Insulso e irrelevante resulta mi nombre en una ciudad que supera el millón y medio de habitantes; resulta un grano de arena más del árido desierto. Baste con decir que, en mi ciudad natal, era bastante común, incluso más de lo que puedan imaginar, dado que este evoca el nombre del santo patrono, aunado a la arraigada tradición eclesiástica predominante por ese entonces. Al menos una cuarta parte de la población masculina llevábamos este distintivo. Algunos, con mayor suerte, llevaban un segundo calificativo, lo que les otorgaba cierta ventaja, ya que podían ser distinguidos por un seudónimo distinto, lo que les daba cierta ventaja a su personalidad.
Para mi desfortuna, nací un diecinueve de marzo. Dado también que por esta época sonaba mucho un artista de vida disoluta, pero de una envidiable voz, mis padres tuvieron la flamante idea de llamarme ante la pila bautismal y el registro civil con un nombre repetido, dado que este cantante evocaba de forma dual a la imagen simbólica, emblema y orgullo del poblado.
En la ciudad vernácula me conocieron como El Ruso, derivado de un execrable chiste de esos amigos de antaño cuyo gusto en común era la vida acelerada propia de esa edad jovial. Ese mote realmente no me era para nada grato; prefería otro apodo relativo a que yo mismo era mi propio enemigo. Me apodaban Némesis, y encontraba cierto agrado inconsciente al ser llamado bajo este seudónimo, tan así que muchas veces hacía yo referencia a este calificativo hablando en tercera persona.
Lo cierto es que pocas personas conocían en realidad mi nombre de pila, aunque ciertamente esta característica era holística en el poblado que me refiero, donde formé mi primera historia y obtuve, no sin sobresaltos, las primeras certificaciones universitarias.
Puesto que, como lo expresé, mi nombre evocaba al santo patrono de la pequeña ciudad, durante mis primeros acercamientos estudiantiles era aún más difícil recordarme por la denominación otorgada ante la pila bautismal, dado que, de los cuarenta alumnos en promedio que existían en los grupos de clase, al menos el veinticinco por ciento de la población áulica tenía el mismo nombre. Para colmo de males, el gusto de mis padres por aquel cantante resultó determinante cuando fui registrado en la pequeña oficialía del registro civil de mi ciudad de origen.
Aún joven, al no encontrar empleo propio de mi formación académica, emigré a probar suerte a un área limítrofe de la entidad con un país adyacente. Por fortuna, a los pocos días ya ejercía la profesión que, con grandes esfuerzos —sobre todo de índole económica—, había obtenido. Es de resaltar que haber llegado de una ciudad pequeña a un orbe fronterizo resultaba ambivalente: el número de habitantes era al menos quince veces mayor al de mi cuna primigenia, y la extensión territorial me causaba espasmos, estragos indescifrables.
Pensé entonces cómo mi adorada madre había padecido antaño situación análoga, nacida en una ranchería cuya colindancia databa de diez familias. Sin lugar a dudas, haber partido primero a un pueblo de cien familias y posteriormente a la ciudad —donde vi por vez primera la luz de este planeta— era de mayores proporciones a lo que me encontraba por estos días.
Toda vez que naturalicé y me familiaricé en esta nueva estadía en la cuasi metrópoli, continué por esos enigmáticos senderos del saber. La ciudad ofrecía una amplia gama de oportunidades para adentrarse a las entrañas del conocimiento de diversas disciplinas o ciencias. A la par, dotaba de posibilidades infinitas de subsistencia. Ejercí un sinfín de medios de sobrevivencia: desde comprar artículos de segunda mano y buscar un comprador a modo que asegurara una ganancia, comprar autos de oportunidad para poderlos revender, hasta emprender comercio alimenticio, todo sin dejar de lado el ejercicio de la profesión y la práctica constante de los cada vez más vastos conocimientos.
Mi afición a la vida disipada no mermó; con mayor holganza económica, puede decirse que tendió a ramificarse. Aunque, por otra parte, nunca descuidé las prácticas profesionales. Era poseedor de una extraña naturaleza, cuyos excesos no hacían mella en las responsabilidades. Quizá por ello eran una constante; incluso me justificaba afirmando que daban un sano equilibrio a lo que llamaba esa singularidad epistémica entre vivir y existir.
Pensaba, con extrañamiento, cómo podía ser que mis amigos, después de una de esas frecuentes francachelas, no pudiesen levantarse temprano al día subsecuente, menos aún aquellos que perdían un día entero de su vida recostados en un diván o la cama, con dolores de cabeza y una resaca que pocas veces he admitido conocer.
Atrás quedaron los alias. Ya mis cercanos, fuesen amigos, familiares o clientes, me llamaban fuese por el nombre en diminutivo o por las abreviaturas propias de alguna de las profesiones que había cursado. Hay quien llegó a motejarme «el polímata», aunque este adjetivo lo rechazo categóricamente. Me siento distante de llegar a serlo, aun y cuando puedo debatir temas tan diversos como astronomía, física, química, matemáticas, leyes, medicina, psicología, filosofía o pedagogía, entre otras más áreas del conocimiento.
A pesar del bagaje infinito de posibilidades académicas ofrecidas en la ciudad, los habitantes optan por dedicarse a la contemplación o al dolce far niente. Es quizá por ello que mis conversaciones resultan baladíes y fingen ponerme atención, aun y cuando sean del área de su competencia, ya que se rigen por las leyes más arcaicas del pragmatismo. No se dejan seducir por la gama enigmática de las interpretaciones filosóficas o la hermenéutica desde el topos uranus. Quizá por ello sea que la inmensa mayoría solo exista, sea un holograma programado para la repetición de las costumbres.
