El escritor Julio Cortázar y el músico Charlie Parker tenían algo en común. Uno renovó la literatura y el otro del jazz. Fue tanta la admiración del argentino por el estadounidense que lo inspiró para escribir El perseguidor, un cuento que navega en las noches de insomnio de París, cuyo protagonista principal es Johnny Carter, saxofonista del jazz que adora la marihuana. El relato presenta una serie de encuentros y largas pláticas llenas de humo con Bruno Testa, un crítico musical que escribe atento la biografía mientras narra la fabulosa historia.
Las escenas dibujadas por las letras de Cortázar nos llevan de la mano a un hotel casi fantasmal en la capital francesa, donde el reportero descubre el mal estado del saxofonista a causa de sus excesos con el alcohol y la droga. La imprevisible personalidad de Johnny lo lleva a estar constantemente en medio de la realidad y la fantasía. Por eso pierde una y otra vez los instrumentos prestados, uno de ellos, se le fue debajo del asiento en el metro, unas horas antes de una presentación.
Parker estuvo presente en la obra de Cortázar, no sólo en sus personajes sino en la improvisación y el ritmo, ejes detonantes de su obra. Rayuela, es un ejemplo de esa relación.
El músico conocido como Bird o Yardbird, nació en agosto de 1920 en Nueva York, seis años después de que el escritor latinoamericano viera la luz. El compositor es considerado uno de los mejores intérpretes de saxofón alto en la historia en el jazz, y se encuentra en el mismo pedestal donde podemos ver a John Coltrane, Louis Armstrong y Miles David.
Parker fue uno de los iniciadores del bebop, el estilo musical que sucedió al swing y procedió al west coast jazz y al hard bop. El gran aporte de Parker fue que apareció en el tiempo en que la música había llegado a un callejón sin salida, pero encontró alas en la improvisación abrupta y en el rompimiento de las normas. Cortázar percibió en esa poesía musical, aparentemente caótica, el pulso de la perfección en esos solos individuales, que a la vez marcaban la independencia de cada músico respecto a su banda. Podríamos ver una y otra vez en las reuniones del Club de la Serpiente en Rayuela, esa misma cadencia y armonía de una realidad alterna, mientras se escucha el Jam Session (1952) del estadounidense.
De acuerdo con algunas biografías y estudios sobre la obra y vida del músico, como Bird, La vie de Charlie Parker (1980), de Ross Russell, señalan que la genialidad tiene sus raíces en la cultura popular afroamericana cuyo laboratorio experimental se encontraba en Kansas City, donde el músico nació. Un día su madre desembolsó todos sus ahorros para regalarle a sus 14 años un saxofón alto, y rápido la música se convirtió en el primer interés de su vida, junto con la marihuana. Así empezó a tocar-fumar-tocar-fumar.
Entró a un instituto musical, que muy pronto le quedó chico. Entre los 14 y 15 años, se perfeccionó en los bares y cabarets de Kansas, donde las drogas eran tan comunes como el alcohol. En ese período conoció a la heroína. Cuando inició la Segunda Guerra Mundial ya rondaba los 20 años, y los cabarets y otros establecimientos nocturnos ya no podían pagar a las grandes orquestas, las mismas en las que Parker ya no cabía. Entre 1941 y 1944 el bebop se impone en las sesiones de improvisación. A los 25 años ya era el más admirado por todos sus colegas y una especie de leyenda viviente que subía a los escenarios oliendo a poesía. Como en el cuento de El Perseguidor, Parker vive desordenadamente y se entrega a los dioses de los placeres: alcohol, drogas, comida y se enreda en el sueño del sexo con bailarinas, cigarreras y cualquier mujer que quisiera pasar con él unas horas de luz y oscuridad. Luego seguía la música-mariguana-música-mariguana.
Rápido, como un tren, los excesos resaltan su inestabilidad y comienza su carrera destructiva contra él mismo. Se convertiría como Jonnhy, en su gran perseguidor. Primero vinieron los fracasos y luego intentó suicidarse con pastillas. Fue internado en un hospital psiquiático debido a su tendencia paranoide. Al salir de la clínica, una de sus amigas, quizá la única amiga de verdad que no veía en él otra cosa que su buen espítitu, lo alojó en su departamento de Nueva York. Se trataba de la baronesa Pannonica de Koenigswarter.
