Salimos del taxi a la noche neblinosa y traté de encender un cigarro, pero Ofelia me detuvo poniendo una de sus pálidas manitas sobre mi hombro.
—Espérate, ¿qué no ves que vas a apestar todo a humo?
—Perdón —concedí con una sonrisa torcida mientras guardaba de nuevo el encendedor y la cajetilla en mi abrigo – Se me olvidaba que en casa de tus viejos no les gustan estas cosas.
Era la primera navidad que pasábamos juntos (Gabriel diría más tarde que también sería la última, pero en ese momento aún no lo sabíamos), y yo quería quedar bien a toda costa. Hasta había accedido cuando Ofelia me explicó que en casa de su familia el tabaco y el alcohol estaban tan proscritos como la heroína. Es más, hasta había aparentado que lo hacía de buena gana.
No era para menos, era la primera vez desde mi divorcio que estaba realmente interesado en una relación, y Ofelia y yo teníamos ya de por sí demasiados puntos en contra como pareja, como para buscarme más problemas con su familia. Bajita, buena conversadora, deliciosamente atrevida en la cama y poseedora de un cuerpo conciso pero rotundo, tenía además el descaro de ser casi diez años menor que yo y haber sido mi alumna de posgrado hasta apenas el semestre anterior.
—¿De veras quieres pasar la navidad conmigo y mi familia de orates? ¿Estás seguro que no preferirías quedarte con tu niña? —preguntó con coquetería mientras subíamos las escaleras, aun sabiendo de antemano la respuesta.
—Ya sabes que sí. Julia de todos modos estará con su madre y, como te contaba, no tengo costumbre de celebrar las navidades. En mi casa eran comunistas de los del sesentaiocho y de niño nunca festejamos nada. Luego, cuando estuve casado tampoco tuve que preocuparme mucho por la tradición, pues en casa de la mamá de Julia eran judíos. Total que a lo largo de mi vida, la navidad siempre tuvo en mi mente más que ver con Santa Claus que con Cristo, y con lo gordo que me cae Santa (no es que el Chucho sea santo de mi devoción tampoco ¿verdad?), pues no, no extraño la celebración con mi hija.
—Apenas y me lo puedo imaginar. Acá es muy distinto —alcanzó a comentar Ofelia, pero inmediatamente se tuvo que interrumpir, pues ya habíamos llegado a la puerta del departamento donde vivían sus padres y su hermano.
Nos abrió la puerta la mamá de Ofelia, una cincuentona enjuta pero de cuello altivo, que hubiese podido pasar por una fotografía de su hija tomada dentro de un cuarto de siglo. Con modales de perfecta anfitriona, que en el caso de Ofelia podían interpretarse como cariño paternalista y en el mío como simple tolerancia, nos hizo pasar a la sala y nos ofreció un ponche de frutas caliente.
En la sala, el papá de Ofelia -oculto tras una prominente barriga- fingía ver la televisión, pero daba la impresión de estar más pendiente de las lucecitas que se prendían y apagaban rítmicamente en el arbolito de navidad.
—Buenas noches— gruñó el viejo al aire cuando me senté a su lado y yo hice otro tanto, mirando fijamente a mi taza de ponche como si no hubiese visto nunca antes otra igual.
Después intentamos ahuyentar la incomodidad platicando alternativamente acerca de política y la liga mexicana de futbol, pero tras un par de intentos fallidos resultó obvio para ambos que ninguno de los dos entendía gran cosa de esos temas y tampoco nos importaban mucho. Al parecer, el único interés que compartíamos era Ofelia, pero ni él ni yo encontramos la forma de aprovecharla como tópico de conversación y al cabo de un rato nos descubrimos absortos en silencio, pretendiendo ver la televisión. Por primera vez en la noche – y dios sabe que no sería la última – maldije en mi mente la ley seca a la que me sometía la familia de mi novia.
Mientras tanto, Ofelia y su mamá entraban y salían de la cocina sin dejar de hablar y reírse bajito, así que me pareció correcto levantarme del sillón, con el pretexto de ayudarlas a poner la mesa (o lo que fuera), pero con la intención real de escapar del agujero negro de silencio e incomodidad generado por el dueño de la casa y en el cual yo había caído redondito como piedra en pozo.
