título a fuerza de ingenio y carisma, sirviéndome del delicado estado de las cosas en que dicha institución se encontraba.
Con una geografía de afectos concluí satisfactoriamente mis estudios de nivel superior meses antes de la desaparición de esa institución que por sendas irregulares burocráticas y legales sería clausurada.
De influencia política en franca decadencia, el fundador y principal accionista del colegio se vio envuelto en una tormenta de mierda que más tarde que temprano termina por disolver la carrera de todo funcionario público. Sobre los agravantes y la severidad de los motivos de su dimisión solo el polvo y la humedad son testigos.
Durante esos últimos años de bachillerato había elaborado una serie de ficciones que sirvieron como cimiento de futuras empresas académicas y comerciales.
Desde la azotea del bachillerato atendía el centro y esa extraña concepción del silencio; bajé la mirada y contemplé el cruce de Revolución y Madero, y recordé esa imagen primera de la muerte atravesar abril —denso como una nube que asoma sobre un cielo vagamente iluminado—, volverse sobre sí misma y mudar en palabra: esa extraña concepción del silencio.
Corre y se derrama en mi frente
lenta y se despeña en mi sangre
la hora pasa sin pasar
y en mí se esculpe y desvanece
Yo soy el pan para su hambre
yo el corazón que deshabita
la hora pasa sin pasar
y esto que escribo lo deshace
Amor que pasa y pena fija
en mí combate en mí reposa
la hora pasa sin pasar
cuerpo de azogue y de ceniza
Cava mi pecho y no me toca
piedra perpetua que no pesa
la hora pasa sin pasar
y es una herida que se encona
El día es breve la hora inmensa
hora sin mí yo con su pena
la hora pasa sin pasar
y en mí se fuga y se encadena[2]
III
Durante las últimas semanas el ritmo de mis actividades se ha visto severamente afectado por cuestiones que escapan a mi entendimiento; cuestiones que por otro lado me han servido para avanzar ese proyecto en que siempre encuentro consuelo y propósito: la escritura. Se sabe de los diversos padecimientos que autores como Nietzsche y Dostoyevsky —toda proporción guardada— sobrellevaron al tiempo que su producción aumentaba en calidad y substancia.
Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí mismo todas las facultades de la organización de quien piensa.[3]
Después de pasar revista por todo cuanto encontré sobre la Vida y Obra de Octavio Paz; desde ensayos académicos, documentales, autobiografías y biografías —con un estilo y una prosa admirable— resolví que si habría de servirme de algún testimonio o documento, ese testimonio o documento habría de ser —en primera instancia— su obra misma, y —sabiéndome tan analfabeto como apático en lo referente al escrutinio institucionalizado sobre el que tantas carreras se han formado— el fugitivo y permanente impacto que esta tuvo sobre mí.
¿Cuál es pues mi circunstancia?
A todos, en algún momento se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se revela en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia.[4]
Vivo a fuerza de voluntad y determinación, y cuanto sé de la vida está cifrado en el absoluto desconocimiento que poseo de la misma.
De camino al centro —-el jueves diecinueve de marzo de dos-mil-quince— fui arrollado y arrastrado sobre el pavimento por una camioneta Pick-Up en el cruce de una de las avenidas más transitadas de Colima.
Conforme va el hombre viviendo múdanse sus pensamientos, quiéranse sus proyectos, entran otros en su lugar, llegan y pasan bramando las pasiones, trastocándose mil veces las ambiciones, mueren los amigos y los hermanos, sobreviven otros amigos y otros hermanos, todo se estremece y oscila, se transmuta y huye, se renueva y cambia. En tanto una sola realidad permanece, una sola cosa está sentada a nuestro lado tácitamente y si caminamos hace vía con nosotros: el Deber, pardo, vulgar personaje sin historia.[5]
Después de aquel episodio abandoné los estudios y comenzó un tedioso tratamiento abundante en somníferos y acompañamiento terapéutico como asidero y refugio contra la depresión y el insomnio que sucedieron al accidente.
Durante la tarde del segundo o tercer sábado de abril advertí cierto malestar que terminaría por sumirme en un estado delirante y febril sobre el que se fundaría el tercer y último abismo que a fuerza de voluntad, determinación, desencanto y resentimiento signaría ese año —el dos-mil-quince— como el año del exceso y la degradación.
Colima es un narcótico abarrotado de enfermos y artistas asalariados cuyo mayor aporte cultural reside en el modo discreto y surrealista del éxito comercial de Juan Orol.
Con el paso de los años, y ante los frustrados intentos de encontrar fármaco o terapeuta competente vuelvo la mirada sobre esos años de formación y el recuerdo vuelve en esa extraña concepción del silencio, esta vez con un estruendo de veintidós versos.
Olvido
Cierra los ojos
bajo el follaje rojo de tus párpados.
Húndete en esas espirales
del sonido que zumba y cae
y suena allá, remoto,
hacia el sitio del tímpano,
como una catarata ensordecida.
Hunde tu ser a obscuras,
anégate en tu piel,
y más, en tus entrañas;
que te deslumbre y ciegue
el hueso, lívida centella,
y entre simas y golfos de tiniebla
abra su azul penacho el fuego fatuo.
