De tanto verte expulsado así, a la noche,
has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía
yo. […] seguro que acabarás descubriendo
lo que da tanto miedo a todos, a todos esos
cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche.
¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!
LOUIS-FERDINAND CÉLINE
De un tiempo a esta parte he estado acostumbrándome a los encomios no vayas a ese sitio, o ten mucho cuidado porque en ese otro pasa esto y aquello… Ya estaba ahí, empero. Paso a paso el silencio rellenaba el espacio que íbamos dejando en la noche. El pavimento estaba mojado tras copiosa lluvia y yo me concentraba tan sólo en dos inmediateces: la posibilidad de resbalarme y también que de una esquina cualquiera surgiese un grupo de siluetas cuyas sombras alargadas al resplandor de la luna se mostrasen blandiendo armas de asalto. Pese a ello, antes que tensión en las partículas, brotaba de éstas placidez y parsimonia. Delante de nosotros, Santos nos abría paso con su cuerpo entallado de bailarín a la ciudad callada, somnolienta.
Mis viajes suelen ser por cuestiones literarias, travesías por el país con asuntos trascendentes sólo para pocos. Narrativa como acto de conocimiento. Novela breve como introducción a… No pocas veces estas excursiones me han llevado al peligro, como tiempo atrás ocurriera en la Nueva Italia, justo en el momento en que las autodefensas tomaban la ciudad incendiada y, tras barricadas de costales de arena, miré rostros cubiertos o rifles asomando.
Ahora estaba en Cuidad Gótica y a ésta pertenece la noche. No vayas si puedes evitarlo, se me dijo. Si es impostergable tu viaje, que sea por avión, nunca por carretera. Meses antes, en Reynosa, el grupo de escritores del que formaba parte en un Encuentro Nacional debió guarecerse en el hotel, evitar la permanencia grupal en el restaurante del hospedaje porque eso podría interpretarse como afrenta. No atraviesen la calle… Cuando así hicimos, siempre bajo la compañía de nuestros anfitriones, ante cada jeep a nuestro paso, todos sin placas, había hombres de pasamontañas y nunca supimos si eran federales o gente del crimen organizado. En Ciudad Victoria se me dijo lo mismo: no salgas, no hables con nadie. Mis anfitriones en esa ocasión me llevaron a comer y fueron explícitos en que evitase opiniones sobre la música que ahí se ponía (yo habría dicho: melodías vulgares de narcotraficantes). Algo más: debía callarme la palabra narco.
Dos sílabas pueden costarle a uno la vida ahí. ¿Era posible frenar la realidad, redirigir sus vectores? Después, aquel destino a tres horas de viaje por carretera en dirección sureste, donde yo, pese a lo que fuera, quería estar. Iba como invitado a la entrega de los premios nacionales de cuento Rafael Ramirez Heredia y el Efraín Huerta de poesía. El ganador del certamen de cuento era S. y A, el de poesía. Qué alegría reencontrar al poeta y saber de su presea por La canción de los ahogados.
Horas después de entregados los premios, íbamos a la noche. S., era reservado, de piel clara y provenía de Mexicali. A., resultaba su antítesis: irreverente y originario de Acapulco, con la tez bronceada por el sol de una vida. A Santos acababa de conocerlo, sin embargo su carácter dicharachero lo hacía afable al instante. Yo era un testigo callado que se iba fijando en el suelo húmedo de lluvia y en los reflejos de las luminarias a cuatro metros de altura: como ríos, corrientes líquidas de luz. Luego dirigí la atención al perro de pelambre ceniciento que se nos acercaba uniéndose a la expedición. Cánido. Can.
Pero me estoy adelantando. Será por la fascinación de Ciudad Gótica con sus casinos y salas de juego de otrora tiempos de gloria, donde el azar se volvía dueño de fichas y de dinero. Horas antes de la premiación me había pedido para comer una carne de res a la parrilla porque los productos del mar ya me habían hartado. En breve nos reuniríamos con el alcalde en compañía de Irma, bailarina y anfitriona nuestra. Una vez en el recinto se nos habló de la importancia de la cultura en esos momentos de incertidumbre. Los ojos del alcalde vestido de blanco (su pelo plateado), quien logró cierta conciliación en zona de guerra, así se nos mencionó, eran de un azul claro que parecían penetrarlo a uno mientras hablaba. Yo le expliqué mi creencia en el poder del arte.
