Durante la infancia ella surcó la materia espiral de un pensamiento, ungió los espejos de rasguños y el chirrido de las aves habitó sus pesadillas. La artista alemana Unica Zürn, poeta y pintora, olvidada por la vanguardia europea, así como dejó grandes obras al mundo literario, tuvo una vida extraña y llena de tormentos, particularmente en los primeros años de su vida.
Nació en Berlín el 6 de julio de 1916, apenas unos meses después del inicio de la trágica batalla entre los alemanes y franceses en Verdum, noroeste de Francia, donde se estimó que murieron 540 mil soldados franceses y 430 mil alemanes. El mundo se ponía gris.
Zürn creció en una casa de Berlín, en el distrito Grünewald. Fue ahí donde se encontró con sus primeros demonios. Primero, su padre se ausentaba durante grandes períodos debido a su trabajo, mientras que su madre aprovechaba la ausencia de su marido para recibir a sus amantes. La pequeña Unica se desarrolló en ese ambiente, en el que incluso llegó a sorprender a su mamá en la cama con un hombre sin rostro ni nombre. Para ese entonces, el mundo era una gran interrrogante. No sabía lo que pasaba y la situación en casa empeoró. Un día se abrió la puerta principal para que entrara un torbellino destructor: era su padre, quien regresaba al hogar, acompañado de una mujer.
Si la vida era extraña para Unica, cuando veía a los amantes de su madre desfilar por la vivienda, ahora hay que imaginar a la niña mientras trataba de explicarse cómo era posible que hubiera bajo ese mismo techo, dos mujeres, su madre y una desconocida, con su padre. Los tres adultos se las habían arreglado para que la vida transcurriera en casa sin gritos ni reclamos, y ella se quedó en el margen.
La imagen de su madre con un desconocido en la cama, quedó plasmada en su libro El hombre jazmín, una obra autobiográfica, en la que la autora intenta curarse las heridas: “A los seis años, una noche un sueño la lleva al otro lado del espejo alto, con marco de caoba, que cuelga de la pared de su habitación. El espejo se convierte en una puerta abierta que ella cruza para salir a una larga avenida de álamos que conduce en línea recta a una casa pequeña. La puerta de la casa está abierta!”. Ese espejo sería la entrada a su pesadilla y más adelante, lo que escribe es fulminante: “Aquella mañana la embarga una soledad inexplicable y entra en la habitación de su madre con el propósito-si ello fuera posible- de regresar por aquella cama al lugar del que ha venido, para no ver nada más. Entonces se le viene encima una montaña de carne tibia que alberga el espíritu impuro de aquella mujer, y la niña, despavorida, huye para siempre de su madre, de la mujer, ¡de la araña! Se siente profundamente herida. Y entonces aparece por primera vez la visión: ¡el hombre jazmín!”.
Su vida, a veces cifrada por la esquizofrenia y en otras ocasiones develada con tanta naturaleza en su pintura y escritura, fue de sufrimiento psicológico, aumentado cuando conoció al poeta Henri Michaux, a quien relacionaría mentalmente con el protagonista de El hombre del jardín, reflejado a su vez en aquel hombre extraño que acariciaba a su madre.
En 1958, la artista fue fotografiada desnuda y amarrada por Hans Bellmer (1902-1975), un artista del movimiento surrealista. La imagen ocuparía la portada del número cuatro de la revista Le surréalisme, même, dirigida por André Breton. Eso le afectó bastante, de acuerdo con lo proyectado en su obra, y sería el principio de un camino tormentoso que la llevaría a internarse en hospitales psiquiátricos.
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Luego se fue a París. La relación extraña que tuvo con Michaux y sus otros extravíos , la llevarían a que sólo entre 1960 y 1970, fuera internada siete veces en un hospital psiquiátrico, tiempo en el que había ido a vivir con Bellmer. Duró 35 meses en tratamiento en esa década, en la que siguió escribiendo y pintando.
Un día, el 19 de octubre de 1970, entre las voces de sus padres con sus amantes, de Michaux y de todos los personajes de su obra, Unica logró que le dieran un permiso de salida. Estuvo con Bellmer en un departamento de la capital francesa y tras haber convivido con el artista, Unica Zürn, enamorada de la locura, con su pasado incendiado y fangoso, se arrojó por la ventana del departamento para olvidarse del mundo.
A continuación, del libro El trapecio del destino y otros cuentos (Editorial Siruela. Traducción: Ana María de la Fuente), te presentamos uno de los relatos.
EL ENCANTAMIENTO
Por Unica Zürn
La primera luz del amanecer entraba en el taller de sastrería por las ventanas sin cortinas. Los maniquíes parecían negros bultos sin forma.
La señorita Milli se sorprendió al encontrarse echada en el sofá sin el vestido. Al ir a extender la mano hacia la prenda, se asustó: no tenía brazos.
