Sylvia Plath se levantaba a las 4:00 de la mañana para limpiar sus textos en medio de un invierno duro y cruel en todos los sentidos. Aparte de las bajas temperaturas, la escritora luchaba contra sus demonios, ficticios y reales, uno de éstos era la depresión que la había acompañado desde siempre.
Era febrero de 1963 y las voces en su cabeza sonaban con fuerza mientras en su casa, ubicada bajo el cielo londinense, se encendía un incienso de muerte mientras la armonía caducaba con el paso de las horas.
Sylvia vivía con sus hijos Frieda y Nicholas, a quienes en la mañana del día 11 les preparó el desayuno para luego abrir la espita del gas e introducir la cabeza en el horno, y entonces una serpiente como una roca entre las rocas atravesó el intervalo del invierno blanco. Así, a sus 31 años, la escritora estadounidense ponía fin al martirio del subibaja emocional, el cual tuvo como en cualquier historia, un principio.
Plath nació en 1932 en Boston, año en que sucedían eventos que marcarían al mundo, por ejemplo, como el sucedido el 10 de febrero en la Ciudad del Vaticano, cuando el papa Pío XI recibió al dictador fascista Benito Mussolini con motivo del décimo aniversario de su ascensión al poder, o de 12 días después, cuando Adolf Hitler se presentaba como candidato a la presidencia de la República Alemana por el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores.
Desde niña mostró un talento para las letras; su primer poema lo publicó a los 8 años de edad. El primer golpe que le dio la vida, fue a los 9 años, cuando su padre murió el 5 de octubre de 1940, luego de que no quiso tratarse la diabetes. Primero le amputaron una pierna y después sufrió una fulminante embolia pulmonar.
Luego de eso, Sylvia siguió escribiendo y empezó con la redacción de un diario, disciplina con la que continuó hasta su muerte. El primer aviso de lo que sería su turbio final ocurrió en el primer año de la universidad, cuando intentó suicidarse, lo cual plasmó en La campana de cristal.
La depresión comenzó a ahogarla, en parte por la tormentosa relación con su madre y la pérdida de su padre que nunca pudo superar. Vinieron, una por una, varias terapias, como la de electrochoques (Terapia Electroconvulsiva (TEC)), un tratamiento psiquiátrico en el cual se inducen convulsiones utilizando la electricidad. La poeta ya no reaccionaba a los psicofármacos y tuvo que ser tratada de forma radical.
Según las descripciones médicas de la TEC, hay efectos secundarios de incluyen amnesia. Algunos pacientes manifiestan pérdida temporal o permanente de la memoria, principalmente anterógrada. Otros efectos que frecuentemente ocurren con el tratamiento son la confusión y la obnubilación de la conciencia, los que generalmente desaparecen en las horas siguientes de la terapia.
Entre sus tratamientos y su vida estudiantil, Plath obtuvo una beca que le permitió estudiar en Cambridge, ciudad en la que conocería al poeta Ted Hughes, con quien se casó el 16 de junio de 1956. Un año después, se mudaron a Estados Unidos y en 1959 regresaron a Inglaterra cuando se dieron cuenta que Plath estaba embarazada, y se establecieron en North Tawton, un pequeño pueblo en Devon. Tras las infidelidades de Hughes, la relación se vino abajo, y él se fue a vivir con la poeta Assia Wevill.
La depresión de Sylvia había escalado cualquier límite imaginable, a tal grado que la TEC ya no le funcionaba. Después se fue a vivir con sus hijos a un departamento en el que había radicado el poeta irlandés, W. B. Yeats, lugar donde comenzaría con su separación matrimonial.
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Para ese entonces, en 1963, se contabilizaban ya varios intentos de suicidio hasta que ocurrió la tragedia del 11 de febrero.
Al momento de su muerte seguía unida legalmente a Hughes, quien en 1988 enfermó de cáncer y al sentirse cerca de la muerte, publicó Cartas de cumpleaños, un diario poético en el que había trabajado desde el día en que Plath se había suicidado, pero hay un texto titulado La carta, que no incluyó. El diario español ABC, describió el poema por “su dureza insoportable y testimonio trágico de la obsesión de Hughes por explicar lo sucedido con su esposa”.
Un sector de la crítica literaria inglesa ha dicho que el texto es el mejor que escribió Hughes.
Los hijos de la pareja heredaron la depresión. Nicholas Hughes Plath se fue a vivir solo a Alaska donde fue profesor, hasta que el 16 de marzo de 2009 se suicidó ahorcándose en su vivienda. Frieda es una escritora consumada y una reconocida columnista de la prensa inglesa, aunque tiene que luchar con sus trastornos depresivos, anorexia y esclerosis múltiple.
En 1982 Sylvia Plath ganó un Premio Pulitzer póstumo por sus Poemas completos.
A continuación te presentamos el texto de Hughes que todavía sigue causando polémica en el mundo literario:
Última carta
¿Qué ocurrió aquella noche? Aquella última noche
En que todo fue expuesto dos veces,
Tres. Te vi viva por última vez
Al caer la tarde del viernes
Quemando en el cenicero con una extraña sonrisa
Esa última carta a mí. ¿Había yo estropeado tus planes?
¿O me había sorprendido antes de lo que tenías previsto?
Una hora más tarde y ya te habrías marchado
Donde yo no pudiese encontrarte.
Yo, con tu carta en la mano,
Un rayo que no podía llegar a la tierra,
Me habría alejado de tu puerta cerrada y roja
Que ya nadie abriría.
Eso para mí
Hubiera sido un tratamiento de choque
Que se repetiría una vez y otra, todo el fin de semana,
Cuando la leyera o simplemente al pensarla.
Eso hubiera ordenado mis pensamiento y mi vida.
El tratamiento que planeabas necesitaba tiempo.
No puedo imaginarme cómo
Hubiera podido soportar ese fin de semana.
No puedo imaginarlo. ¿Lo tenías ya todo planeado?
Tu nota me llegó demasiado pronto. Ese mismo día,
Viernes en la tarde y la habías mandado en la mañana.
La adelantaron los demonios que siempre prevalecen.
Esa fue una más de las pajas de la mala suerte
Que contra ti quiso poner el servicio postal
Y que se añadió a tu carga. Salí rápido por entre la nieve
Ya azulada en Febrero. Anochecía en Londres.
Lloré de alivio cuando abriste la puerta.
Mil y un acertijos a solucionar. Lágrimas precoces
Que no pude interpretar, que fracasaron al comunicar
Su verdadera importancia. Pero lo que dijiste,
Sobre las cenizas aún humeantes de esa carta
Destruida con tanto cuidado, con tanta calma,
Me dejó dejarte, marcharme
Para que quitaras las cenizas de tu plan, del cenicero
En el que apoyaste para que yo leyera
El número de teléfono del doctor.
Mi huida
Se había convertido en un hechizo,
Desesperanzado e insomne, con todos sus sueños gastados,
Y yo sólo quería volver a capturarlos, sólo quería
Caer en algún sitio fuera de ese vacío.
Dos días de no hacer nada. Dos días gratis.
Dos días sin calendario y robados
De un mundo sin nombre
Más allá de lo del día, de sentimientos y de nombres.
El amor de mi vida lo agarró. El desmayado amor de mi vida
Con sus dos agujas locas,
Esas que tejían su rosa, esas que atravesaban y anudaban
En el tapete su tatuaje sangriento
En algún sitio y adentro de mí,
Anudando ese embrollo blasonado,
Dos agujas locas, pespuntando sus pespuntes,
Eligiendo
De mis nervios sus colores,
Rehaciéndose adentro de mi piel, rehaciéndose
La una a la otra como una caricatura.
Su obsesionado entrar y salir. Dos mujeres
Cada una con una aguja.
Esa noche
Mi Susan de De la Robbia. Me moví
Con la circunspección
De una llama en la mecha. Toda mi furia
Era un esfuerzo abandonado de volar
El viejo globo sobre el que las sombras doblaban
Mi delator rastro de ceniza. Corrí
De un lado a otro, corrí mirando atrás, una película al revés.