Ignoro si era o no un buen hombre, pero previamente se había aprendido cada uno de nuestros nombres y en esta época triste, era de amnesias e indolencia, el que alguien recuerde nuestro nombre es esperanzador porque niega al olvido sus estrategias asesinas. El alcalde ojos de felino, con algo de sí transparentándose, atento a cada palabra que yo decía, asintiendo incluso a los movimientos enfáticos de mis manos (tics, debiera decir), él, o sus ojos clarísimos, o ambos, taladraban el alma en busca de la verdad. Ciudad Gótica, Tamaulipas, no estaba sumida en el olvido.
De modo que ya caminábamos, luego de recibir el poeta y el cuentista sus merecidas
ramas de laurel. Yo cuidando no irme de nalgas sobre el suelo mojado. Cuando Ciudad Gótica sea ceniza —pronuncia un personaje en The Dark Knight Rises— recién allí tendrás mi permiso para morir. Y esto, al menos ahora, no arderá, me dije, no con la tormenta precipitada luego de la ceremonia. Se nos había llevado a cenar al enorme casino de un edifico elegantísimo, y luego Irma nos despidió dejándonos con Santos, a quien acababa de presentarnos. Están en buenas manos, aseguró mientras nos daba un beso en la mejilla, no vayan a separarse de él. Fue cuando dimos los primeros pasos adentrándonos a la noche. Moríamos de ganas por unas cervezas.
¿Dónde beber? Santos, portafolios en mano y visiblemente cansado, no fue ajeno a nuestra solicitud. Si quieren ir por una cerveza, yo los guío, pero sólo una hora, para irme a descansar. En taxi nos dirigimos a un bar a cuyo nombre no puse atención. Dentro había gente que me pareció agreste. Sonaba la música de banda que suelo criticar. Dos guaruras robustos y de rostro fiero custodiaban la entrada. Descubrí empero que, si uno se concentra sólo en su bebida helada, en la plática con quienes le acompañan, nada ocurre. (Y no mires a los ojos a esa gente, me habían dicho). Santos se animó y nos llevó a otro bar de ambiente familiar, donde bebimos tres cervezas más y jugamos billar. Luego fuimos a un sitio decadente y encantador donde las luces neón contrastaban con el color rosáceo de las paredes y mujeres entradas en años bailaban con parroquianos desconfiados. Así pasaron las horas, yo brindando con el cuentista, con el poeta, con el bailarín. Hablábamos de cómo se las arregla alguien que no es Juan Villoro o Vargas Llosa para vivir de un trabajo de oficina o de academia sin dejar de escribir. Santos añadía sus comentarios como conocedor de artes escénicas, gesticulaba moviendo las manos delicadas, sin acordarse ya de su promesa de retirarse en una hora.
Estábamos ya animados por el alcohol, serían las tres de la mañana. A. sugirió que saliésemos a caminar un poco a las calles. ¿Estás seguro?, preguntó Santos. Sí. El poeta no tenía miedo. El poeta quería salir a la noche. Yo también. ¿Tenía miedo? Sí, temblaba con la sola idea, pero mayor resultaba mi curiosidad. El calor había calentado mis venas con un último ron (¿whisky?), haciéndome sentir temerario antes de que saliésemos a atacar las altas horas ligeramente mareados. Tenía bien presentes las palabras que meses atrás, sobre la zona que pisábamos, escribiera Kurt Holander para The Guardian: “Años de guerra entre grupos delictivos han convertido este destino de ‘spring-breaker’ en una pesadilla estilo Ciudad Gótica. Ahora, algunos de los residentes de Tampico están tomando las calles en un desesperado llamado a la paz”.
Entonces Tampico, esto es, Ciudad Gótica, había sido escenario de balaceras, cabezas escindidas, secuestro, extorsión, etc. y nadie mencionaba otra cosa al referirse a la ciudad portuaria.