Cuando la señorita Milli se miró los hombros y vio luego las negras siluetas de los maniquíes, sintió un hondo desconsuelo: estaba como ellos.
Lentamente, a medida que crecía la luz, iban perfilándose las siluetas de los maniquíes. Pecho abombado, espalda erguida, caderas firmes y bien torneadas descansando sobre el pie.
-Ya se ha dado cuenta –susurró el maniquí más grande, al que se probaban los fracs y las americanas.
-Mira, está asustada –dijo otro.
-No te desesperes –la animó un tercero.
-No te aflijas. ¡Nosotros estamos contigo!
La señorita Milli escuchaba las voces tenues y amigas que sonaban en el taller y que salían de los maniquíes.
Tenía frío. Le temblaban los hombros. Se quedó echada en el sofá, muy quieta, mirándose.
-Lo sentimos mucho –dijo el maniquí más grande-. Menos mal que le ha dejado cabeza.
La señorita Milli callaba; todo le parecía borroso, confuso.
-Ahora que usted se parece a nosotros –empezó el maniquí grande, con voz aún más dulce y compasiva-, a pesar de que aún conserva la cabeza, ¿permite que le expliquemos lo ocurrido?
La voz esperaba.
Entonces, en el interior de un maniquí empezó a sonar el leve tarareo de una tierna alborada. El cantor se balanceaba suavemente, y la dulce y lenta melodía sonaba como un suspiro. ¿Así que todos aquellos maniquíes, inmóviles y oscuros, que la señorita Milli conocía desde hacía años, tenían vida? ¿Estaban vivos, y ella no lo había notado hasta ahora, cuando compartía su suerte? La señorita Milli se levantó, fue a la ventana y miró afuera. Sin volverse, preguntó:
-¿Ha sido el oficial?
-Ah, ya se acuerda –dijo el maniquí más grande-. Sí; ha sido él, el canalla más bestial que hemos visto en nuestra vida, ese gordo pelirrojo.
-¿Qué me ha hecho? –a la señorita Milli le temblaba un poco la voz.
Ilustración de Unica Zurn
-Ayer el maestro sastre le dijo que se quedara a trabajar hasta más tarde –le recordaron los maniquíes.
Ella asintió.
-Sí. Tenía que coser la cola del vestido azul de madame Soré.
-Ya se habían ido todos –prosiguió el maniquí más grande-. Usted estaba sola, cosiendo. Cantaba una canción para distraerse. Entonces el oficial volvió.
-Fue uno de los más viles atropellos que hemos presenciado –terció en la conversación otro maniquí-. Se le acercó por detrás, la agarró por los brazos, la lanzó en ese sofá y…
-¿Y…? –preguntó la señorita Milli.
-¡Usted se defendió! Lo arañó bien. Y me parece que hasta le mordió en una oreja. Usted peleó, señorita Milli, peleó como una heroína, pero…
-¿Pero? –jadeó la señorita Milli.
-Él es muy fuerte, ¿comprende?, no había esperanza, nosotros nos volvimos hacia la pared, temblando de vergüenza, por no poder hacer nada.
-Pero mis brazos… –sollozó la señorita Milli con súbita desesperación-. ¿Qué ha sido de mis brazos?
-Él no consiguió nada, señorita Milli –dijo el maniquí grande con suavidad-. Usted conservó la cabeza, él luchaba y al fin dijo…
-¿Qué dijo? ¿Qué dijo, por Dios?
-Dijo –prosiguió el maniquí con voz dolorida-, dijo: «¡Pues serás como uno de éstos! «. Y nos señalaba a nosotros. «¡Sin brazos, sin piernas y sin… cara!»
La señorita Milli se volvió lentamente.
-Sin… cara –susurró.
El maniquí grande, turbado, frotó el suelo con su pata de madera.
-Sí –murmuró-. Él…
-¿Qué? ¡Habla, por lo que más quieras!
Del cuerpo de los maniquíes salía un llanto suave que partía el corazón.
-Nos da usted mucha pena –decían entre suspiros.
-Le ha borrado la cara –murmuró el maniquí masculino-. Ya no tiene cara.
Lentamente, la señorita Milli se apartó de la ventana y fue hacia los maniquíes. La piel sonrosada de la mujer hacía un bello contraste con aquellos cuerpos negros. Al fin dijo:
-¿Entonces soy una de vosotros?
-Es un gran honor –dijo el maniquí masculino y, con movimientos rígidos, trató de hacer una reverencia.
-Siempre será la más hermosa. Aún tiene su pelo, su pelo suave de mujer. Y el contorno de su cara es bello y armonioso. Ah señorita Milli, es usted el maniquí más bonito que hemos visto en nuestra vida.
Las mejillas de la señorita Milli se ahuecaron en una sonrisa.
-Me quedaré entre vosotros.-¡Oh, qué alegría, señorita Milli! –exclamaron los maniquíes-. Haremos todo lo que podamos para que sea feliz.