Franco Félix nació en Hermosillo, Sonora, en 1981. Ha publicado en revistas como Vice, La Tempestad, Tierra Adentro, Luvina, Pez Banana, Diez4, entre otras. Obtuvo la beca Edmundo Valadés de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes en 2009 por la revista Shandy, la beca Jóvenes Creadores en categoría de Novela (2011-2012) y la beca Residencias Artísticas México-Argentina 2014, las tres del Fonca.
Comenzamos con la típica pregunta a un narrador: ¿Cómo construyes tus historias? ¿Cómo o dónde comienza todo?
Mi escritorio, mis libretas y mi teléfono están llenos de notas. Notas con líneas que contienen ideas sintéticas que van surgiendo de lecturas que estoy haciendo, de noticias que encuentro en el diario, de conversaciones que escucho en la calle. Son, de alguna manera, deformaciones de otras historias que ya existen en su propia naturaleza y formato. Harold Bloom creía que no existían salvo variaciones de relatos en la historiografía literaria y que, como reza el Eclesiastés, no había nada nuevo bajo el sol. Quizá sea cierto, o quizá no. Las nuevas tecnologías diseñadas para sostener conversaciones con inteligencias artificiales podrían decir lo opuesto, que siempre hay algo más por decir, aunque a veces no tenga mucho sentido.
Fue ganador del Concurso de Libro Sonorense 2014 con Kafka en traje de baño, en género de crónica, obtuvo también el Décimo Premio Nacional Rostros de la Discriminación, Conapred 2014, con El origen del autismo y el Premio Binacional de Novela Joven Border of Words 2015, por Los gatos de Schrödinger.
Me imagino a Samuel Beckett chateando con bots de Telegram. Seguro se divertiría un montón. No sé, tal vez el mundo se está reconstruyendo cada tanto, a lo mejor se está expandiendo y construye nuevos objetos, nuevas cosas que sugieren la actualización del mismo lenguaje y que, por su parte, da para nuevas historias.
¿Sabes qué es lo curioso?, me pregunta el también ganador de la beca Creadores con Trayectoria que otorga el Instituto Sonorense de Cultura y el PECDA-FECAS, por su novela Todos me llaman pelmazo, que existe un software de código abierto que se llama BLOOM (BigScience Language Open-science Open-access Multilingual); digamos que es la competencia de la famosa GPT-3 que tanto criticó Chomsky hace unos días, pues desde su óptica sólo se trata de un plagio de alta tecnología que interrumpe el aprendizaje. ¿Influencia o plagio? Se preguntaría Harold. Vaya, ahí tienes un inicio de relato. Lo que quiero decir es que comienza en todas partes. Sólo hay que prestar una atención especial y hallar el relato ahí, a tu alrededor, en ese otro texto que plagiamos cada día y que se llama existencia.
¿Qué le dirías a alguien que quiere comenzar a escribir narrativa?
Lo mismo que dicen todos. Que lean. Que lean un montón hasta quemarse los ojos y que no se crean el viejo cuento de que la escritura proviene de estúpidas musas o talentos innatos. La escritura proviene de las entrañas, de la colitis, de horas interminables de café, de desvelos, de aislamiento, de soledad. La escritura es una actividad de confinamiento, pero, sobre todo, de las lecturas que uno hace durante su vida. Le diría a ese alguien que, si tiene miedo a estar solo, se dedique a otra cosa.
La escritura no está en los cocteles, ni en la colectividad, sino en la reclusión, nos explica Félix. Ah, le diría que no olvide escribir en un lugar con ventanas y que no deje de recibir luz del sol, porque la vitamina D es fundamental. Como dice CAN: “¡Hey you! ¡You’re losing your vitamin C!”. Bueno, también hay que cuidar la vitamina D. Ahora con la encerrona pandémica, mi estudio anterior estaba en medio de la casa y sólo recibía luz artificial. Me jodí brutalmente. Tuve que tomar suplementos para recuperarla. ¿Cómo le harán, me pregunto, esos escritores nórdicos que viven en sitios sin sol? ¿Será que por eso son tan depresivos?
Franco supone que existe el elitismo en México, pero en la literatura no lo tiene tan claro. Cree que hay buenos y malos escritores, pero considera que eso no impide que exista amistad entre ellos. No se ha catalogado como una raza todavía el ser un pésimo escritor. Estaría bueno para un relato al puro estilo de Boris Vian, ¿cierto? Dos fenotipos de escritores, en una guerra literaria, haciéndose pedazos por un descontrol subjetivista. Por mi parte no he tenido ningún obstáculo por ser del norte. Es más, podría decir que hasta hay cierta expectativa. La escritura hace mucho que se descentralizó. Hay tan buenas plumas en el norte como en el centro y el sur. De lo único que me podría quejar es de que me piden carne seca o machaca cada vez que voy a ciudad de México o que me exijan, en una carne asada que prenda el carbón porque soy de Hermosillo. Ahora ya sé hacerlo, pero antes era un imbécil, siempre dejaba en mal a mi ciudad porque me podía estar como dos horas ahí haciendo un humo flaco, con las manos negras y los pantalones llenos de aceite. Imagínate eso. Ser norteño que no sabe prender el carbón. Apuesto a que hay más elitismo en ese defecto. Mis paisanos no me lo perdonarían.
