Si de leyendas urbanas e historias de terror se trata, México se pinta solo para contarlas en cada una de sus regiones. Desde la frontera sur hasta la norte, existen innumerables relatos y memorias que han marcado el imaginario nacional como La llorona, pero hay una que llama la atención porque todavía quedan rastros de ella.
Nos referimos a la Isla de las Muñecas, situada en en centrosur de la Ciudad de México, exactamente en los canales de Xochimilco.
Todo inicia en 1950, cuando el propietario del predio Julián Santana empezó a colgar alrededor de su vivienda muñecas que se encontraba a su paso. Pero, ¿qué lo impulsó a empezar con esto en su chinampa?
Una de las versiones más aceptada en los alrededores de donde vivió el ‘Hombre de las Muñecas’, es que una tarde una niña se ahogó en el canal frente a la isla donde vivía y pese a que él hizo todo lo que estuvo en sus manos para salvarla, al final murió frente a sus ojos.
Después de unos días, cuenta la historia, Julián comenzó a soñar con la niña y después no dejó de escuchar sus lamentos. El hombre creyó que se trataba del espíritu de la menor y no se le ocurrió otra cosa que colgar a las muñecas de árboles y en las paredes de la cabaña en la que vivía. Algunos moradores de la zona aseguran que deambulaba con la voz de la niña en la cabeza en busca de esas muñecas.
Rápido la chinampa (método mesoamericano antiguo de agricultura y expansión territorial que, a través de una especie de balsas cubiertas con tierra, sirvieron para cultivar flores y verduras), se llenó de muñecas de todo tipo, desde aquellas a las que les faltaba una extremidad, hasta aquellas que habían sido quemadas, entonces el lugar se tornó algo macabro. Santana le contaba a sus conocidos que las muñecas le ayudaban a espantar al espíritu de la niña. Primero se contaron por cientos y con el paso de las décadas se contabilizaron por miles.
A Julián se le veía realmente preocupado por encontrar todos los días muñecas. Algunos lo veían en la basura y en los canales de Cuemanco.
Así pasó nada menos y nada más que medio siglo, hasta que en el 2001 el protagonista de esta extraña y real historia encontró un final que apenas hubiera podido ser imaginado por el cineasta Guillermo del Toro o el escritor Allan Poe.
En ese año, un envejecido Julián Santana se acercó hasta uno de los canales para pescar acompañado de su sobrino. Allí, le confesó a su familiar que había una sirena en esas aguas que pretendía llevárselo desde hacía mucho tiempo. Unos minutos después el sobrino fue a ver como se encontraba el ganado que pastaba por la zona, pero cuando regresó con su tío, éste yacía muerto flotando en el río. La autopsia reveló que la causa de la muerte había sido un infarto.
La otra versión
Aunque parece un escenario sacado de una película, la historia es real, pero tiene una segunda versión un poco más apegada a lo terrenal.
Ander Aspiri, escultor y maestro en museos por la Universidad Iberoamericana, recordó en una publicación realizada en la página del Instituto Nacional de Antropología e Historia, el 23 de junio de 2004, que el protagonista de la Isla de las Muñecas había nacido un 22 de octubre de 1921 en la Asunción, uno de los barrios más antiguos de Xochimilco, en el número nueve del callejón de Tlaxcalpan.
“Julián comenzó pronto a cultivar la tierra y a vender hortalizas en el tianguis del centro, mismas que transportaba en una carretilla. Con el tiempo se hizo bebedor; acudía a la pulquería Los cuates ubicada en la plazuela de La Asunción. No era de los que hablaba mucho con las personas, pero en dicho local hizo una duradera amistad con Sebastián Flores Farfán, hijo del jicarero, a quien en el barrio se le conocía como La coquita, un pájaro muy pequeño que vive en la zona chinampera”, agrega Aspiri.
Su negocio se vino abajo y se le comenzó a ver en las calles del barrio de la Asunción pidiendo limosna, al tiempo que rezaba en voz alta y pregonaba la palabra de Dios. Por esto último, fue agredido en repetidas ocasiones por la población. Su marginación fue creciendo poco a poco, la gente se quejaba de que anduviera pidiendo por las calles y en las tiendas, y él se quejaba a su vez, de la gente.
“Sin dar explicaciones a nadie, comenzó a buscar en la basura muñecas viejas de plástico, de goma, de trapo, enteras o mutiladas… pues a don Julián todas le servían. En 1975, decidió dejar La Asunción e irse a vivir a su chinampa. Su sobrino Anastasio Santana, quien estuvo siempre a su lado, cuenta que su tío un día le dijo: «me voy a mi chinampa, ya estoy molestando en las casas comerciales pidiendo un pesito para mi pulque, para sufrir aquí mejor sufro allí”, narra el escultor.
De acuerdo con esta versión, un día subió a su chalupa sin más equipaje que sus muñecas y se marchó. Hasta el día en que murió, don Julián no tuvo más vecinos que chachalacas, patos silvestres, garzas y carpas.
Su sobrino era el encargado de llevarle comida y de vender sus hortalizas en el mercado. Cuando le preguntaban por qué colgaba todas esas muñecas en los árboles, el respondía que aparecían de repente, pero entre un pulque y otro confesó que las colgaba porque ahuyentaba a los malos espíritus que rondaban los canales.
Con el rescate ecológico de Xochimilco, en 1991, fue controlada la plaga de lirio acuático y se despejó la circulación por los canales. Fue entonces que a la Isla de las Muñecas empezaron a llegar turistas, con quienes don Julián intercambiaba plantas o chilacayotes por unas monedas.
El día que murió, su sobrino Anastasio lo había ayudado a sacar agua-lodo de los canales para preparar la tierra y sembrar calabazas. A las diez de la mañana almorzaron y don Julián se puso a pescar. Parece ser que había un pez que le estaba dando trabajo, se le había escapado ya en dos ocasiones, pero esta vez logró pescarlo y se lo enseñó a Anastasio. Era un pez de por lo menos cuatro kilos.
Don Julián le comentó a su sobrino que ese día las sirenas lo habían estado llamando porque se lo querían llevar, así que cantaría porque otras veces había logrado evitarlas cantando. Anastasio se retiró a darle de comer a las vacas y cuando regresó a eso de las once, encontró el cuerpo sin vida de su tío flotando en el agua. “No lo meneé porque dicen que eso es malo; lo arrinconé con una ramita y fui a dar parte a la familia y a los bomberos”, finaliza el texto del INAH.