Neto
El retorno (Capitulo III)
El olor a pino siempre le provocaba goces exquisitos. Oriundo de un recóndito lugar serrano, Néstor creció disfrutando de la naturaleza, entre montañas, riachuelos, voladeros y fauna salvaje. Su infancia fue la mejor época de toda su vida.
Había llegado a la conclusión de que el ser humano, en su complejidad y por herencia cultural, era demasiado proclive a admirar la belleza de los lugares más lejanos. Perdía de vista la grandeza de aquellos que se le ofrecían día a día. Era, sin duda, la rutina lo que a la mayoría de los mortales les impedía contemplar la belleza de sus entornos más cercanos. Un griego disfrutaba más de las playas mexicanas, mientras, paradójicamente, un mexicano moría de ganas de estar a orillas del Peloponeso. El mismo, nacido en los magníficos bosques de la sierra del norte de México, por mucho tiempo se obsesionó con paisajes similares en Canadá, Suiza o Noruega. Fue la lectura de un francés, cuyo estudio sobre la cultura rarámuri a principios del siglo XX lo hizo observar la belleza contemplativa y cultural de su lugar de origen.
Antes de llegar a esta idea, siempre le gustó ser un “aventurero”. A la par, dedicó gran parte de su existencia a realizar esfuerzos físicos mediante diversas disciplinas, en cada una de las cuales poseía talento por encima del promedio. Muchos atribuían su condición física al hecho de haber crecido rodeado de una espléndida naturaleza. Los valles y montañas los recorría de forma tan habitual que sus pulmones se desarrollaron sanamente. Lo sinuoso del terreno hizo que su constitución corporal fuera más resistente, ya que se acostumbró a deambular entre senderos, lo que lo hizo evolucionar mejor que cualquier citadino.
Incluso Néstor tenía una teoría de la evolución de las especies, según la cual su estructura corporal y muscular venía con un código genético que los hacía más fuertes para el trabajo físico. De esta manera, nunca sufrió alguna luxación o dolencia común en el deporte entre los citadinos, mientras vivió en su hábitat natal.
Debido a las escasas oportunidades académicas de su localidad, debió emigrar primero a un poblado cercano para proseguir su educación secundaria, donde diariamente recorría por lo menos 30 kilómetros caminando o trotando. Cuando la suerte lo favorecía, lo hacía montado en algún corcel desmejorado, o en las ancas de una mula o burro.
Recordaba esa etapa con inmensa alegría. Pasaba por manzanos silvestres, duraznos o perones, de los que comúnmente tomaba frutas y las degustaba con el candor propio de quien entra en la adolescencia. Otras veces se enfrentaba a los animales silvestres que abundaban en esos caminos. Debió también aprender a desarrollar el sentido auditivo para enfrentarse a la fauna; distinguía a gran distancia el sonido de un cascabel, y podía prepararse con una vara o rocas del camino para enfrentarse a las serpientes, lo cual era tan habitual que nunca le generó las fobias que sí desarrollan las personas ajenas a este hábitat.
Por su afición a lo que sus amigos denominaban running —aunque para él era simplemente salir a correr— conoció gran parte del territorio de su nación. Pronto recorría maratones a orillas de los majestuosos mares de Baja California, Jalisco, Sinaloa o Veracruz. También practicaba la disciplina conocida como trail, donde su obsesión se fortaleció. Recorría valles y montañas, mientras muchos lo hacían con los llamados kits especiales, a Néstor le parecía lo más natural hacerlo sin aditamentos, ya que nunca fue su objetivo obtener medallas o reconocimientos.
Durante estos eventos, prefería detener la marcha y beber agua de algún manantial natural o cortar algo de fruta silvestre. Sólo cuando la competencia se realizaba en algún desierto, usaba utensilios básicos.
Fue durante esta etapa cuando tuvo una suerte de epifanía. Siempre había estado seguro de que practicaba deporte por los beneficios para la salud, lo cual lo había mantenido alejado de los hospitales. Pero fue durante una caída, en un famoso recorrido trail por unos cañones de su entidad natal, cuando el dolor fue tan fuerte que le impidió seguir la carrera, y entonces cobró conciencia de que había comenzado a correr tras un evento que el psicoanálisis calificaría como traumático.
Había empezado a correr como un mecanismo de evasión. Corría para huir. Era un escape simbólico para alejarse lo más posible de ese suceso. Este recuerdo emergió y lo atormentó por mucho tiempo. Dar con ese núcleo lo volvió taciturno; se alejó de los clubes, aficionándose ahora a la bebida.
No se sabe si el dolor era físico o si en realidad algo lo había llevado a trasladar ese sufrimiento a un evento que marcó su vida y que ahora tomaba forma nuevamente, haciendo mella en su vida anímica. A la par, dedujo —durante esos instantes que parecieron días— que las lesiones sufridas en sus recorridos por senderos sinuosos respondían a un afán de auto flagelación: una suerte de masoquismo cuya finalidad era, mediante el dolor, evadir la realidad de aquel suceso tan doloroso.
—-