Decía que con el primer trago se borraba todo. Decía que después del primer fogonazo la vida cambiaba de color, que se pintaba todo de un azul claro que hacía esto más llevadero… cabrón.
Acabábamos las horas correteando lo necesario para pasar el día, buscando en las calles de San Luis algo que cayera a la barriga y levantara el avión. <<Un hombre no necesita más que un poco de comida y suficiente caña>> me decía el Ñero bailando cualquier cosa durante nuestro camino al Oxxo. Yo contaba las monedas que saltaban entre mis manos por cuarta vez, suficientes para dos garrafas de Tonayán, par de santitos, que como ángel de la guarda velarían nuestro sueño desde la cabecera, listos para domar a los demonios de la malilla.
Antes era fácil, pagabas una y la otra se hacía humo en los pantalones, siempre en los míos porque el pinche Ñero nunca fue bueno para robar; pero ahora resguardan las garrafas detrás del mostrador y el cajero, como celador incorruptible, te sigue con la mirada apenas entras a la tienda, ni modo, hay que juntar pa´ dos. Eso sí, el Ñero consiguió los colchones donde dormimos, bueno, los encontró nomás, yo los cargué hasta acá porque pinche Ñero siempre me la aplicaba con su dolor de huesos por el malillón.
—Voy a echar una firma, ñero, acompáñame no seas gacho, haz paro, acuérdate que el doctor me dijo que no podía cargar cosas pesadas, ya ves lo de mis huesos —dijo el cabrón riéndose de mí cuando me llevó donde encontró los colchones.
Le gustaba madrugar, ganarle el tirón al calor, siempre despertaba antes que yo y salía a recorrer el barrio aún oscuro, pasaba báscula a los botes de basura y volvía para avisarme dónde podía haber desayuno. Aparecía caminando por la banqueta mientras el sol se desperezaba, esquivando personas apuradas que nunca le devolvían la sonrisa o el saludo, que daban la espalda a su reverencia y él, lejos de enojarse, metía la mano a la bolsa rota de su camisa que en algún tiempo fue azul, fingiendo sacar un espejo que desdoblaba tomando su dedo medio simulando mirarse en él, arreglándose el cabello. Creo que así fue como conocí al Ñero, bailando entre la gente para la que él nunca existió, caminando de una acera a otra, de un bote de basura a otro, con pasos largos, desnudos y firmes sobre el asfalto que cambiaba poco a poco su tono de gris. Un tipo al que la suerte ponía, de vez en vez, como inquilino en su boca, medio cigarro mentolado que aprisionaba entre sus dedos largos para señalar la iglesia y decirme que por nada podíamos faltar a misa de siete. Déjenme decirlo mejor, así fue que choqué en este mundo con el Ñero, un tipo sucio, alto y barbado que me invitaba a la iglesia con toda la seriedad que su rostro admitía. Que acomodaba un trapo grasiento en su hombro con el que antes limpiaba sus manos gruesas e hinchadas que no corresponden con el resto de su brazo, advirtiéndome con un guiño que venía otra lección.
—Igual la gente a veces ni te dan nada, Ñero, pa´qué te desgastas, guáchate. —y corría detrás de alguien para dar unos trapazos a un carro que sólo tocó para levantar los limpiaparabrisas—. ¡Bien clean, mi jefe! —decía al dueño del auto que de lejos lanzaba algunas monedas que rodaban por la banqueta hasta mis pies para unirse al resto y completar la pacha. El Ñero era un tipo correoso, su piel morena brillaba por los veranos que su cuerpo ha recibido y sus gestos toscos con cicatrices en las cejas, ganadas, según él, en las peleas por alcohol, deformaban una cara ya de por sí fea.
