Emily Dickinson es una de esas escritoras que una vez que lees sus textos, tarde o temprano volverás a encontrarte con sus letras. Muchos años de su vida, particularmente los últimos, la pasó en completa soledad no sólo por voluntad propia, sino por una enfermedad que la aquejaría hasta su muerte.
Emily nació en Amherst, Massachusetts, el 10 de diciembre de 1830. Eran tiempos en que tiempos anteriores a la Guerra de Secesión, en donde fuertes corrientes ideológicas y políticas chocaban en la sociedad de clase media-alta estadounidense.
En los años de su infancia, la menor vivió en un hogar más o menos bien acomodado, es decir, que donde el dinero no escaseaba, tanto así que aunque había una severa crisis en su país, la familia era una de las orivilegiadas que contaban con una trabajadora doméstica, quien por cierto era irlandesa.
Venía de una familia pudiente que había logrado escalar puestos en distintos gobiernos, como uno de sus antepsados fue secretario del Ayuntamiento de Wethersfield, Connecticut en 1659. Además de eso su abuelo Samuel Fowler Dickinson fue secretario del Ayuntamiento, representante en la Corte General, senador en el Senado Estatal y durante cuarenta años juez del condado de Hampton, Massachusetts
Aunque existen pocos datos de la edad infante de Emily, se conoce que el hermano mayor de Emily, Austin Dickinson, un año y medio mayor que ella, nació el 16 de abril de 1829. Él se educó en el Amherst College y se convirtió, al igual que su padre, en abogado al graduarse de Harvard.
Él se casó en 1856 con Susan Huntington Gilbert, excompañera de estudios de Emily en la Academia de Amherst, quien cumplió un papel fundamental para la mayoría de los textos de la poeta. El hermano y su esposa, Susan, se fueron a vivir a la casa contigua de Emily, donde se había convertido en amante de la escritora.
La traductora de Dickinson, Ana Mañeru, aseguró que al menos 300 poemas fueron dedicados a Susan. Publicó sólo seis poemas, cuatro de ellos en un diario local.
Sin embargo aunque muchos de sus poemas no vieron la luz, hubo quienes sí leyeron muchas de sus creaciones, como su mentor literario, Thomas Wentworth Higginson (1823-1911), a quien le mandaba los textos casi siempre con preguntas como ¨¿está usted demasiado ocupado? ¿Podría hacerse un momento para decirme si mis poemas tienen vida?¨.
Los últimos años de la poeta fueron desastrosos en cuanto a la salud, y cuando murió su sobrino menor, último hijo de Austin y Susan, Emily se vino abajo. Pasó todo el verano de 1884 en una silla, postrada por el mal de Bright. A principios de 1886 escribió a sus primas su última carta: ¨Me llaman¨, que hace alusión a su partida.
Dickinson pasó de la inconsciencia a la muerte el 15 de mayo de 1886.
Hoy en Poetripiados te compartimos algunos puntos que tienes que conocer de esta gran poeta y también dos de sus textos.
Siempre en soledad
Una de las características de la escritora estadounidense era que no le gustaba socializarse. Es más, llegaría a reconocer que prefería comunicarse con sus familiares o amigos mediante cartas
Un tesoro literario en su recámara
Estando viva solo publicó seis de sus sus poemas. Sería después de su muerte, tras descubrir su hermana menor Lavinia la gran cantidad de trabajos que había realizado, cuando vio la luz la mayor parte de su bibliografía. En concreto, fue capaz de realizar 1.800 poemas.
Una mujer de manías
Fue considerada por quienes la conocieron como muy excéntrica, entre otras cosas, porque tenía “manías” de las que todo mundo hablaba, como la de no saludar o vestir de blanco la mayoría de las veces, por su fuera poco pasó los últimos 15 años de su vida encerrada en su habitación: “No salgo de las tierras de mi padre; no voy ya a ninguna otra casa, ni me muevo del pueblo”, dijo sobre eso en alguna ocasión.
Su enfermedad
Pasó una parte de la recta final de su vida sufriendo idéntica nefritis a la que hizo morir a Mozart, la que se da en llamar mal de Bright. Esta trajo consigo que pasara la mayoría del tiempo sentada en una silla. Esta enfermedad tiene entre sus síntomas un terrible dolor de espalda, vómitos y fiebre. Genera hinchazón de la cara hasta una acumulación de fluido suficiente para dilatar todo el cuerpo y, en ocasiones, limita gravemente la respiración.
No era la Muerte, pues yo estaba de pie…
No era la Muerte, pues yo estaba de pie
Y todos los muertos están acostados,
No era de noche, pues todas las campanas
Agitaban sus badajos a mediodía.
No había helada, pues en mi piel
Sentí sirocos reptar,
Ni había fuego, pues mis pies de mármol
Podían helar un santuario.
Y, sin embargo, se parecían a todas
Las figuras que yo había visto
Ordenadas para un entierro
Que rememoraba como el mío.
Como si mi vida fuera recortada
Y calzada en un marco
Y no pudiera respirar sin una llave
Y era como si fuera medianoche
Cuando todo lo que late se detiene
Y el espacio mira a su alrededor
La espeluznante helada, primer otoño que llora,
Repele la apaleada tierra.
Pero todo como el caos,
Interminable, insolente,
Sin esperanza, sin mástil
Ni siquiera un informe de la tierra
Para justificar la desesperación.
A una casa de rosa no te acerques…
A una casa de rosa no te acerques
demasiado, que estragos de una brisa
o el rocío inundándola -una gota-
abatirán su muro, amedrentado.
Y atar no intentes a la mariposa,
ni escalar setos del arrobamiento.
Hallar descanso en lo inseguro
está en el mismo ser de la alegría.