¿Cómo fue Dios quedándose sordo y mudo y ausente,
irremediablemente atrás como la aurora?
¿Cómo a cualquier extremo al que volviera el rostro
me devolvía el suyo —absoluto— la nada?
Rosario Castellanos.
En la reflexión presente me guían tres ideas, expresas en el título: palabra, incertidumbre y sentido. La primera, escrita, literaria, inevitablemente filosófica por cuanto quien atisba el papel busca unificar su bagaje, ora intelectual, ora moral o imaginativo —incluso bajo la forma de una confusión asumida, pues le urge, admita o no, solucionar, aunque sea provisoriamente, aquel dejo angustiante que reconocerse sujeto cognoscente provoca—; el individuo que filosofa también requiere aclarar preguntas, de un modo más riguroso, claro, pero, al fin y a la postre, y al menos en la mayoría de los casos, tanto el literato como el filósofo retoman tinta muy seguramente porque un escrito jamás llena las urgencias comunicativas de los cambios persistentes que sensibilidad o razón atraviesan.
Concerniente a los dos términos restantes, aunar lo incierto al sentido parece oxímoron; sin embargo, subyace un vínculo: durante mis años leyendo, sobre todo aventurándome a cuestionar —cuestionar tal vez a partir de aquel poema de Bertolt Brecht, Preguntas de un obrero que lee—, he puesto la duda cual impulso vital, a manera del can trazado por Kafka en Investigaciones de un perro, donde tal personaje nos relata: “(…) la simple visión de uno de mis semejantes perrunos, considerado de pronto de otra manera, me turbaba, me asustaba, dejándome indefenso y desesperado”; pues bien, llegó un punto cuando ya no fui capaz de ajustarme al sentido común, a la, siempre dogmática, religión, entre otros condicionamientos, puesto que al haberme reconocido lanzada a esa soledad mencionada por la académica Rivero Weber(1), destino esta de los que se rehúsan a vivir gregarios, existir con mala fe (mauvaise foi) (2), creyendo que toda mente aparece predeterminada y uno tiene que contentarse con ello, que existe una esencia aguardando ser descubierta, me resultó culposo; de modo que, más allá de adoptar indiferencia, percibí el compromiso emergente, que todavía lucho por enaltecer, ya que, pese a estar consciente de su importancia, nos topamos de continuo con levedades tentadoras, al estilo de un Tomás o una Teresa en la novela checa La insoportable levedad del ser, —por fortuna, Kundera, el autor, advirtió que “aquel que quiere permanentemente ‘llegar más alto’ tiene que contar con que algún día lo invadirá el vértigo”—.
Camus expresó: “El papel del escritor es inseparable de difíciles deberes (…)»(3), hecho que en mi corto intento por hacer literatura he atestiguado; curiosamente parece que nunca pides identificarlo, nunca despiertas e inesperadamente vives el conflicto del protagonista gibraniano de La otra lengua, contraponiéndote a los mandatos que quienes dictaminan, desde un simple familiar a una supuesta autoridad, intencionados o no, hacen pasar por naturales. El compromiso, al cual llamaré para con la duda, sobreviene gracias a otros dudosos de la palabra no oral; entonces podríamos considerarnos agraciados igual que una Ana Frank, quien sentía la fortuna de su arrojo inopinado, brusco, a la realidad; empero, nosotros no estamos seguros, ni podemos, acerca de una realidad suficiente, inalterable, justa, valiosa o cuanto adjetivo la califique.
La construcción del sentido propio, tomando el arte literario y el abismo consiguiente cual punto de partida, permanece abierta a devenir posibilidad; contra cualquier discurso imponente que pretende, sin permiso, resolver nuestras inquietudes frente a determinados conceptos —verbigracia, conocimiento, muerte, sexualidad o maldad—, la literatura viene a ser espacios reivindicativos. ¿Reivindicarse con qué?: con la desnudez-libertad que asombro —ese thauma atribuido al origen de la vocación filosófica, al menos para la tradición griega— e inquisición traen.
Para Miguel de Unamuno, en sus primeras páginas de Del sentimiento trágico de la vida, el quehacer filosófico “(…) responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia de esa concepción, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción”; en ese respecto, considero que se puede, por arte de extrapolación, llevar dicha necesidad a la ficción al grado de que tal concepción provenga del que sería nuestra suerte de Primer Motor, esto es, la duda.
El lector (autor potencial) y el escritor que dudan aceptan su mortalidad, o tienen probabilidad alta de proceder así, dado que han descubierto una infinitud digna. En voz de la escritora María Zambrano, “Salvar a las palabras de su vanidad, de su vacuidad, endureciéndolas, forjándolas perdurablemente, es tras de lo que corre, aun sin saberlo, quien de veras escribe»(4), además de la persona que de veras lee.
(1) Cfr. Apología de la inmoralidad.
(2) Véase página 17 en El existencialismo es un humanismo, de Jean-Paul Sartre.
(3)Frase pronunciada en su discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura.
(4) Cfr. Por qué se escribe.
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Valeria Mendoza (Tapachula, Chiapas, 2000) es coeditora de Revista Estrépito, escritora y fundadora de Dialógica, proyecto autogestivo de difusión. Ha sido publicada, en los géneros de poesía y narrativa, en diversas revistas impresas y digitales como Toxicxs (Argentina), La Velociraptora Histriónica – Revue de poésie bilingue (Francia), Pretextos Literarios (Ciudad de México) y medios digitales entre los que se encuentran los fanzines Memoria y resistencia: abuso policial en México (Jalisco) y Agua Subterránea (Estado de México). Asimismo, fue seleccionada para integrar la primera antología de narrativa chiapaneca Fulgor Púrpura de Editorial Espantapájaros y Letras Andarinas.