Llegué al comedor justo a tiempo para que mi mendaz oferta de ayuda fuese totalmente obsoleta ante la mesa servida, logrando precisamente el efecto que buscaba. La madre de Ofelia suavizó levemente su adusta expresión (con no poco esfuerzo), al informarnos que la cena estaba lista y podíamos pasar a sentarnos tan pronto como Gabriel saliera de su habitación. Desde el momento mismo en que Ofelia y yo decidimos asistir a la cena navideña en casa de su familia, Gabriel y sus rarezas se convirtieron en uno de los temas a tomar en cuenta, así que bien podía considerarme avisado. Por lo menos hasta cierto punto.
Gabriel era el hermano mayor de Ofelia, y como tal, mi pareja lo adoraba con la misma idolatría que una víctima de secuestro con síndrome de Estocolmo tiene hacia sus captores. Desde muy joven había sido el orgullo de toda la familia; primogénito, alto, atlético, bueno tanto para los deportes como para los estudios y sobre todo, encargado de perpetuar el apellido paterno por los siglos de los siglos, hasta que las trompetas del apocalipsis anunciaran que la fecha de caducidad del universo había finalmente llegado. En teoría, el hijo perfecto; en la práctica el principal problema al que se enfrentaría el clan.
En algún momento, hacia el final de su segunda década de vida, Gabriel había mudado de la nada sus maneras frescas de buen muchacho, por un talante hosco y atribulado. Al parecer, sus incursiones juveniles en el mundo del alcohol y las drogas (que, para qué negarlo, todos hemos conocido en algún momento u otro), le dejaron secuelas desagradables. Abandonó la universidad, comenzó a escuchar voces que le exigían obediencia absoluta ante los más extraños caprichos, y desarrolló un delirio de persecución digno de un espía ruso.
Ofelia, que para cuando tal debacle ocurría era apenas una adolescente, me cuenta que durante sus desplantes, Gabriel andaba por la vía pública descalzo, con un cayado y una túnica mugrienta por atuendo, reconviniendo –completamente intoxicado – a los transeúntes acerca de una supuesta conspiración ejecutada por la CIA pero de origen alienígena, para infectar los alimentos con un virus letal.
Evidentemente, la familia no podía permitir que el primogénito se comportara de tal forma, así que en cuanto pudieron echarle el guante (cosa que según Ofelia fue más fácil de planear que de llevar a la práctica), lo refundieron en una granja de rehabilitación en donde a punta de biblia y baños de agua helada, transformaron su drogadicción en fervor místico con un importante componente alucinatorio. Es decir, le ofrecieron la religión como sucedáneo casi igual de nocivo a su toxicomanía.
A partir de aquel momento hacía ya sus buenos diez años, Gabriel había vuelto a habitar en casa de sus padres, de donde todo parecía indicar que no saldría por su propio pie.
Conociendo de antemano los antecedentes biográficos de mi nuevo cuñado, es natural que me sintiera un tanto nervioso cuando su madre anunció que sólo lo esperábamos a él para comenzar a cenar, pero –ansioso por complacer a la bella Ofelia – hice un esfuerzo sobrehumano para no evidenciar mi turbación. Luego de un par de minutos que transcurrieron con tanta calma que igual hubiesen podido estar disfrazados de décadas, un hombre canoso y de mirada huidiza salió de una de las habitaciones del departamento. Obviamente, se trataba de Gabriel.
Al verlo no pude evitar sentir un escalofrío. Tenía las uñas largas, las mejillas cuidadosamente afeitadas y una expresión de desconcierto en el rostro. Vestía una mugrosa camisa de franela a cuadros, la cual se encontraba perfectamente fajada por dentro de un pantalón arrugado de gabardina. Sus zapatos eran evidentemente nuevos y acababan de ser lustrados. Sin pensarlo, me acerqué a él con una sonrisa en la boca y le extendí la mano informándole mi nombre. Él por su parte se presentó con la circunspección de un caballero británico.
Nos sentamos a la mesa y el padre de Ofelia masculló una bendición ininteligible a los sagrados alimentos, a la cual todos los presentes respondimos gruñendo “amén”. La cena, hay que reconocerlo, estaba sabrosa y tras haberla devorado, la madre de Ofelia nos ofreció una taza de café. Debo confesar que nunca jamás he dicho que no frente a una taza de café, pero en esa ocasión particular, estuve a punto de abalanzarme con lágrimas de alegría en los ojos sobre el único estimulante permitido en la casa. Gabriel hizo otro tanto, y engulló su café de un trago largo y ansioso.