En esa sombra líquida del sueño
moja tu desnudez;
abandona tu forma, espuma
que no se sabe quién dejó en la orilla;
piérdete en ti, infinita,
en tu infinito ser,
mar que se pierde en otro mar:
olvídate y olvídame. [6]
IV
De la memoria vuelve una frase que le escuché decir a Juan Villoro a propósito de Octavio Paz y sus desencuentros con los intelectuales y políticos de su tiempo: “a veces es peligroso tener razón antes de tiempo”. Octavio Paz y Ortega y Gasset compartían ese espíritu del Deber y de la Libertad que no siempre eran bien vistos entre sus contemporáneos.
Al desarrollo tecnológico se comporta cierto tipo de degradación y aislamiento que suele establecerse discreta y paulatinamente en la deriva pesada de la inmediatez.
Muy pocos quieren ser únicamente negativos o difíciles, pero si esas cualidades se asociaran a lo verdaderamente interesante, cautivador y peculiar, ¿no podría mantenerse una conversación de verdad? El mayor delito que se está perpetrando en este nuevo mundo es el de pisotear la pasión y silenciar al individuo.[7]
No es necesario levantar una piedra —como antes— para encontrarse con uno de esos comediantes modernos cuya urgencia por expresar su opinión —ya sea repitiendo, plagiando o parafraseando la opinión de la mayoría— y establecerse ora como crítico de cine, ora como activista social, ora como esto y ora como lo otro, termina por hacer de él poco o nada más que nada.
Don Quijote de la Mancha, El Capital —los tres volúmenes— , y la Biblia son los tres libros más reconocidos y comentados de la historia, (como también los menos leídos).
Cuando todo el mundo se considera especialista, alguien con una opinión que merece ser escuchada, lo que se consigue es que las opiniones individuales importen menos. [8]
Sucede algo conforme con los críticos de Octavio Paz, cuyas opiniones se suscriben casi por entero a su polémica su figura pública, al margen de su obra literaria.
¿De cuánto estudio y cuánto tema de conversación son centro?
¿De cuánta amistad y enemistad son motivo?
Pero, ¿quién puede jactarse de que alguien lo haya comprendido?
Todos morimos desconocidos. [9]
Quizá el reto más grande de nuestra especie consista en poder conciliar el despiadado rostro de nuestra condición egoísta, y el transitorio y feliz andar de los años en compañía de lo(s) otro(s): es ahí donde reconocemos todos los matices del solo silencio en donde nos reunimos. Bajo la consigna: ——es el otro, no soy yo—— tropezamos felizmente sabiendo sin saber que tanto en nosotros como en el otro vive(n) uno o tanto(s) yo(es) como en secreta legión de silencio extrañas y abismales melodías conviven en discreta y furiosa armonía.
El mundo es como es: nosotros quisiéramos que fuera de otra manera, y nos afanamos por lograrlo. Al mundo que es oponemos un mundo que debe ser. Sobre la realidad trabajamos por fundar la idealidad.[10]
Octavio Paz es ese portento de la naturaleza nacido el treinta y uno de marzo de mil-novecientos-catorce en la Ciudad de México —durante la revolución mexicana—, y muerto el diecinueve de abril de mil-novecientos-noventa-y-ocho. Diplomático y poeta, ensayista y traductor, testimonio de sangre y arena: en cuya presencia se advierte un poco de cada uno de nosotros.
Durante esos años de exceso y abandono el narcótico por excelencia lo encontré al interior de esos enclaves clandestinos vulgarmente designados con tensión y suspenso como el imperio de la imaginación al servicio de la verdad. Delirante, enamorado y fugitivo comencé a frecuentar esos sitios cada vez con mayor regularidad, y perdido como estaba encontré en aquellos textos el consuelo y la constitución que precisaba entonces para afrontar esa escabrosa sustancia y abatimiento correspondiente al agobio de la deriva pesada que comporta el tránsito por la vida.
Al terminar la jornada tengo por costumbre volver sobre la memoria como ejercicio de creación, y reportar en una suerte de Diario los acontecimientos más inmediatos y relevantes de todo cuanto soñamos en esos momentos de vigilia que ocupan nuestro tiempo y confirman nuestra inconsciente y bienaventurada libertad.
En la historia del pensamiento aparecen a lo mejor hombres ante los que mostraron gran respeto sus contemporáneos, pero que no dejaron obra sobre que nosotros podamos hoy reconstruir definidamente aquella alma venerable. Sea un ejemplo Sócrates. ¿Pero qué cosa fue Sócrates? Y ved lo que tenemos que responder: Sócrates fue Platón y Jenofonte, Sócrates es un poco de todos nosotros, que desde hace veinticinco siglos vamos naciendo con unos acordes socráticos dentro de la armonía equívoca de nuestro espíritu. Mas para nosotros, Sócrates es una idea que nos enseñó Platón, al tiempo que para este divino filósofo, Sócrates fue una aventura; mejor aún, la aventura, aquel momento de la vida individual que polariza, que cristaliza en forma decisiva el resto de esa vida individual.[11].
Octavio Paz es también esa aventura personal con la que tropecé en algún momento de mi vida revelándose —como si de fotografía se tratara—, y rebelándose —como si de un guerrillero se tratara— como el testimonio de una cultura libre, solidaria y fugitiva que terminaría por determinar el porvenir de ese adolescente entusiasta irreverente y desbocado que alguna vez fui.
Madrugada
Rápidas manos frías
retiran una a una
las vendas de la sombra
Abro los ojos
todavía
estoy vivo
en el centro
de una herida todavía fresca.[12]
Epitafio de un poeta
Quiso cantar, cantar para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades.[13]
Bibliografía: