Edmund Wilson (1895-1972), escritor y crítico literario estadounidense, aseguraba que Robert Lowell no jugaba con la poesía y que tampoco pretendía impresionar con salidas ocasionales y emocionales más o menos ardientes.
“Su ambición es más alta y más seria y posee el talento suficiente como para emprender carreras poéticas de acuerdo a la escala del siglo XIX”, agregaba Wilson.
Lowell, nacido en Boston el 1 de marzo de 1917, destacaba por su profesionalismo en las letras.
Sus primeros trabajos se vieron infuenciados por el catolicismo, religión a la que se convirtió desde muy joven, y de la cual después se alejó.
Sus libros Land of Unlikeness (1944) y Lord Weary’s Castle (1946) brillaron en parte por la obsesión histórica y la insistencia teológica, indicó Carlos Monsiváis en la selección, traducción y presentación que hizo en 2008, y que publicó la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Lowell fue voluntario en la Segunda Guerra Mundial, y según Monsiváis, Los bombardeos contra las poblaciones civiles de Japón y Alemania lo volvieron objeto de conciencia, lo que significó el encierro en un campo de trabajos forzados.
En 1951, publica The Mills of the Kavanaughs, suma de monólogos dramáticos y poemas narrativos, después se enreda en problemas causados por la depresión y el alcoholismo, y así aparece la célebre figura del poeta confesional.
Seguirían libros que marcaron una época como Notebook (1970), obra en la que se muestra con más intensidad que en el resto de sus producciones.
En septiembre el poeta abordó un taxi en Nueva York para morir a bordo tras un infarto.
A continuación, Poetripiados te presenta tres de sus textos, traducidos por Carlos Monsiváis.
LOS SANTOS INOCENTES
Escucha, las campanillas del heno resuenan
mientras la carreta
de ruedas enllantadas se balancea sobre el alquitrán
y el hielo encenizado, bajo el molino de cáñamo
y el canal de los sábalos. Babeantes, los bueyes
se detienen
maravillados ante las defensas de un automóvil,
y enormemente se desplazan por la colina de San
Pedro.
He aquí a los no contaminados por mujer, su dolor
no es de este mundo:
el Rey Herodes grita venganza junto a las piernas de
Jesús trenzadas y tiesas en el aire.
Un rey de idiotas y de niños mudos. Más
Herodes que Herodes este mundo; y el año,
el mil novecientos cuarenta y cinco de gracia
enciende no sin fatiga y pérdidas la colina de escorias
de nuestra purificación; los bueyes se aproximan
al ruinoso cimiento de su establo,
el santo pesebre donde el lecho es maíz
y acebo que se esparce para la Navidad. Si como
Jesús
bajo el yugo ellos mueren, ¿quién los llorará?
¡Cordero de pastores, Niño, cuan quieto yaces!
De Lord Weary’s Castle
COMO UN ÁRBOL JUNTO AL AGUA
La oscuridad convoca a la tiniebla, y la
desgracia
se acoda en las ventanas de esta planificada
Babel de Boston donde nuestro dinero conversa
y prodiga tinieblas en una tierra
de preparación donde camina la Virgen
y las rosas circundan su rostro de esmalte
o en astillas se precipitan sobre calles resecas.
Nuestra Señora de Babilonia, adelante, adelante,
yo fui una vez tu hijo predilecto,
moscas, moscas sobre el árbol, en las calles.
Las moscas, las moscas, las moscas de Babilonia
zumban en mis tímpanos mientras el demoníaco
fúnebre y largo canto de la gente hace estallar la
hora
de ciudades flotantes donde a los albañiles de
Babel
la áurea lengua del diablo los conmina
a erigir la ciudad de mañana de aquí al sol,
el que de Boston las calles infernales
jamás alumbra; allí la luz solar es una espada
que embiste al guardián del Señor;
moscas, moscas, sobre el árbol, en las calles.
Moscas sobre las aguas milagrosas del Atlántico
helado, y los ojos de Bernadette
vieron a Nuestra Señora de pie en la gruta
de Massabielle, tan claramente
que su visión cegó los ojos de la razón. La tumba
yace abierta y devorada en Cristo.
¡Oh muros de Jericó! y todas las calles
que conducen a nuestra muralla atlántica cantan:
“¡Cantad,
cantad por la resurrección del Rey!”
Las moscas, las moscas sobre el árbol en las
calles.
De Life Studiés
LA BUENA VIDA
Los árboles florecen, y las hojas perladas de niebla
sobre nosotros se abanican en la copa de vino de los
olmos,
mujer, hijos y casa: la médula y el inútil adorno
de la vida;
servicial, la descomposición se quema…
y no por las medallas lamer culos en el prado del
pavor real,
arrojando alpiste al sangriento gallo de pelea,
o vomitando púrpura en la arena de esclavos—
en la Roma de Tito, tediosa, martirizada y ansiosa
de complacer.
Al águila la ciñen nuevas legiones y creencias viejas.
Quizás el hombre libre le sorprende el acoso
imperial
(rara vez agradable, un azote de cálculos biliares)
que continúa arrastrando a quien de otro modo
olvidaríamos,
al perro dormido, al héroe alquilado para el terror,
perlas para el collar, argollas en la cadena resonante.
De Notebook
Descarga aquí el trabajo de Carlos Monsiváis sobre la obra de Robert Lowell