Por las noches, cuando mi madre se distraía, me escapaba a la casa de Newton. Vivía cerca, a media cuadra, en una esquina que siempre tenía las luces prendidas de adentro y donde él trabajaba hasta la madrugada. Me gustaba Newton porque era un tipo serio, no era de esos hombres que siempre quieren meterte la mano debajo de la ropa. No era como aquel cura de mi pueblo que a los diez años me encerró en la sacristía y me metió un dedo blanco, fino y largo entre las piernas y en el ano, mientras me pedía que confesara mis pecados. Newton no era esa clase de gente malvada. Cuando lo conocí, yo era su alumna de segundo año y él, mi profesor de biología. Había llegado de La Plata en febrero y ahora nos enseñaba zoología, hablaba con mucha calma, sin ninguna expresión en el rostro y movía las manos como si fuera un actor, yo estaba fascinada con sus manos, sobre todo cuando íbamos al laboratorio y él tomaba un bisturí y diseccionaba una rana o un conejo. Me impresionaban sus ojos, de un celeste aguado, sin brillo, como los ojos de un muñeco o de un príncipe de un cuento de hadas. Newton no tenía la mirada sucia y malintencionada que ya veía en los hombres que me miraban las piernas.
En realidad, su apellido era Díaz, Plácido Díaz, pero desde el primer día le pusimos Newton y él sabía que lo apodábamos así pero nunca se molestó. Al contrario, un día nos dijo que sentía una gran admiración por Isaac Newton y que quería tener un alma científica como la suya, un alma capaz de permanecer ajena a lo humano para estudiar mejor el mundo, un alma como la de Newton que no sentía atracción sexual por nadie ni nada, que jamás se enamoró ni tuvo ninguna historia con alguna chica o chico, un alma que sólo estuvo preocupada por dejarnos teorías científicas para entender el universo. Bueno, desde ese día, con mis compañeras de curso lo bautizamos Newton.
Esas noches que me escapaba a lo de Newton, lo encontraba trabajando. Era también taxidermista. Los varones de mi curso y de otros cursos, le acercaban animales del monte que él embalsamaba con mucha dedicación y paciencia. Parecían vivos. En una habitación de su casa, había carpinchos, vizcachas, zorros, tapires y víboras de todos los tamaños. Tenía un pequeño museo natural que, según él, algún día donaría al pueblo. “Muchas de estas especies se van a extinguir, por eso el trabajo del taxidermista consiste en perpetuarlas” me decía. Yo le cebaba mates hasta las dos de la mañana los días hábiles y hasta las cuatro los viernes y sábados, si no me iba al boliche con ms amigas.
Newton no tenía más de veinticinco años pero parecía mayor. Muchas pensaban que yo me acostaba con él, pero no era cierto. Nunca lo hice y él jamás me hizo una tímida insinuación o me tocó de manera especial, tampoco yo lo busqué, aunque me gustaba y no poco. En realidad, yo todavía estaba aterrada por lo que me había hecho el cura y como no se lo había contado a nadie, menos a mis padres o amigas, esperaba el momento de contárselo a él.
No era fácil, porque Newton hablaba muy poco conmigo y si hablaba era sobre el comportamiento de los animales. Una noche, después de salir del boliche con mis amigas, a eso de las cuatro y media, en lugar de entrar en mi casa, le caí de sorpresa a Newton. Lo encontré como siempre, preparando la piel de una iguana para embalsamarla. Mientras lo hacía, en un cuaderno tomaba notas de todo el proceso. Como yo me había tomado dos o tres vodkas y vi que él no tenía interés en conversar conmigo, se me dio por contarle aquel episodio de mi infancia. Al principio parecía que no me escuchaba, pero después me pidió que me acostara en un viejo sofá que había en su estudio, se sentó a mi lado y me pidió que volviera a contar lo sucedido sin evitar ningún detalle. Entonces, desplegué toda mi memoria, como si el hecho volviera a sucederme en ese momento. Le hablé del cura, que todavía seguía al frente de nuestra capilla, le dije que tenía que estar a las cinco de la tarde con otras nenas y nenes que íbamos a tomar la primera comunión, pero que yo llegué media hora antes. Al verme sola, el cura me hizo entrar en la sacristía, me pidió que me sentara en una silla y me dijo que tenía que confesarle todos mis pecados. Mientras yo pensaba confundida qué podía contarle, porque no tenía ideas de lo que era un pecado, el cura apoyó su mano derecha en mis rodillas frías y asustadas y con un dedo, el dedo índice, me recorrió la pierna, después me levantó la pollera y así siguió. Mientras tanto me hablaba y me hablaba, no paraba de hablarme, me hablaba para confundirme y para que yo no pensara en lo que me estaba haciendo. Mientras le contaba todo esto a Newton, solté un grito, tuve un ataque de histeria y terminé abrazada a él, empapada por las lágrimas.
Newton no me dijo nada, sólo se desprendió suavemente de mí y tomó el cuaderno para escribir no sé qué cosas. Seguramente me quedé dormida por mucho tiempo, porque cuando me levanté para ir a mi casa, ya había mucha luz en la calle.
Después pasó lo que pasó, lo que se comentó como un escándalo durante una semana y que sigue siendo una de las razones por las que nunca dejé de amar al hombre que no podía amar. El domingo, entró un ladrón encapuchado en la casa del cura, no se sabe cuántas cosas le robó, pero en su crueldad, no sólo le dio una terrible paliza, también le cortó un dedo y lo que es peor, se lo llevó como un trofeo. Cosas que pasan en mi pueblo.
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Orlando Van Bredam. Nació en Villa San Marcial, Entre Rïos, en 1952 , vivió en Concepción del Uruguay y reside desde 1975 en EL colorado, Formosa. Es magister en lengua y literatura. Actualmente es profesor titular de Teoría y crítica literaria y Literatura iberoamericana en la Facultad de humanidades de la Universidad Nacional de Formosa.
Ha publicado los siguientes poemarios: “La hoguera inefable” (Formosa, 1981), “Los cielos diferentes” (Santa Fe, 1983, Premio Fray Mocho del Gobierno de Entre Ríos), “Asombros y condenas”( Santa Fe, 1987, Premio Rosalina Fernández de Peirotén) “De mi legajo”(Santa Fe, 1999, Premio Nacional José Pedroni), “Clausurado por nostalgia” (Formosa, 2004) y “Lista de espera” (Formosa, 2010).
También ha publicado los libros de cuentos: “Fabulaciones” (Formosa, 1989), “Simulacros”(Buenos Aires, 1991), “La vida te cambia los planes” (Concordia, minificciones, 1994), “Las armas que carga el diablo” (Concordia, minificciones, 1996) y “Música de entonces” (El Colorado, 2004).
Lleva seis novelas editadas: “Colgado de los tobillos” (Formosa, 2001),”Nada bueno bajo el sol” (Formosa, 2003) “Teoría del desamparo”, novela del género policial, (Buenos Aires, Premio Emecé, 2007), “La música en que flotamos”, novela finalista del Premio Clarín 2007 (Resistencia, 2009), “Rincón Bomba” (Resistencia, 2009) y “Mientras el mundo se achica”(Paraná, 2014).