¿Cómo es tu rutina de escritura? ¿A qué hora? ¿Dónde?
Por las mañanas, con un café. Paso de los libros al texto. Una y otra vez. Me siento más cómodo trabajando en las mañanas. Aunque esto es reciente. Hasta hace unos años me gustaba la madrugada. Escribía hasta el amanecer y dormía un rato ya con la luz protectora del sol. Creo que lo hacía más por el terror que me provocaba la noche que por un asunto bohemio. Prefería estar alerta en la oscuridad. Siempre sospeché que moriría abatido por las garras filosas de Freddy Krueger o la demencia. Claro que de niño temía que existiera el patancillo de los sueños, pero ya de grande, cuando rebasé el mundo ficticio, pensé que mi Freddy Krueger sería algo así como la locura heredada.
Creía que una pesadilla le robaría la poca cordura restante, por un miedo infantil que le originaron sus tíos, quienes le decían que se iba a volver loco un día porque su mamá trabajaba en un psiquiátrico. “Ella está loca y tú también. Ahorita estás bien, pero un día vas a despertar y habrás perdido un tornillo. Acuérdate de mí”, decía un hermano de su padre para asustarlo.
Ahora ya soy grande y pues le he perdido miedo al hecho de ser un lunático y duermo como un paciente saturado de opioides por las noches. Bueno, el caso es que escribo por las mañanas, ahora que puedo dormir por las noches. Me levanto, me cepillo los dientes, llevo a mi pareja a su trabajo, vuelvo y me miro en el espejo por diez minutos y me digo: “No estás loco. No estás loco. ¿Verdad que no estás loco? No, no estás. Gracias”, y luego voy a la computadora.
¿Qué piensas de la administración pública de la cultura actualmente?
No pienso nada en absoluto. El estado siempre me ha parecido muy aburrido en cuestiones culturales. No me interesa en lo más mínimo su papel en la escritura o el arte. Creo que la escritura no depende de las dependencias. Uno debe escribir, tenga o no tenga atenciones de la administración pública. Yo he tenido becas del FONCA, hace unos años que no, pero eso no me ha impedido seguir escribiendo. Pienso en ese poema de Amado Nervo, aunque intervenido: “¡Estado, nada me debes! ¡Estado, estamos en paz!”
Reconoce leer muy poca poesía, pero le gusta mucho el trabajo de Xitlálitl Rodríguez, Judith Santoprieto, Enriqueta Lunez, Antonio León, Sergio Pérez Torres, Nadia López García, Ateri Miyawatl, entre otros.
¿Qué crees que le hace falta a la narrativa mexicana?
Lectores.
Para quienes no te conocen, ¿quién es Franco Félix? ¿Cómo te concibes y qué piensas de ti mismo?
Pienso que no importa mucho quién soy, ni como persona ni como autor. Pero puedo hablar de mis libros. Creo que buscan entender el mundo en la interrupción, tratan de hallar asideros en la racionalidad cada vez más disfuncional. Desde mi perspectiva, mis libros son un paréntesis, un momento, un respiro, dentro de la pretendida normalidad. Asumo que en el absurdo hay lecciones que no nos detenemos a concebir, quizá por el miedo a ser seducidos por el caos de la disparidad. Es lo que me han dejado autores como Beckett, Pynchon y Kafka. Mis libros tratan de replicar esa genética literaria. Por supuesto que no me estoy comparando con esas moles, pero quiero decir que de ahí mana mi escritura, de la fascinación que me ha dejado leerlos. A veces me parece muy extraño cómo es que la naturaleza humana acepta con tanta facilidad las metáforas de uso continuo (tanto en la poesía como en el habla cotidiana), pero en la narrativa que parte de una gran metáfora elidida parece resistirse un poco. Kafka, por ejemplo, cuando habla de un sujeto que se transforma en bicho, en realidad habla de la angustia provocada por el hecho de existir y seguir existiendo en una sociedad cada vez más vacía, o Beckett cuando habla de dos vagabundos que no se deciden a suicidarse en medio de un camino abandonado, en realidad está planteando el nihilismo reptante de la posguerra, o cuando Pynchon está hablando de un lunático que busca un dispositivo de plástico que se usa en los cohetes, en realidad está reflexionando sobre la rivalidad colonial de las grandes potencias y de la paranoia global generada por las ojivas nucleares. Estos autores, en sus textos, implican hechos metafóricos sólo que con una competencia mucho más compleja. Hay poemas, ahí, en estas concepciones literarias.