Salíamos a caminar a las tres de la mañana. Santos, renovado por las cervezas frías, se miraba resplandeciente al dejar con nosotros el bar. Pero sólo serán unas cuantas cuadras, nos advirtió. Es por la seguridad de todos, y en zonas donde me conocen de vista. Había llovido fuerte. Aún lloviznaba. Mis zapatos, me dije, a ver si no se echan a perder. Ese perro que viene, ¿viene hacia nosotros?, me dije. El perro oscuro ya se nos había unido. Resoplaba con curiosidad. Movía la cola y su sombra era una con él bajo la luz de luna.
Las construcciones silentes más allá del Centro Vasco, pasando la Plaza de la Libertad, que otrora vibraron de vida en tiempos tan ajenos a nosotros como ajena es ya la bondad, nos invitaron a reunirnos en torno a nosotros mismos en medio de la soledad. Luego: edificios húmedos en la calle Cristóbal Colón. Abandonados. Corroídos. Entregados al tiempo e infinitas noches de insomnio. De abandonados, de solos y a punto del derrumbe, eran habitados por árboles. Tampico: ciudad arrebatada a los hombres y entregada al reino vegetal. Ahí sigue habiendo belleza, sin embargo, porque las paredes continúan hablado, los muros dejan oír goteras de pasado cuyo eco se (re)unía al de los nuestros pasos en esa caminata hacia lo desconocido. Cuidado, pensé, la belleza daña.
El perro continuaba entre nosotros. A veces delante, otras a la retaguardia. Me dije: ¿qué puedo ofrecerle de comer? Éste movía la cola, husmeaba mirando a cada uno de nosotros. A. lo acarició un par de veces. Mis manos tocaron en vano mis bolsillos. Santos nos señaló los monumentos de la Plaza de la Libertad iluminados por lámparas, que nada llamaban mi atención porque mi vista iba puesta en los edificios atrás nuestro, carcomidos por el salitre, húmedos también, como fantasmas contemplándonos silentes. ¿Quiénes eran aquellos que los habitaron y luego se fueron y adónde los llevaron sus pasos en posible huída? Demos la vuelta, dijo Santos, animoso de seguirnos mostrando (señalando) su ciudad adolorida que, sin embargo, sonreía. Atravesamos de regreso por entre los monumentos, las luces encendidas de blanco, y en la cercanía, rumoroso, se oía el fluir del Pánuco. Ahí estaba el puente que ordenó Don Porfirio en honor a Margarita Romero Rubio. Ay, Romero Rubio. (Esto es un (pre)texto para hablar de mí y conmigo. Escuchar reiterativamente los apellidos Romero Rubio de la voz dulce de Santos me lastimaba. Así se llama mi colonia de origen en Ciudad de México. Dije a Santos, o a A. o a S. que la Romero Rubio aún me dolía, mi corazón se desgarra al oír de ese territorio perdido de mi infancia, o el territorio de mi infancia perdida. Mi casa.)
Nuestros pasos eran el único sonido. Nada de almas a la vista. Ésos, y no otros, eran los sonidos de la noche: tres forasteros y un guía. Más bien dos. El perro ya se asumía de nuestro equipo. De vuelta, vimos el edificio Municha, también viejo, pero erguido y no dejado a la ocupación de los árboles. Pacería que eso era todo. A. dijo que deseaba seguir caminando. S. estaba animado. Yo también. Eso despertó de nuevo el ánimo de Santos, en quien había visto resurgir el cansancio. Vayamos hacia ese lado, señaló A. Era el área un poco más allá del Cascajal. (No vayas si no es importante. No salgas si ya estás allá, mucho menos de noche.) Al principio, Santos vaciló. Luego asintió. Incluso nos pidió no preocuparnos, aunque donde queríamos ir era ya zona con focos rojos de advertencia. En la voz de Santos había empero algo del tono de quien sabe de su poder sobre los otros, y lo ejerce. Tengo contactos y conocidos por lo que sea. Están en buenas manos. No íbamos por tanto temerosos, sino fascinados. Y fascinación es una bella palabra del léxico. Fascinación, con su enfática sc, se antoja para luz tenue y alargamiento de sombras y luna arriba y brisa fresca. Me dije: si algo nos pasa, como mínimo este perro ladrará. Me dije, y dije a los otros, está flaquito el can, pero podría saltarle a un maleante a la garganta. Si algo nos ocurre, me dije, este perro, será nuestro guía, aquí o de aquel lado.