Tenemos que imaginar a Parker a sus 34 años, con la apariencia de más de 50, en un sillón. Era 12 de marzo de 1955, la misma fecha en que el sitio de pruebas de Nevada, Estados Unidos, detona su bomba atómica Hornet (‘avispón’), de 4 kilotones. Es la bomba número 56 de las mil 132 que Estados Unidos detonó entre 1945 y 1992. Quizá Charlie lo vio en las noticias. Es el genio un poco ido, tastocado por la enfermedad, desconectado del mundo exterior y en un sillón viendo la tele.
De pronto, algo le causa risa y los sonidos que habitaban en su mente, como melodías espinosas, se desafinan, y alguien apaga la luz.
Hoy en Poetripiados, te presentamos un fragmento de El Perseguidor, acompañado de un video en el que Cortázar lee con un fondo de Parker llamado Out of Nowhere.
El Perseguidor
(fragmento)
Por Julio Cortázar
Dédée y Art Boucaya han venido a buscarme al diario, y los tres nos hemos ido a Vix para escuchar la ya famosa —aunque todavía secreta— grabación de Amorous. En el taxi Dédée me ha contado sin muchas ganas cómo la marquesa lo ha sacado a Johnny del lío del incendio, que por lo demás no había pasado de un colchón chamuscado y un susto terrible de todos los argelinos que viven en el hotel de la rué Lagrange. Multa (ya pagada), otro hotel (ya conseguido por Tica), y Johnny está convaleciente en una cama grandísima y muy linda, toma leche a baldes y lee el París Match y el New Yorker, mezclando a veces su famoso (y roñoso) librito de bolsillo con poemas de Dylan Thomas y anotaciones a lápiz por todas partes.
Con estas noticias y un coñac en el café de la esquina, nos hemos instalado en la sala de
audiciones para escuchar Amorous y Streptomicyne. Art ha pedido que apagaran las luces y se ha acostado en el suelo para escuchar mejor. Y entonces ha entrado Johnny y nos ha pasado su música por la cara, ha entrado ahí aunque esté en su hotel y metido en la cama, y nos ha barrido con su música durante un cuarto de hora. Comprendo que le enfurezca la idea de que vayan a publicar Amorous, porque cualquiera se da cuenta de las fallas, del soplido perfectamente perceptible que acompaña algunos finales de frase y sobre todo la salvaje caída final, esa nota sorda y breve, que me ha parecido un corazón que se rompe, un cuchillo entrando en un pan (y él hablaba del pan hace unos días). Pero en cambio a Johnny se le escaparía lo que para nosotros es terriblemente hermoso, la ansiedad que busca salida en esa improvisación, llena de huidas en todas direcciones, de interrogación, de manoteo desesperado. Johnny no puede comprender (porque lo que para él es fracaso a nosotros nos parece un camino, por lo menos la señal de un camino) que Amorous va a quedar como uno de los momentos más grandes del jazz. El artista que hay en él va a ponerse frenético de rabia cada vez que oiga ese remedo de su deseo, de todo lo que quiso decir mientras luchaba, tambaleándose, escapándosele la saliva de la boca junto con la música, más que nunca solo frente a lo que persigue, a lo que se le huye mientras más lo persigue. Es curioso, ha sido necesario escuchar esto, aunque ya todo convergía a esto, a Amorous, para que yo me diera cuenta de que Johnny no es una víctima, no es un perseguido como lo cree todo el mundo, como yo mismo lo he dado a entender en mi biografía (por cierto que la edición en inglés acaba de aparecer y se vende como la coca-cola). Ahora sé que no es así, que Johnny persigue en vez de ser perseguido, que todo lo que le está ocurriendo en la vida son azares del cazador y no del animal acosado. Nadie puede saber qué es lo que persigue Johnny, pero es así, está ahí, en Amorous, en la marihuana, en sus absurdos discursos sobre tanta cosa, en las recaídas, en el librito de Dylan Thomas, en todo lo pobre diablo que es Johnny y que lo agranda y lo convierte en un absurdo viviente, en un cazador sin brazos y sin piernas, en una liebre que corre tras de un tigre que duerme. Y me veo precisado a decir que en el fondo Amorous me ha dado ganas de vomitar, como si eso pudiera librarme de él, de todo lo que en él corre contra mí y contra todos, esa masa negra informe sin manos y sin pies, ese chimpancé enloquecido que me pasa los dedos por la cara y me sonríe enternecido.