¿Qué necesitas para vivir? ¿Cuáles son tus necesidades primarias?
Conforme me hago más viejo, creo que entiendo más a ese joven ecuatoriano que salió en un reportaje televisivo en 2011, cuya atención mediática fue producida por haber echado a su pobre madre de la casa para hacer del recinto familiar un búnker de drogas y autodestrucción. El tipo, un flaco de mierda llamado Julio César Ayala, al que se le preguntó qué necesitaba de la vida, respondió: “¡Yo lo que necesito es amor, comprensión y ternura!”. Eso, que ya me lo da mi pareja, y un montón de comida.
El autor dice ser poco aspiracional cuando le pregunto qué espera de la vida y del mundo y cómo se ve en diez años. Lo que me dé esta jodida vida lo voy a aceptar. Qué se le puede hacer. No se puede combatir a esta desgraciada. En diez años, no lo sé, me veo más arrugado, con más entradas en la frente y un par de libros más. Quisiera, al menos, madurar mi escritura, ya que mi trasero, sin duda, será como una ciruela pasa. ¿No es ése otro relato?
Por lo que representa para ti, ¿qué tan difícil fue escribir Lengua dormida? ¿Dónde se puede conseguir?
Esta novela, en particular, para mí representa una forma pura de sobrellevar el duelo, es como un laboratorio para entender mi propia aflicción, pero también para que otros se sientan reflejados en ella y encuentren en las páginas una articulación de su propio duelo, aunque sean circunstancias o ausencias distintas.
Explica Darian Leader que las artes pueden llegar a ser instrumentos de superación del duelo, tanto para el público como para los artistas, nos comenta el narrador, porque hay en ello una identificación muy trascendente: en medio de la turbulencia del dolor humano cabe aún la creación y este reconocimiento entre ambas partes (autor-lector, por ejemplo) implica una función cultural y social muy potente.
Justo con las reseñas o los comentarios que hacen los lectores sobre su libro, Franco ha aprendido mucho sobre su pérdida, y esto genera, de alguna manera, que se funde una suerte de orfandad colectiva, dice.
Y esa es una de las virtudes que tiene la novela: crea empatías y un idioma sobre la ausencia, porque ¿quién no ha perdido a alguien? No sólo en el plano de la mortalidad, sino en el mental o el sentimental, incluso. Todos hemos visto cómo un otro cae en el vacío y se pierde para siempre. La muerte no es el final, pero tampoco el principio. Es el punto medio. Se sucede a sí misma y se contrae. Suena un poco abstracto, pero quiero decir que la pérdida es algo más que la muerte, es una herida, un fallo irreparable. Nacer, de hecho, es en cierto grado, una manera de morir. Freud habla de eso en El malestar de la cultura, lo llama el principio del placer. Y que está delimitado por esta cosa terrible que llamamos nacimiento. De ese no-lugar perfecto, la barriga de la madre, somos expulsados a este mundo frío y escalofriante a sentir hambre y dolor. Ésa es una pérdida que instala la psique y que no se irá jamás. En fin. Volviendo. Sólo sabemos una cosa, la muerte escapa a toda simbolización, como afirma Lacan, pero la escritura puede incluso servirse de la representación para crear un lenguaje que nos permita imaginar que en el centro de la soledad reptante hay un ojo, una boca, una mano, que conecta con otro ojo, con otra boca, con otra mano.
Sostiene que no fue precisamente difícil. Después de superar el bloqueo que le dejó la muerte de su madre, el texto salió como si se hubiera reventado una fuente: nació la historia completa, casi nueve meses después de que ella se marchara. La escritura fluyó como si hubiera tomado fumarato ferroso durante el embarazo mental. Metonímicamente, Lengua dormida es como si ella, mi madre, hubiera resucitado en papel. En las páginas no habita la muerte, sino la vida. Ahí está la vieja, rara, divertida y chispeante como ella sola. Pero también, como imagino, la mayoría de las madres. ¿No somos todos huérfanos?
La novela se puede comprar en todo el país, en Gandhi, El Sótano, El Péndulo, Gonvill, Buscalibre, Amazon, Porrúa, Librería Carlos Fuentes, Educal, en el Fondo de Cultura Económica, en la librería Sándor Marai, o en la misma página de la editorial Sexto Piso: https://sextopiso.mx/esp/item/644/lengua-dormida.
Franco Félix fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (2017-2020) y es doctor en Humanidades por la Universidad de Sonora. Ha publicado los libros Kafka en traje de baño (Nitro/Press, 2015), Los gatos de Schrödinger (Tierra Adentro, 2015), Mil monos muertos (Buap, 2017), Maten a Darwin (Caballo de Troya) y Lengua dormida (Sexto Piso, 2022).