I
Pocas veces he podido sentir que la palabra está dotada de energía creadora como cuando me acerco a la poesía de Octavio Paz. Quizás muy pocos en Cuba sean conscientes de que, en su país de origen, el Nobel de literatura es amado y odiado a partes iguales por disímiles y no siempre justas razones. A los cubanos, que todo influjo, poético o no, lo recibimos bañado por el agua del mar Caribe, lo cual quizá implique que nos llegue un poco deslavado y, en ocasiones, límpido, la figura de Octavio resplandece sin que ninguna mácula le reste calidad a su obra. Tal vez el factor de la lejanía y la cuestión de la insularidad sean determinantes para entender la opinión que se forjó el poeta cubano José Lezama Lima acerca de Paz, quien afirmó en varias ocasiones ser deudor de la obra del mexicano. De hecho, en la obra de estos dos autores herméticos pueden rastrearse temas afines.
II
En Octavio Paz la palabra no solo es energía creadora, sino poder destructivo. La palabra como espejo, imagen del ser. Portadora de la verdad acerca de la muerte. A diferencia de Lezama Lima, quien construyó todo un sistema poético para sustentar su universo literario, sistema que, al final de su vida, echó abajo, ya que todo sistema limita la visión del macrocosmos; Paz comenzó por derribar cualquier intento de sistema, sobre todo los pensamientos esquemáticos, y a partir de ahí, cavando, con el rostro empolvado y las manos temblorosas, reconstruyó, bloque a bloque, su propio mundo. En última instancia, para ambos, los caminos trazados sirvieron para el propósito de vencer a la muerte, tema cuya recurrencia raya en la obsesión, sobre todo en el mexicano.
No obstante, el espíritu octaviano se percibe más calmo que el del autor de Paradiso. Sus versos nos recuerdan la musicalidad de la lluvia, o el fluir armonioso de un riachuelo entre las colinas de un templo tibetano. En Lezama se observa un caos primigenio (Orígenes se llamó la revista más importante de las que editara, en la cual Paz colaboró de forma asidua).
III
Por razones políticas, más que literarias, fue imposible un encuentro personal entre los dos poetas, pero el acercamiento fue posible gracias a la magia de la palabra. La amistad quedaba sustentada en una admiración mútua. Para Lezama Lima, Octavio llegó a representar la mexicanidad, porque él mismo, como se sabe, ya representaba la cubanía. La esencia del espíritu mexicano: Rebeldía, religión, mitología, historia, arte, quedaban revelados en el ser del autor de Libertad bajo palabra.
El acercamiento literario no solo fue patente en el plano de las colaboraciones o de las cartas entre ambos, sino de dos poemas que se dedicaran el uno al otro. “Es muy difícil escribir sobre Octavio Paz”, diría Lezama a Emir Rodríguez Monegal cuando éste le pidió algún texto para una edición en honor de Paz, de la Revista Iberoamericana; a lo que añadió: “Haré algo, un poema, tres o cuatro, lo que sea para demostrarle mi devoción a su obra”. Quizá fue fruto de la devoción, más que a la petición, el poema titulado Octavio Paz, fechado en el mes de mayo de 1971 y recogido en su poemario póstumo Fragmentos a su imán.
IV
El poema, como toda la obra del cubano, es de difícil acceso; sin embargo, transita por vías de interpretación distintas a su poesía anterior, ya que en esta última etapa lo mueven nuevos motivos (Fragmentos a su imán puede, o debe, ser leído como una especie de grimorio). El texto inicia con una potencia demoledora: de un caos primordial surge un ente portador del Logos, el cual realiza un viaje iniciático por los diferentes planos divinos para, luego de atravesar las sucesivas pruebas, re-crear el mundo a partir de la palabra:
En el chisporroteo del remolino
el guerrero japonés pregunta por su silencio,
le responden, en el descenso a los infiernos, los huesos orinados con sangre
de la furiosa divinidad mexicana.
El mazapán con las franjas del presagio
se iguala con la placenta de la vaca sagrada.
Vemos al héroe entablando un diálogo con las potencias infernales. Se sabe que para Octavio el mundo, enajenado, fragmentario, roto, se asemejaba a lo demoníaco. El silencio se plantea solo como pregunta, ya que de esa región solo se escapa retornando, mediante la palabra, al útero sagrado.