Quién sabe, a lo mejor hay personas que deben estar en tu vida de algún modo. O al menos eso pensaba esta mañana al mirar al Ñero sobre el colchón. Sin sonrisa. Sin vida. Se fue en algún punto de la noche mientras dormía, como siempre quiso irse. La pachita de Tonayán descansa entera en el piso al lado de su vida ya sin cuerpo. Puede ser que haya llegado antes la malilla y no alcanzó un trago salvador, quizá su dolor de huesos le jugó chueco y no pudo abrir la pacha y aguantar otro día. Lo miro apagado, tranquilo e intento que se lleve el último trago, que viaje feliz a donde quiera que vaya, pero sólo mojo el colchón desperdiciando un sorbo del que tal vez después dependa mi vida, <<cómo eres güey, Ñero>> me diría si me estuviera viendo.
Nunca he tenido el valor del Ñero para meterme hasta el altar de la iglesia. Me muevo de un lado a otro por el quicio de la puerta intentando reunir los huevos para entrar. A él le hubiera gustado que viniera a pedir por su descanso o lo que sea que se le pida a Dios para los muertos. Ensalivo la botella de toñyac, como le decía el Ñero al licor de caña, invocando la osadía que se llevó consigo, pero el muy cabrón sólo empuja recuerdos y lágrimas que escondo de la gente cuando aparecen las voces que escucho, otra vez, como susurros; que no entienden por qué lloro, por qué estoy aquí, por qué junto los pedazos de su vida en una historia que nunca es la misma cuando intento contarla. ¿A quién le va a importar mi doctorado? ¿A quién los sonetos de Quevedo que descansan en mi memoria o el pensamiento de Kant que intenté seguir cuando joven? Para ellos sólo soy un loco, llorando y contando al aire la vida de otro loco, estorbando su entrada al cielo.
Lo vi por primera vez una noche en la que de la nada apareció frente a mí en la puerta del Oxxo. Los labios blancos contrastaban con el amarillo de su rostro y un temblor constante entretenía todo su cuerpo. La malilla que lo había traído estaba a punto de llevárselo.
—Diez varos, Ñero, paro pal barrio, diez varitos nomás. —Yo buscaba en mi bolsillo roto los diez pesos que le salvaban la vida, sin dejar de mirarlo, casi con miedo, hasta que alguien que empujaba la puerta para salir lo hizo desaparecer unos minutos y aparecer sonriendo, vaciando de un trago media botella de su toñyac y bailando un ritmo que salía de su boca. El temblor de sus manos cedía lento en cada trago y su rostro se pintaba de un amarillo más normal—. No te asustes, Ñero, es el pan de cada día. —Me dijo sentándose a mi lado, rolando su bien más preciado, ofreciéndome todo lo que tenía.
—Yo vengo del defectuoso, Ñero, ya tengo un rato aquí en San Luis. Caí aquí por error como caen todos al pueblo. ¿Tú también eres del deefe? Chido, carnal. —Me dijo luego de otro trago largo que acarició su garganta y de la nada se levantó del piso, caminando apretado, un pie frente al otro, con las manos caídas y las palmas mirando arriba, moviendo los labios e intentado bailar el Noa Noa que gritaban las bocinas de un carro que cruzaba la calle—. Ese güey no era puto, Ñero —gritaba—Nomás le gustaba que le picaran los ojos… de las lombrices—. Y reía a carcajadas recomponiendo su postura, logrando los pasos del divo de la tele.
— ¿Cuántos años tienes, Ñero? —Le pregunté confundido por la agilidad con que se movía frente a mí cargando un cuerpo tan maltrecho.
—Los mismos que tucsón, mi buen, nomás que a mí me corrieron ponchado. —Y volvía a reír ahora por la cara de imbécil que tenía clavada en mis facciones.
Hablaba sólo de lo que a él le interesaba, de su pasado, de su mundo. Sobre su cabeza brincaban rollos canos y revueltos de un cabello mal cortado y en su boca aparecía una sonrisa que evidenciaba sus escasos dientes cuando hablaba del ayer. Unos dedos gruesos y largos apartaban su bigote gris, rozando sus labios con el filo de las uñas ennegrecidas y sucias. Era casi un reflejo peinar la barba que ocultaba su cuello, al evocar lo anterior. Un pasado sin presente ni futuro, una vida dividida en memorias y olvido, una parte que recordaba padres, esposa, hijos, y la otra, un presente que cada noche borraba, suicida, a fogonazos de licor. El futuro no existía, lo pensaba aunque nunca lo dijera. Para el Ñero el futuro se reducía a buscar la forma de obligar al cura del pueblo a dejarlo comulgar cada día en misa de siete, exigir la ostia y el vino ante la mirada de toda la gente que toma baños para salir de casa y vaciar sus culpas a primera hora.
