En una calle bruñida por la luz de la mañana,
por el viento en las hojas
y los árboles tan altos como umbrales,
ella perforaba el pavimento con sus tacones
y en el aire sólo se oía el bullicio de la urbe
atado a las puntas de su gabardina
y se fue,
igual que yo.
Siempre sucede lo mismo en estos días,
la muchedumbre a contracorriente
y esas almas sumergidas en el lodo
que los acordes no consiguen extraer a la superficie.
Envío una carta en la madrugada;
veo cuerpos cayendo detrás de montañas.
Me levanto.
Desciendo las escaleras de un piano,
hay arbustos y montículos apagados.
Sueño con una canción de Ryuichi Sakamoto, llamada Moving On.
Cruzará la avenida para convertirse en una flama
y me contará de otro lugar,
en donde los cuerpos se desperezan y, desencadenados en estrofas, en somníferos estados se deslizan por tubos de ensayo de insomnios trágicos.
Alguien abre la boca y se inclina hacia la sombra para expulsar una densa corriente de humo azul que se desbarranca en forma de río por la alfombra.
Y, bajo la pálida luz de una bombilla, en un cuarto de baño lejano, cruzo sobre hombros y brazos caídos.
Un portazo y caen cosas
pero nadie se inmuta.
El frío repta por la madrugada en donde un cuadro con un pescador, sentado en flor de loto, aparece junto a la chica de la rola,
en ese momento desliza su barca por los juncos de la somnolencia, impulsándola con un bambú
que se aferra a las rocas en donde torsos se desprenden de espaldas al abismo.
Ella comenta de un nuevo estado pero, en los estrobos de mi cabeza, surge un hombre de focos, apoyado en un escritorio y, en el reflejo de una escalera en caracol sube y se apaga en la noche abierta.
“Esa es la podredumbre de lo innombrable”, concibo.
-No he podido dormir, canta la chava.
Y por la recóndita suavidad de los ángulos escurre un líquido de sonidos que nutre ciertas espesuras. Lo escucho derramarse en escalones, aquí acostado, en el lodo,
mientras cuento arreglos digitales,
transiciones de silencio filtradas en paisajes
y, en el redoble de un tinglado de eléctrizantes percusiones,
escucho sus tacones alejarse,
a través de las escalas suspendidas que se arremolinan en un vaivén de gabardina.
Y el sol es una lámpara de queroseno encendida oculto detrás de su pelo.
Ahora que el pescador y ella caminan junto a un río,
la tarde se desprende,
traza una correspondencia de estrofas
entre su madre y ella, al otro lado, en otra calle, casa, recámara e incluso cuarto de azotea:
Ya tiene edad para irse de casa -le explica.
Y recuerdo que en la calle de mi infancia había un camino zigzagueante.
Mi madre me esperó junto a un árbol de estrellas.
Yo quería conocer el mundo de mi padre, en otra colonia.
Y al secarse las lágrimas pasó un barco azul en forma de pañuelo que soltó su ancla y las órbitas oscurecieron mi frente eclipsando el deseo de enderezar el timón.
En esta cápsula de armonía me llega el pensamiento de que es más fácil seguir andando, detrás de sus pasos y del remolino que deja su impermeable en la memoria.
Algo que ceda este océano de mareas embravecidas y archipiélagos lánguidos con extremidades extendidas.
Ella no cree en el destino,
que se fue porque su corazón estaba lleno de estrellas
y pensamientos de oro.
Y sobre un valle de sombras anestesiadas por dolores antiguos, camino a la salida
pero ella ya no está, se ha ido.
Un elevador me succiona a un lobby
y la llamo,
no me escucha,
baila en lápidas de angustia y piedras negras incrustadas en el camino de este amanecer flamígero.
Ellos no son mis amigos, nunca estuvieron conmigo.
Hay tantas cabezas aplastadas como flores.
Sin más equipaje que un moleskine, un walkman, casetes y libros
se instaló en otro lugar
y conoció nuevas personas.
Le escribió a su madre que la echa de menos.
Un escalofrío repta por mi espalda,
porque cambié el monte y el caminito a casa
por un mapa de ciudad
y almas cayendo
desde torres de espanto.
Y quisiera contárselo
pero no me atrevo.
Ahora estoy en una avenida calcinada por el ojo vidrioso del sol; peces dorados y peceras se queman en los rayos del alba.
Sigo sus pasos.
Tardé veinte años en responder su carta.
El tiempo transcurre por la música de los días
y hoy, en una calle, encuentro un cd tirado.
Ante la fachada que se derrite en frondas de herrería, en la puesta de una clave de sol quemándose en el horizonte tendido de los encuentros,
nuestros ojos, por un instante, se tocan y se reconocen.
Desciendo los escalones de una planicie,
entro en una oficina,
recibo una carta,
es un contrato que legitima lo que tanto había buscado.
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Carlos Omar Noriega Jiménez (CDMX, México, 1977). Es artesano de revistas. Le gusta escribir y tomar fotos. Le gusta el arte y la cultura.