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Antua

Antua Capítulo I En la transición del verano al otoño de su existencia, Antua lo ignoraba, pero había vivido el día más maravilloso de su vida. Esa tarde fresca de agosto jamás se diluiría de su memoria: compartió, en una charla donde el tiempo se condensó en una décima de segundo, una de sus lecturas […]

Días después, fue testigo de un amanecer sin igual. Después de aquella tarde no podía volver a ver con los mismos ojos

Por Ramón Gilberto Gutiérrez Mora / 21 de mayo de 2025

Antua


Capítulo I

En la transición del verano al otoño de su existencia, Antua lo ignoraba, pero había vivido el día más maravilloso de su vida. Esa tarde fresca de agosto jamás se diluiría de su memoria: compartió, en una charla donde el tiempo se condensó en una décima de segundo, una de sus lecturas predilectas y quizá toda una vida de las que se hablan en el I Ching, con quien llegaría a ser, a la par, la persona más importante de su existencia. Incluso, esa imagen fue la última que llegó a su memoria el día que feneció.

Mientras un colibrí rondaba el arbusto bajo el que se cobijaban durante la lectura, experimentaba sensaciones hasta entonces desconocidas; leía en voz alta mientras se imaginaba estar en un salón de juegos o deambular lánguidamente a orillas del Sena. De vez en cuando observaba de reojo a su escucha, que parecía también inmersa en escenas coincidentes.

Ocasionalmente interrumpía la lectura para dar paso a conversaciones de la misma, o de otros tópicos de las más diversas coordenadas de la existencia, como si se conociesen de otras vidas, algo así como se dice en estos tiempos: como si fuesen almas viejas, donde las horas se diluyen y los minutos en la nada se evaporan. Hasta entonces su vida había sido una mentira constante.

Oculto bajo los más insospechados fetichismos, no diferenciaba la realidad de la fantasía. Tanto se había mentido a sí mismo y a los demás, que el abismo entre vivir e imaginar resultaba imperceptible.

Días después, fue testigo de un amanecer sin igual. Después de aquella tarde no podía volver a ver con los mismos ojos. Reflexionó cómo la disciplina cuasi dogmática de los doctos —aquellos cuya formación académica, a decir de ellos “científica”, cuyo mayor placer residía en buscar ser reconocidos bajo el mote de “intelectuales”— les limitaba observar el mundo y su representación con cierta recreación estética. Sus ojos estuvieron también cegados por la ciencia, por esa represión inherente a decir las cosas desde un ángulo desafiante a la física o la astronomía. Ahora sentía la necesidad de romper con esa formación. ¿Por qué limitar su narrativa de las ciencias naturales en relación a la estática de Febo, al movimiento de rotación o traslación del planeta? ¿Por qué no transgredir la ciencia desde la perspectiva del infante que ve un sol naciente, de una luna que deambula a placer por la inmensidad del cielo? Tan hermoso que resultaba hacer esas analogías poéticas de las pinceladas del amanecer, de los atardeceres pincelados por los dioses, aquellas que antaño, en los albores de su juventud, le llenaron de placeres indescriptibles y hoy renacían con un ímpetu mayor.

Luego pasó por su mente cómo su instrucción religiosa se conocía como “ir a la doctrina”. Esa formación dogmática no admitía refutación alguna. Ahora cobraba sentido el porqué en las ciencias, las formaciones académicas de la más diversa índole también eran motejadas como doctrinas, y solo a ciertos espíritus les era dable desafiarlas.

Definitivamente, aquella tarde sería no solo el día más importante de su existencia: un volver a nacer, un volver a encontrar a un ser que quizá siempre ha estado unido a él. Aunque para él solo consistió en una fracción de segundo, en esa nada se condensaba una comprensión tan sencilla y empírica de la teoría de la relatividad. Sino un parteaguas donde daba inicio su otoño existencial: sus ojos perdían un velo autoimpuesto por el simple hecho de encajar en una sociedad ilustrada que ahora resultaba impía.

Le llegó un flashazo revestido de recuerdo. Desfilaron por su mente amigos con quienes podía hablar por horas de música: siempre habría coincidencias y desacuerdos, pero el debate siempre era reconfortante, placentero. Lo mismo sucedía con otras gentes con las que hablaba de política, en otros círculos afectivos, de cine o literatura, de ciencias exactas. También la contraparte: los doctos que siempre querían entablar conversación en todos los ámbitos, siempre le resultaron odiosos. Ahí se diluía el conocimiento que solo ellos creían poseer.

Le resultaba, pues, increíble cómo en aquella persona se amalgamaban las mismas pasiones y patrones de conversación de estas materias. Tan pronto hablaban de literatura, música o cine, como en un giro radical su conversación versaba de trivialidades o de un humor que, bajo ciertos códigos, solo cobraba sentido para ellos. Incluso bajo ciertas diferencias epistémicas de los temas resultaban sumamente estupendos los debates: cambiaba el ángulo de observación, haciéndolo más amplio y abriendo campos del conocimiento que antes le resultarían improbables.
Eran tan odiosas esas reuniones donde los convidados solo se hacían referencia entre sí bajo adjetivos de “licenciado”, “ingeniero”, “doctor”, “arquitecto”. Siempre le pareció dirigirse a seres inanimados, cuyo valor residía en un título. Por su parte, siempre prefirió ser conocido como Antua. Notaba cómo cada uno de estos personajes se hinchaba de orgullo al ser referenciado bajo estos calificativos. Luego se enfrascaban en diálogos propios de sus áreas de estudio, donde la razón genuina siempre era poseída por el hablante.

En el discurrir de algunos meses subsecuentes, cierta mañana el sol fue incapaz de darle colores al cielo. Densas nubes impedían la luminiscencia que dotaba de inigualables pinceladas los amaneceres y los atardeceres. A la par, Antua entendió que aquella persona tan importante para él en realidad no tenía una pizca de interés recíproco (aunque su discurso siempre era que sí existía, sus acciones delataban lo contrario). Al llegar esto al estado de conciencia hizo mella en su vida anímica, sin quererlo, o quizá solo resistiéndose a creerlo, dejando en un estado de preconciencia, volvió sin decidirlo a encarnar la careta bajo la cual se ocultaba de forma cotidiana. No volvió a reparar en las bellezas de la contemplación del alba ni del ocaso. Se sumergió de nuevo a sus estudios, de su trabajo, a los círculos de colegas, conocidos, a la disipada vida de ir de bar en bar, perdiéndose en los acordes de la música de rock, en los caudales de cebada oscura y en la tan de moda bebida artesanal que inundaba los centros de recreación de la ciudad.

Estando detrás de una barra, después de haber ingerido poco más de cinco litros del elíxir tan preciado por los alemanes, llevó sus pensamientos a su niñez. Evocó una imagen de cuando su padre llevó a casa un reproductor de LPs —también conocidos como acetatos— con una entrada lateral para cassettes, de cuyo interior emergía una luz verde neón. En ese aparato reprodujeron inmensidad de álbumes musicales. Luego le taladró intermitentemente la cabeza un recuerdo de algo que pensaba por entonces: estando en estado de éxtasis inducido por la música, a sus escasos diez años pensó que nunca podría vivir sin música. Ese pensamiento de aquella época lo evocaba muy a menudo en esa etapa de su vida. Incluso estuvo presente en el deceso de su progenitor un par de años más tarde. Desde la pérdida corpórea de su padre, la música fue un refugio necesario. Ahí se perdió infinidad de veces: cuando el pasar de sus días era ominoso, la música siempre estaba ahí, como también lo estaba en momentos de gozo, de excitación juvenil.

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