— ¿Apoco sí eres muy creyente, Ñero?
—Más que estos culeros sí —me dijo con una sonrisa de lado en la boca y un guiño extraño en una máscara tan fea—. Además es el único lugar donde puedes pistiar desde las siete de la mañana sin que nadie te esté chingando.
Cada noche me contaba una parte de su vida, fragmentos de un tiempo que se modificaba en su memoria cada vez. Fotografías que rescataba de entre el licor que lo salvaba de los finales exactos y aburridos. <<Hay cosas que es mejor sólo saber uno mismo, sólo nosotros, Ñero. Al final un hombre es tan respetable como su habilidad de esconder sus secretos>>. Y bebía recostado el último fogonazo de la botella antes que todo se borrara, antes que la luz huyera y su vida se pausara hasta que otra mañana el mismo Dios, tuyo y mío, lo escupía de nuevo a un mundo que no cambió en nada.
Una casa abandonada nos recibía por la noche después de recorrer San Luis. Un colchón sepia, agujereado y duro, sobre el suelo, servía de cama para desaparecer del mundo.
—Pásale a lo barrido, Ñero, mi casa es tu casa, está chido aquí, nadie la hace de pedo, nomás es onda de acostumbrarte a los mikeymous. Nel, no hacen nada, ya están educados, hasta los buenos días te dan. —Y volvía a reír, como siempre, como hace años o segundos. Las paredes ahumadas, negras, que alguna vez fueron hogar de alguien, lo resguardan de la vida, nos salvaban de este clima del desierto que nunca abandona los extremos, que te cala en los huesos o te quema la piel; que te incendia los ojos o termina tu vida si ese año no pudiste manotear nada para cubrir tu cuerpo. Y sólo queda pedirle a Dios, ese Dios que el Ñero reta, enojado, quitándose la camisa, arrojándola al piso, escupiendo maldiciones y apretando los puños frente a sus ojos pidiendo un golpe más, otro trancazo de un creador incompetente con el que, aún así, el Ñero espera encontrarse. Con un grito soltaba un derechazo y un upper, aullaba un berrido de coraje a la par que sus manos cortaban el aire con volados cargados de encono. A veces mentaba madres y se dejaba ir contra uno de los muros soltando puñetazos llenos de rabia, como si la barda guardara una conexión y a través de ella regresara al mundo algo del dolor que carga consigo. Pero terminaba por rendirse y dejaba caer su cuerpo flaco sobre el suelo que ya no podía hacerle más daño. La media luz que invadía la casa desde la calle revelaba un rostro diferente, transformado por lágrimas que empapaban su barba, que liberaban, como válvulas, algo del odio que merecía guardar. Sus manos peladas tocaban su cara y lo pintaban de rojo. Yo desaparecía ante él y aunque entendía su dolor me volvía, como cada vez, un objeto más, igual que su colchón o sus recuerdos o mis palabras.
—Ellos creen que somos diferentes, Ñero. Me miran como si entre ellos y yo nada fuera igual, como si mi vida transcurriera en un plano distinto, lejos de ellos, como si ignorarán que mis ojos apenas ayer vieron lo mismo. No saben que es una puta decisión, un instante el que cambia todo, el que rompe tu realidad y la ficción y no te deja distinguir cuándo te fuiste, cuándo es que esto se jodió y quién carajo te empujó al vacío. No adivinan la misma vida debajo de lo que no son. No imaginan que puede ser su hijo, el junior, el consentido, quien cruce esa línea que corre paralela a tus decisiones y que una raya más de coca te arroja al lado del asco, de la vejación de todo aquel que sus vicios aún no rebasan sus ingresos y que bailan tocando uno y otro lado de la vida. Esos que están en la cima de la pirámide y que aún así no son diferentes a mí. Yo desayuno sorbos de alcohol, ellos una línea de coca. Ellos corren siempre sin alcanzar nada, creyendo mantener el orden en un mundo inmenso que no pueden decir suyo, y yo forjo un churro de mois en mi propio mundo para sentarme a mirar quién muere primero. Cada quien desperdicia su vida en las pendejadas que quiere, ¿no?, aunque mi jefita siempre decía que la vida era lo único que no debía desperdiciarse. Chido que no me vio atizarle al pastito de Belcebú, ¡la putiza que me hubiera dado! —Y otra vez aparecía esa explosión de carcajadas, ahora bañada en lágrimas, que rebotaban en las paredes que escuchaban todo.