V
El pabellón de la vacuidad oprime una brisa alta
y la convierte en un caracol sangriento.
La plancha número ocho del Mutus liber representa la concepción dentro del huevo hialoide de la Gran Obra, personificada por Mercurio, quien es llevado en el seno del viento —Portavit eum ventus in ventre suo—. La palabra, que mediante un proceso alquímico ha retornado a su carácter primordial, adquiere nuevas significaciones. A partir de aquí el poema se bifurca hacia un laberinto de asociaciones, donde las imágenes más caras a Lezama Lima, como la ciudad tibetana, el ciervo y la esfera, se unen, como un espejo que reflejara en un mismo punto a dos observadores, con los conceptos poéticos del autor de El arco y la lira. Pero el laberinto, que a primera instancia parecería inescrutable y que nos obligaría a andar, como ciegos, palpando las paredes, es recorrido por el hilo sangriento del caracol que nos conduce a la salida.
VI
El autor logra dejar su cuerpo y reaparece, por mediación de un viaje astral, en dos lugares a la vez, en el carnaval de Río y en la Isla de San Luis, donde entabla un coloquio con Octavio. La lejanía insuperable, la distancia que los separa es franqueada por el acto poético. La palabra les permite vislumbrar las luces de la ciudad tibetana, sin embargo, y porque la poesía implica sobre todo al oído (el caracol y el laberinto son, también, parte del órgano auditivo) y no a la vista no podrán ver, en vida, la ciudad, aunque escucharán su rumor, como el sonido de una lluvia que cae sobre un bosque lejano.
En Río el carnaval tira de la soga
y aparecemos en la sala recién iluminada.
En la Isla de San Luis la conversación,
serpiente que penetra en el costado como la lanza,
hace visible las farolas de la ciudad tibetana
y llueve, como un árbol, en los oídos.
El murciélago trinitario,
extraño sosiego en la tau insular,
con su bigote lindo humeando.
Todo aquí y allí en acecho.
Es el ciervo que ve en las respuestas del río
a la sierpe, el deslizarse naturaleza
con escamas que convocan el ritmo inaugural.
Nombrar y hacer el nombre en la ceguera palpatoria.
La voz ordenando con la máscara a los reyes de Grecia,
la sangre que no se acostumbra a la tenaza nocturnal
y vuelve a la primigenia esfera en remolino.
El sacerdote, dormido en la terraza,
despierta en cada palabra que flecha
a la perdiz caída en su espejo de metal.
El movimiento de la palabra
en el instante del desprendimiento que comienza ¿
a desfilar en la cantidad resistente,
en la posible ciudad creada
para los moradores increados, pero ya respirantes.
VII
Nuestro héroe ha transitado exitosamente por los diferentes planos divinos. Fluye, como navegante, por el río de la consciencia. Ha sido testigo del poder creador de la palabra. Ahora, debe asumir la misión de devolver a la palabra toda su potencia creadora. Debe reconstruir los espejos rotos donde el mundo se mira destrozado.
Sobre el proceso de recomposición del lenguaje, Paz comenta en El arco y la lira:
“La creación poética se inicia como violencia sobre el lenguaje. El primer acto de esta operación consiste en el desarraigo de las palabras. El poeta las arranca de sus conexiones y menesteres habituales: separados del mundo informe del habla, los vocablos se vuelven únicos, como si acabasen de nacer. El segundo acto es regresar a la palabra: el poema se convierte en objeto de participación. Dos fuerzas antagónicas habitan el poema: una de elevación o desarraigo, que arranca a la palabra del lenguaje; otra de gravedad que la hace volver”.
A este proceso aluden los versos finales del poema Octavio Paz:
Las danzas llegaron con sus disfraces
al centro del bosque, pero ya el fuego
había desarraigado el horizonte.
La ciudad dormida evapora su lenguaje,
el incendio rodaba como agua
por los peldaños de los brazos.
La nueva ondenanza indescifrable
levantó la cabeza del náufrago que hablaba.
Sólo el incendio espejeaba
el tamaño silencioso del naufragio.
Doble proceso: desarraigo y evaporación del lenguaje. El poeta, que padeció los sufrimientos del naufragio en el turbulento mar del lenguaje, ahora puede relatar el tamaño silencioso de su aventura. Puede escribir el poema.