Conocí a José Agustín en los 90 cuando impartió una conferencia en la extinta librería Castillo de la calle Morelos del centro de Monterrey. Asistimos un montón de fans que lo agobiamos al final solicitando firmas y autógrafos. Hubo algunos que antes compraron un rollo fotográfico para tomarnos unas pics. Luego en el 94; el ayuntamiento de Guadalupe, Nuevo Léon invitó a José Agustín a celebrar los 30 años de la primera edición de su novela La tumba y los 50 de su natalicio,y organizaron un festival literario. Eran días en los que el terrorismo en New York no era tan famoso y ninguna ciudad del país tenía rascacielos, por lo que no fue complicado que un aburrido grupo de artistas se organizara para recibirlo en el aeropuerto con una pancarta que decía “bienvenido señor escritor”. Nos congregamos un poco más de una decena de personas disfrazadas de jipitekas de terlenka, políticos, groupies, policías, intelectuales, punks gruncheros gruperos vallenatos, y hasta un cura; recreando la acartonada sociedad provinciana que esperaba el arribo de la celebridad que invadirá de frescura y conocimiento nuestro yermo acervo de sabiduría. Apenas José Agustín desembarcó a la sala de espera y surgieron unos cuantos aplausos, que gracias a la naturaleza desordenada y bullanguera de la humanidad, se convirtieron en una ovación. José Agustín fue abordado por admiradoras y admiradores que le entregaron libros, discos, viandas, botellas de whisky, dulces tradicionales de la región y otros regalos; entre los cuales, estaban las llavecitas de la ciudad, mientras algunos mirones preguntaban quién era el personaje tan admirado y querido por una pandilla de estrafalarios. Después José Agustín fue abducido por los panchormanceros y llevado a cafés y bares de la regiolandia cultureta, donde bebió y fumó y charló con los lectores y nuevos amigos en un ambiente donde predominaba el rock y la alegría. Ana Luisa entró a un bar para regalarle una botella de whisky a José Agustín, y el mesero le pidió inmediatamente que saliera porque no permitían menores en el lugar, Ana Luisa dijo sólo quiero que me firme mi libro y le suplico paciencia al camarero. José Agustín al instante sacó una pluma fuente y estampó su firma en un volumen de Inventando que sueño publicado por Joaquín Mortiz. A la mañana siguiente fuimos a desayunar a un sitio que tenía sintonizado en la tv mtv y anunciaron que acababa de morir Charles Bukowski. El festival homenaje en la Casa de la Cultura de Guadalupe a José Agustín iniciaba con un homenaje a Chinanski, y alguien gritó que el verdadero homenaje que Bukowski pudiera recibir era con alcohol; entonces José Agustín saco la botella que le habían regalado la noche anterior y la poeta Martha Margarita Tamez sacó un machete de su bolso y la abrió. De una manera espontánea el recinto oficial de una secretaria culturosa de una metrópoli regia se convirtió en un centro de acopio de cervezas y desfile de personas ebrias que celebraban al autor más divertido de la generación. José Agustín tomó el micrófono y leyó por vez primera un capítulo de un un libro en proceso Dos horas de sol, las carcajadas del público eran inagotables y la ovación posterior fue mayor a la del aeropuerto. Las autoridades municipales entregaron a lo que se suponía era el final del evento, un reconocimiento a José Agustín y oficiaron unas palabras de clausura, que no sirvieron de mucho porque un espontáneo se subió al estrado y entregó otro diploma a José Agustín que dice al calce en letras mayúsculas que: La sociedad de escritores resentidos, neuróticos, psicóticos, frustrados y similares s de Nuevo León” otorga dicho documento por nombrarlo ”la verga de oro de la literatura mexicana por haber cumplido 50 años (que de haber sido 75 sería la verga de platino)”. Ese día se congregaron y compartieron su obra diversos autores como Jeannette L. Clariond, José de Jesús Sampedro, Patricia Laurent, Claudia Villarreal, Dulce María González, Eduardo Parra, Guillermo Meléndez, Margarito Cuéllar, y artistas como Pablo Candal, José Luis Solís, Maico, Julie Márquez, Edgar Jaime, Edith Ebrith, entre muchos más. El segundo homenaje por los 50 años de edad de José Agustín, sucedió unas semanas después y se realizó en Saltillo, Coahuila. La organización estuvo a cargo de Pedro Moreno, Julián Herbert y Valdemar Ayala, que tuvieron de invitados a un montón de escritores de la región, entre ellos las conferencias magistrales de Enrique Serna y Juan Villoro. José Agustín de nueva cuenta se aventó una lectura bien perrona de otro capítulo de dos horas de sol, que accidentalmente nos lo estaba presentando como la primera novela rockera por entregas. Y para cierre, un concierto de clausura del homenaje en el teatro Fernando Soler con Santa Sabina que se presentaron como Queta Johnson y Los Sepalabola. A la mañana siguiente, tal vez Ángel Gregorio y Martha fueron quienes nos llevaron, a unos que coincidimos en el lobby, al desierto de paredón a comer peyote. El día era soleado y brillante. Se podía distinguir el rastro de las serpientes desde lejos y mirar en el suelo la sombra del vuelo de las águilas. Teníamos una energía brutalmente exaltada de armonía con erupciones involuntarias de carcajadas y hasta que logramos un bronceado achicharrante que nos fatigó hasta cristalizar nuestra saliva y regresamos “encactados” de la vida al restauran del hotel. Y ahí estaba la familia de José Agustín celebrando junto a los escritores invitados el éxito de un homenaje personal, que a la vez, era un homenaje a la libertad, a la juventud, al desmadre, a la buena literatura. Chucho y yo que habíamos caminado juntos desde el polvo hasta el cemento, nos sentamos con los demás y pedimos unas enchiladas suizas, que obvio nunca se nos apetecieron para comer, pero la combinación de la salsa y el queso gratinado lograban una psicodélica coloratura que era deliciosa e insaciable para la contemplación.
El rey que se acerca a su templo
Conocí a José Agustín en los 90 cuando impartió una conferencia en la extinta librería Castillo de la calle Morelos del centro de Monterrey