Podía hablar por horas, a veces pienso que lo habría hecho aunque yo no estuviera, pero era casi un trato: yo escuchaba y él contaba todo; él se atreve, yo observo; él se hunde a buscar tesoros, yo cargo el botín. Podía hablarme de las cosas más complejas o me aconsejaba sobre en qué casas la basura es mejor.
—No te vayas con la finta de las casas chidas, Ñero, esos no tiran más que su mierda, busca en las que se miran dostres, ahí más o menos, a veces hasta te tiran con un taco y ya libraste el diablo. —Aun así, todos los días nos asomábamos al otro San Luis, ese de las casas bonitas siempre sin gente. El Ñero se detenía y miraba las puertas enormes y elegantes, los números gigantes rodeados de un halo de luz neón adornando la fachada—. Las pendejadas que compra la gente, ¿no Ñero?
Ayer otra vez lo escupió una patrulla sobre la acera, ensangrentado, con un par de dientes menos, la bragueta del pantalón abierta y un pene flácido que asomaba sin tiempo de esconderse. Ya no visita la comandancia, sólo recibe su dotación de “amanzalocos”, dicen ellos, dentro de la patrulla y cae lo mejor que puede en cualquier acera de San Luis. Lo sorprendieron frente a la misma “sex boutique” besando el cuello de un maniquí que ese día estrenaba un traje negro de látex, olvidando por completo su entorno, entregándose a la piel plástica de una mujer que imaginaba suya, tal vez en el acto de amor más fiel y sincero de su vida. Otro día lo descubrieron estirando su prepucio laxo, midiendo fuerzas con los “dildos” que lucía la parte “hardcore” de la tienda; entonces una mujer oblonga y encabronada lo corrió a palos después de llamar a la policía y recordarle que la tenía chiquita. El Ñero argumentaba sin éxito que sólo quería conocer su talla y que además ahí había unos mucho más grandes, que no entendía el escándalo. Por las noches, sólo en algunas de ellas, recitaba de memoria poemas de Neruda, El mayor de los Sabines y juraba que Paz era un mamón.
—Le saqué un cuete de juguete una vez en un restorán, Ñero, se puso pálido y peló unos ojotes, “¿no que no le tenemos miedo a la muerte, putito?”, se cagó el güey, y a mí otra chinga que me metió la tira.
Charlaba de política, también la del pasado. Decía haber estado en Tlatelolco y nos llamaba putos, no pendejos, ¡Putos! porque ya nos gustó que nos estén ensartando. Hablaba de todo, menos del fin, es tal vez por eso que creo necesario contar su historia, intentar que no se pierda como todas las demás y muera otra vez.
