Yo había matado a un hombre y la policía me buscaba. Mi esposa me había abandonado dos días antes robándose mi hierba y bebiéndose mi vino, así que me encontraba solo, huyendo de lugar en lugar, con poco dinero, tratando de gastar lo menos posible. Me preguntaba si debería dejar de huir y si la policía algún día me atraparía, y un día no pude más y decidí quedarme en un pueblo desolado. Caminé unas horas mientras el sol se desbarataba en el cielo y cuando oscureció, todavía con el alucín del olvido, renté una habitación en el único hotel del lugar.
Al día siguiente, lo primero que hice fue comprar una cajetilla de cigarros y una coca cola en una tiendita de madera donde me atendió un hombre ciego, y luego fui al parque. Ahí la gente miraba con extrañeza mis gafas oscuras y mi barba crecida.
No recuerdo en qué momento se me ocurrió encender un cigarro y quitarme la camisa. Tampoco recuerdo de quién era la bicicleta que tomé, pero comencé a dar vueltas alrededor del parque. En ese momento yo era Jim Morrison en alguna calle de Los Angeles y por un momento me sentí feliz.
Por mi cabeza pasaban miles de ideas. En la mayoría de ellas la policía aparecía y me llevaba a una oscura celda, pero también a veces todo se aclaraba y soñaba con volver a casa durante una mañana soleada. Yo seguía dando vueltas en la bicicleta como un sonámbulo de un blues desconocido, y esas ideas, poco a poco se disipaban y de nuevo regresaba a la banca. No volví al parque sino hasta dos días después.
Cuando regresé fui a buscar la misma banca. Al mediodía tenía entumidas las piernas y en mis manos se paseaba la desesperación, así que caminé hacia la cafetería que había en el quiosco. ¿Se imaginan una cafetería en blanco en negro en medio de ese parque donde reinaba el color? Ahí saludé a un par de meseras y pedí una cerveza. Trataba de actuar con cautela porque creía que no debería hablar con extraños, así que rápidamente regresé a la banca, sí, la banca de siempre.
En ese momento descubrí que mi vida era una basura. Como un golpe en la nuca, me imaginé como un actor de reparto en una película de Edward Davis Wood Jr. Vi a una joven extranjera y aunque intenté comunicarme con ella no pude, porque no entendía mis palabras, así que decidí regresar al hotel para encerrarme en mi habitación. Así la pasé dos días más, y a mí me empezaba a invadir la tristeza de un cuervo sin alas.
Al siguiente día aparecieron en el parque un par de mujeres. Una de ellas era gorda y mayor, la otra era joven y bella, qué cosa más extraña, yo pensaba que las conocía, no sabía de dónde, pero las conocía. Maldición, pensé en un determinado momento, me estoy volviendo loco, y me daban ganas de acercarme a ellas, pero no lo hice.
Los siguientes días coincidimos en el mismo parque. Yo las miraba con mucha atención, compraba el periódico y fingía que leía, sin embargo, no dejaba de mirar a la más bella de quien me extrañaba la palidez de su cara. Con el paso de los días me fui acostumbrando a ellas, y creo que ellas también hicieron los mismo conmigo.
La mujer mayor nunca saludaba, solamente inclinaba su sombrero, bastante grande por cierto. Nunca la vi sonreír. En algunas ocasiones mostraba un rictus de dolor en la cara, a veces llevaba una revista. La otroa, la joven, me dedicaba largas miradas. A mí me daba por cantar bajito, esa canción de Going to California y me quedaba mirándola, ella me sostenía la mirada como si me retara y así permanecíamos no sé cuánto tiempo hasta que me ardían los ojos y me levantaba.
Lejos del parque comía en un pequeño restaurante, y después prendía un cigarro y miraba a los paseantes. Cuando regresaba al parque allí estaban todavía las mujeres, para entonces la bella mujer tenía unas gafas oscuras como las mías, y de manera casi espontánea, a mí me daba mucha risa.
En un determinado momento me quedé con los ojos cerrados concentrado en mis recuerdos, de vez en cuando las miraba, me daba cuenta de que el parque empezaba a quedarse solo, empezaba a llover, y yo, otra vez quería hablar con alguien, pero no lo hice, así que tomé mi mochila y me dirigí al quiosco en donde pedí un sándwich y desde allí observé que las mujeres discutían acaloradamente, no podía escuchar, pero veía claramente que manoteaban y se lanzaban miradas furiosas.
De repente, la lluvia se convirtió en tormenta. La corriente de agua, cuesta abajo, tomó una fuerza inusitada. La estructura metálica del quiosco vibró, los cimientos de los comercios de al lado se removieron, chorros de agua empezaron brotar de las coladeras como una pesadilla, el ruido del agua se volvió ensordecedor, las casas chirriaron y el sonido de objetos impactándose, además de los gritos de personas aterradas, inundaron el ambiente.
La primera en salir corriendo fue la mujer gorda, así que a la bella mujer no le quedó más remedio que correr hacia donde yo me encontraba. Quedamos a unos centímetros de distancia mirándonos a los ojos. Después vimos el enorme río de agua que se formaba y que empezaba a llevarse todo: las bicicletas, los postes, los árboles, los anuncios. Por mi cabeza pasó la idea que de un momento a otro una ola gigantesca nos iba a arrastrar y que haría pedazos al pequeño pueblo. Los dos permanecíamos muy cerca casi rozando nuestros cuerpos, por lo que en un acto que pretendía ser protector, la abracé, ella se pegó a mí; sentí la calidez y tibieza de su piel, su cuerpo pegado al mío. Una emoción clara y fuerte me invadió. La tormenta hizo volar miles de papeles y un periódico cayó junto a mis pies. Al retirarlo descubrí la foto de mi bella acompañante en la sección de nota roja, ella tal vez se dio cuenta, pero fingió no saberlo, tuve tiempo suficiente para leer que la policía la buscaba, que andaba huyendo porque había matado a un hombre, y entonces se me aclaró el panorama. Ya no me sentí solo, descubrí que esa bella mujer y yo dejaríamos de huir, que compartiríamos muchas cosas, y que llegaríamos en algún momento, juntos, a California.