¿Corrí hacia dónde? Fuimos a Rugby Street
Donde tú y yo comenzamos.
¿Por qué fuimos allí? ¿De todos los lugares donde pudimos ir,
Por qué fuimos allí? La perversidad
En el arte de nuestro destino
Ajustó sus refinamientos para ti, para mí,
Para Susan. Un solitario
Que jugaba a ser el minotauro de ese laberinto
Que incluía hasta a Helena en la planta baja.
Tú te habías fijado en ella: una chica para un cuento.
Nunca la conociste. Pocos la conocieron
Si no era a través de los oídos y la máscara hambrienta
De su perro alsaciano. Tú ni siquiera la habías visto.
Tú tan solo te encogías
Cuando el demente animal se impactaba contra la puerta
Mientras atravesábamos el pasillo
Y la oíamos ahogarse en un infinito odio alemán.
Aquel sábado en la noche abrió su puerta
Apenas unos centímetros.
Susan se encontró con sus ojos negros, con el triste
Sobrepeso y la cara amorosa que se veía
Al otro lado de la cadena. Se cerró la puerta.
La oímos consolar al carcelero en su celda,
En su guarida, esa en la que apenas unos días después,
Lo ahogaría en gas, se ahogaría ella misma.
Susan y yo pasamos esa noche
En la cama de nuestra primera noche. No la había vuelto a ver
Desde que nos tumbamos en ella la noche de bodas.
No me la llevé a mi propia cama.
Se me ocurrió que con el fin de semana
Pudieras aparecer en una visita sorpresa.
¿Apareciste para tocar en mi ventana oscura?
Por eso me quedé con Susan escondiéndome de ti
En nuestro lecho conyugal, el mismo
Del que en tres años se la llevarían a morir
Al mismo hospital en el que,
En doce horas,
Yo te encontraría muerta.
El lunes en la mañana
La llevé al trabajo, a la City
Y después estacioné el auto al norte de Euston Road
Y volví a donde mi teléfono me esperaba.
Lo que pasó esa noche, en tus horas,
Nadie lo sabe, como si nunca hubiera ocurrido.
La acumulación de toda tu vida,
Como en un esfuerzo inconsciente, como en el nacimiento
Que pasa lento, que atraviesa la membrana de un segundo
Hasta el siguiente, ocurrió
Sólo como si no pudiese ocurrir,
Como si no estuviera ocurriendo. ¿Cuántas veces sonó
En mi habitación vacía el teléfono
Contigo en el tuyo oyendo el tono
Y a ambos lados una memoria que se desvanece
De un teléfono sonando
En una mente que ya estaba muerta.
Cuento las veces que fuiste hasta la cabina
Al final de Saint George.
Ahí estás siempre que miro, apenas
A la salida de Fitzroy Road, cruzando
Entre los montículos de azúcar sucio.
Con tu largo abrigo negro,
Con la coleta a tus espaldas,
Con tu andar que no se mueve ni despierta
Y nadie más anda,
Andando por las escaleras de Primrose Hill
Hacia la cabina de teléfono a la que nunca llegas.
Antes de medianoche. Después. Otra vez
Y otra y otra vez. Y, ya cerca del alba, otra.
¿En qué posición de las manecillas de mi reloj hiciste
Tu último intento,
Ya más allá de mí capacidad de escucharlo
Y agitaste la almohada
De esa cama vacía? ¿Una última vez
Que rozó apenas mis papeles y mis libros?
Cuando llegué el teléfono ya estaba dormido.
La almohada inocente. Dormía mi habitación
Henchida de la nevada luz matutina.
Encendí el fuego y saqué los papeles.
Y apenas había comenzado a escribir cuando el teléfono
Se despertó como alarmado,
Como recordando todo. Tomó vida de nuevo en mi mano.
Y después, como un arma elegida cuidadosamente
O como una inyección,
Depositó con frialdad sus cuatro palabras
En lo más profundo de mi oído: “Su esposa ha muerto”.
— Ted Hughes.