Para la tercera taza comenzó a hablar y en cuanto empezó no hubo manera de callarlo.
No voy a consignar aquí cada una de sus palabras. No creo poder hacerlo, su discurso era a la vez inspirado y delirante, y tan rotundo como una declaración de principios dictada por la divinidad en persona. Durante casi hora y media, Gabriel debatió en un tono de voz sin ningún tipo inflexiones acerca de los pormenores del fin del mundo que, según sus fuentes (las cuales, obviamente nunca mencionó) ocurriría en cualquier momento en los próximos dos días. Así que, por si la cena de navidad no hubiese sido suficiente castigo, el mundo llegaría a su catastrófico final antes de que terminara el año. Alentadoras noticias.
Mientras duró la perorata de Gabriel, hice mi mejor esfuerzo por aparentar interés en la charla, pero en realidad repasaba mentalmente las particularidades anatómicas de Ofelia (con las que tan familiarizado estaba). El relato incluía terremotos, tsunamis, ríos de lava, explosiones nucleares, pestilencias y hambrunas entre otras lindezas que obviamente no hubieran tenido tiempo de ocurrir en el par de días que supuestamente le quedaban al mundo, pero ninguno de los presentes se atrevió a contradecirle.
De pronto, cuando ya estaba a punto de tirar la toalla y abandonar la reunión y lo poco que me quedaba de cortesía, sucedió lo impensable: comenzó a temblar.
No fue ciertamente un temblor fuerte, pero nos tomó por sorpresa por lo oportuno. Nos quedamos mirándonos unos a otros con cara de idiotas sin saber que decir. Luego, Ofelia y yo balbuceamos cualquier despedida y nos fuimos a emborrachar en mi departamento, en espera de que efectivamente esa noche el mundo llegara a su amargo final.
A la mañana siguiente, el mundo seguía aparentemente en su lugar, pero algo había cambiado en nosotros. Tras una larga plática Ofelia y yo llegamos a la conclusión de que podíamos considerar esa cena como un holocausto personal. El mundo tal y como lo conocíamos debió haber acabado precisamente aquella noche, y si el resto de sus habitantes no lo había notado, bueno, ese era su problema no el nuestro.
No quisiera ser malinterpretado, no es que en realidad pensáramos que el planeta entero y quienes en él vivimos hubiésemos sido borrados de un plumazo. Más bien es que mi novia y yo habíamos elegido terminar con ese asunto del fin del mundo precisamente sucumbiendo a él, en lugar de prolongar indefinidamente como Gabriel nuestra angustia preapocalíptica. Supongo que eso hablaba bien de nuestra salud mental.
—Al final lo que pasa —le dije socarronamente a Ofelia mientras desayunábamos unos chilaquiles picosos para curarnos la cruda post cena —es que el mundo no tiene ningún fin, sino que es un fin en si mismo.
Ella entonces sonrío poco convencida y me dio un beso que me hizo pensar que, a veces, los finales felices son una posibilidad real.

Jorge Suárez Medellín -jorge jolmash, para los cuates- (México D.F. 1977). Biólogo por formación y deformación, con maestría y doctorado en Ciencias de los Alimentos (los dos primeros grados cortesía de la Universidad Veracruzana y el último por el Instituto Tecnológico de Veracruz). Sus obsesiones académicas están representadas por los triterpenos aislados a partir de hongos poliporoides y sus múltiples aplicaciones. Sin embargo, su experiencia profesional no se limita a dicho tema e incluye una serie de giros poco ortodoxos como el entrenamiento de tiburones y la identificación de insectos plaga (aún a costa de su propia e impenitente entomofobia). Desde principios del siglo XXI hasta el día de hoy, se ha ido forjando una carrera como divulgador científico (no diremos sólida, pero al menos constante), de la cual da cuenta el libro “Pasajero en la Encrucijada” (Consejo Nacional para el Entendimiento Público de la Ciencia, 2015). Además es autor de los libros de ficción “Las Barbas de las Estatuas y otros Cuentos” (Al Fin Liebre ediciones digitales, 2011), “El Libro de Mermelada” (Al Fin Liebre ediciones digitales, 2012) y «Todo Vale» (Letrina ediciones, 2018), todos ellos disponibles de forma gratuita a través de la red.