Empezamos a caminar por Héroes del Cañonero. La luz era de luna y de faroles encendidos. Más edificios húmedos, viejos. Dentro parecía latir el silencio. Pero el silencio es hábil para seguirle a uno los pasos por las calles de Tampico, léase ciudad y léase gótica, léase aproximadamente a las cuatro de la mañana. Las sombras se alargaban. Sombras, silencio, el sonido de nuestras pisadas sincronizadas en esa nocturnidad. Nocturnidad es una palabra hermosa en las cuatro sílabas que la conforman. No podía comunicar esa euforia a nuestro guía, no al poeta de espíritu dionisiaco, no al narrador contenido, el ser más apolíneo que he tratado, por cierto. Porque era un camino semiiluminado por luces mortecinas y otra, la del astro arriba, que me parecía más luminoso que nunca. Pero sé, me lo dije y me lo digo ahora, que ellos llevaban su propio asombro consigo, muy a su manera (asombro de sombra, asombro ante nuestras sombras estiradas, asombro que es, en alguna medida, susto). A. volteaba a ver al perro, empecinado en hacernos compañía. Nuestra euforia afloraba a lo largo de Héroes del Cañonero. Euforia es una palabra que tiene en su haber todas las vocales e irradia luz embriagadora y es amada por Dionisio. En el sentido flaubertiano, euforia es una palabra correcta porque suena bien. Las cosas importantes, las epifanías, surgen en caminatas de noche acompañando nuestros pasos en ciudades ajenas a nosotros. El otro modo de que surjan implica una tristeza bajo la luna sobre una pequeña barca río abajo, como la del monje budista de cierto poema chino que ante el reflejo de la luna en el agua, con los remos en mano siente una infinita soledad, una tristeza inexpresable. Entonces algo flotaba en la noche para volverse espejismo de luz en movimiento. Las imágenes ante mí eran para un escrito larguísimo sobre la noche y cuatro individuos que caminan solos. (Hey, mira de reojo a la luna, podría estarte sonriendo.). Nos detuvimos en la esquina con General San Marín. De nueva cuenta un edificio poblado por árboles, de cuyas paredes asomaban arbustos. Su olor a humedad me conmovía. La noche parecía ser su elemento, es decir su refugio. Noche y silencio. Amparo de la violencia y sinsentido. Con un poco de imaginación, la construcción parecía gótica en efecto.
Momentos después ya estaba disparando la cámara del celular, sobre todo registrando a nuestro escolta animal. Santos delante nuestro con su pequeño portafolios en la mano. Todo
callado en la intemperie. De nuevo los edificios solitarios, poblados por follaje y árboles, de los que se olía su humedad. Yo quería hablar con los edificios. Saber su historia secreta. A. y S. miraban lo mismo que yo. Cada uno con su historia. Acapulco y Mexicali. Dos mundos andando. Santos en su zona de poder. El perro en sus dominios. Bajo unos arcos casi vencidos y carcomidos también, un ebrio yacía el sueño de los justos. Nos miró desde su pequeño planeta. Apenas dos almas nos habremos hallado en toda la caminata. El ebrio volvía a dormitar. Gatos asomaban. Alguna rata. Nuevos compañeros de noche.
El frío de la madrugada empezaba a calar los huesos. Mis párpados querían cerrarse, fui el primero en sugerir la vuelta al hotel.
¿Ya vieron?, nos dijo Santos sentencioso mientras nos encaminaba a nuestro hospedaje: ni un criminal en el camino, ni gente armada por si tuvieron miedo. Tampoco cabezas rodando, y eso que recorrimos apenas unas calles que los de aquí evitan de noche. En Tampico somos más grandes que todo eso. Díganselo a su gente cuando regresen. Somos una fuerza viva. Aquí los dejo, muchachos. Santos iba rendido pero feliz. Fresco. Serían las cuatro y media de la mañana cuando nos despedimos. El perro emprendió una nueva ruta. Cuánto lamenté no haber tenido qué ofrecerle de comer: una vez retomado su trayecto, se alejó por un parque como si no nos conociera ni hubiésemos sido amigos. Yo seguía mareado, pero no de alcohol.
————————————
Colaboró en Crítica, La Jornada y Tierra Adentro. Premio Juan Rulfo por Pisot. Los dígitos violentos (1999).