En las coordenadas de la existencia, Dante simbolizó el punto medio a los treinta y cinco años de edad. Fue entonces que descendió a los infiernos, lo que los matemáticos llaman relación de la asociación de variables que cambian a la par, cuya alegoría es intrínseca a los caminos del Dasein. Fue en este punto donde fueron escritos estos diarios que, casuísticamente, yacen aquí, narrados sin ninguna linealidad ni continuidad aparente. Es un abordaje quimérico donde confluyen los sentidos y se trasladan a la letra: una amalgama de personajes de ficción, de pensamientos discordantes que desnudan artísticamente el senderismo del personaje que me he convertido.
Si, entre uno en un millón, no he encontrado espacio para el debate, solo intentos de interés que se difuminan a la primera oportunidad, es lícito legar un retrato fiel de lo que perciben los sentidos, sin ningún otro afán que el de no dejar que las ideas perezcan y se diluyan en la nada.
Por estos días, mis pensamientos libran una revolución. No saben en qué momento no dejaban de punzar ideas y más ideas por la cabeza. Quizá la cafeína —tan insidiosa pero tan deliciosamente adictiva— jugaba naipes ante la propia neofites en las lides que ahora deambulaba. Eran, tal vez, la necesidad de abordar al menos tres o cuatro lecturas por semana, derivadas de mis entonces responsabilidades académicas, y esa arraigada tradición de la lectura hedónica que, por otra parte, nada tenía en común, aparentemente, con los textos comprometidos, donde acometía una lucha permanente de síntesis, tesis y antítesis.
Por esta época, ignoraba ya cuántas líneas escribí o cuántas eliminé a conciencia. Quizá lo único real era que todo obedecía a una necesidad latente de no dejar escapar las percepciones que danzaban a placer en mi interior. Trabajé alrededor de diez proyectos de tesis en un periodo de tiempo que no alcanzó los doce meses. Recordaba insistentemente una aseveración del argentino Jorge Luis Borges al inicio de un Manual de zoología fantástica, donde aduce que todas las personas bien analizadas han de resultar neuróticas. Era pues esa neurosis permanente e intrínseca al mismo ser lo que trasladaba a la letra: una suerte de sublimación para hacer del mundo algo menos ominoso.
Muchos de mis escritos estaban vertebrados por la óptica psicoanalítica, que no deja de seducirme, disciplina que estudié tres lustros después de haber leído el manual de Borges. Ahora cobraba un sentido diverso. Yacen en algún lugar un estudio hermenéutico sobre la polimatía de Edgar Allan Poe, cuyo título —si es digno del escritor bostoniano—: Trabajos dialécticos del infinito espiral en que han tratado de convertir la hermenéutica; el humor como válvula de escape, eso tan irremediablemente cotidiano; dilucidaciones sobre Eros y el equilibrio de las pulsiones; lecturas políticas, sociológicas y un sin número más.
Asimismo, colaboraba para distintos portales de literatura, periodísticos, tanto impresos como digitales, haciendo gala de algunos recuerdos nítidos de lecturas ya olvidadas o que, con el paso del tiempo, se van difuminando. Pronto, análisis de alguna cinta nacional proyectada en salas cinematográficas del país, encontrando nudos ideológicos con teorías diversas.
Es así que nos encontramos ahora con las notas compartidas a continuación, de un hombre que comienza la cuenta regresiva —si es que tengo la fortuna de llegar a la edad promedio de vida—: una amalgama de pensamientos disruptivos, a veces ambiguos, que buscan retratar una época donde, de súbito, intenté despertar de un letargo tan cómodo; abandonar el confort de vivir reproduciendo todo aquello que, con una violencia impávida, es implantado. A no solo elegir la píldora roja o azul, dado que es difícil no vivir en lo real y enfrentarnos a lo traumático, a la realidad atribuida al aporte epistémico de cierta etapa creativa del francés Jacques Lacan, pero también es impensable solo vivir bajo las directrices de la Matrix. Es necesaria una buena dosis donde confluyan ambas: eso es lo que configura la realidad.
Recordaba fielmente cuando, en los primeros paseos por la frontera, a bordo de un autobús, en una avenida cuya nomenclatura recordaba a un artista de renombre internacional, muy querido en la frontera donde entonces comenzaba a radicar, leí en una pared que quien bebe agua de esta ciudad ya pertenece a ella. Cabalmente, ahora llevaba a la conciencia esa profecía; cada vez anclaba más mis orígenes a ese orbe tan multicultural.
La realidad no es inacabada, sino un equilibrio entre el confort de la Matrix y la propia emancipación de esta. Especulaba que jamás habremos de estar situados completamente en una u otra. Si, de forma casuística, damos con alguien que vive emancipado de la Matrix, este estará diagnosticado con alguna enfermedad mental, sea paranoico, psicótico o esquizofrénico. Paradójicamente, quien esté viviendo bajo la comodidad de la Matrix gozará de cabal salud mental. Eso lo vivenciaba en el día con día.
Al inicio de este cuadernillo de notas, con una letra mal trazada, doy la bienvenida a un recorrido por sucesos diversos, por lecturas y análisis que no hacen sino satisfacer las propias necesidades de replantear, repensar, deconstruir y volver a edificar las portentosas torres donde reposan los sentidos. Lo descrito en páginas subsecuentes, así como los epígrafes y citas, han sido transcritos lo más fielmente posible, dado que ya también he puesto en tela de juicio si realmente no he extraviado la cordura. En la portada de estos apuntes se encuentra un símbolo islandés; parece emanado de las leyendas nórdicas, aunque sus trazos groseros no son fieles a los heráldicos legados por la historia propia de estas regiones. Esconde una metáfora connatural, a mi parecer, a los textos aquí descritos.
(Manuscrito encontrado en las manos de un hombre al entrar en una camilla al hospital…)