El sacerdote me mira, desde el púlpito de la iglesia, con rabia, tal vez odio, no importa. Los más asiduos feligreses también me observan dar pequeños pasos a un lado y otro de la entrada. Quizá recuerden al Ñero o tal vez sean mis nervios destrozados que apenas empieza a calibrar el toñyac con el segundo trago. Yo siempre ocupaba la última banca del templo mientras el Ñero hacía lo suyo frente al altar. Donde yo me quedaba llegaba directo el aire divino de seis refrigeraciones que a cualquier hora sienta bien en el agosto de San Luis Río Colorado. Cuando había suerte algunas monedas mal parkeadas pasaban de la canasta de las limosnas a mi pantalón para ayudar a un verdadero necesitado. Terminaba el Ñero la ostia y caminaba entre las bancas hartas de fieles arrepentidos que giraban, como ventiladores oscilantes, para mirarlo salir. No termino de pedir por él y otra vez las lágrimas escurren y provocan lástima en la gente que abandona el templo. Nadie de ellos conoció al Ñero, nadie supo realmente su vida, nadie no lo extrañará. <<No hay que desaprovechar el momento, Ñero>>. Creo escucharlo, rápidamente estiro la mano a los creyentes que dejan caer unas monedas en mi palma temblorosa y amarilla, luego bajan la mirada o voltean a ninguna parte cuando sus dedos pasan más cerca de mí brazo. Casi puedo ver al Ñero guiñando un ojo después de una lección más.
Otra vez camino por la línea amarilla que los automovilistas ignoran, otra vez los cláxones y los gritos suenan, pero hoy no los escucho, al menos hoy me valen madre todas las vidas. Hoy el Ñero no estaba, esta mañana se fue como cualquier otro hombre, así, sin más. Hoy no quiso despertar y arrojó la toalla para dejar que el mundo siguiera terminando. La noche anterior habló con Dios, lo sé, lo perdonó y fue perdonado, pagó sus culpas y las mías. La hora había llegado, la deidad que conoció al Ñero, tal vez tanto como yo, le hizo un sitio en otro mundo que ya no era el mío. Yo desperté en el mundo que menos me gustaba y entendí, como cada vez, que no habría santos solios, ni música de adioses, ni flores, ni vida, ni muerte. Para todos corre otro día, nada se detiene ni cambia porque mi amigo no se levantó del colchón, no me siguió hasta el Oxxo por un par de garrafas de Tonayán, no me contó sus días ni ensució los vidrios de los autos con su trapo nuevo. Este día él se fue como se han ido otros que se convirtieron sólo en el recuerdo etílico de mis noches borrosas. Réquiem por la muerte. Seguro vendrán más, pero hoy el Ñero no está y sigo llorando afuera del Oxxo, pidiendo dinero a la gente que necesita explicaciones para todo, incluso para la vida, y cuando no las hay actúan como si no estuvieras al otro lado de la calle, revolviendo su basura o caminando al borde de la línea amarilla, o bailando el Noa Noa y te gritan loco. Abro la primera garrafa de mi toñyac, sentado sobre la banqueta, mirando mis manos. Los puños aún duelen y a veces sangran. Hace media hora que colgué el único teléfono público que queda en San Luis. Por fin una patrulla se detiene frente a mí. Después de un trago largo largo limpio mis lágrimas y peino mi barba húmeda de alcohol. Son dos oficiales, el más gordo me mira con asco y el otro mueve la cabeza encabronado. Parecen conocerme. Parecen acostumbrados. Atienden mi reporte. Del policía gordo surge una voz sofocada y gruesa que se burla.
— ¿Ahora quien se murió según tú, pinche loco?
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Nació en la Ciudad de México en 1983, radicado en San Luis Río Colorado, Sonora, desde hace más de veinte años. Édgar Contreras es parte del comité para la organización de las Jornadas Binacionales de Literatura Abigael Bohórquez, uno de los encuentros literarios con más tradición en el norte de México. Se ha presentado en diversos encuentros literarios como el “1er Encuentro de Escritores por Cuidad Juárez” y el “Festival de la Palabra” en la ciudad de Hermosillo, así como en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Ha publicado en medios electrónicos como la revista “Ombligo” y “Poetripiados” de Ciudad Juárez, y en medios impresos como la revista literaria “La linterna mágica” en Tamaulipas. Es coantologador del libro “El Desierto Transfronterizo” y en 2016 fue ganador del Premio Nacional de cuento corto Endira. Publica quincenalmente crónicas de boxeo en la página “Boxeo con lipstick” de Puerto Rico y se desempeña como docente de secundaria y preparatoria en el área de Español. “Los otros días”, un libro conformado por 9 cuentos bajo el sello editorial Letras del Norte es su más reciente trabajo.