¿Por qué Gregorio Samsa termina convertido en cucaracha? Esa era la pregunta evaluativa, simple, corta, concisa, y todos en el taller la respondieron bien; excepto, claro, Kafka.
Todo el que ha impartido un taller de apreciación literaria en nuestros barrios sabe que, con suerte, el 10% del alumnado son talentos y el 90% son gente que precisa terapia psicológica, y asumen cada clase como una sesión médica. Pero la obligación de completar matrícula nos impone aceptarlos.
Entre esos pacientes de ocasión estaba Kafka (solemos llamarles mediante el seudónimo elegido por el propio estudiante), un caso típico de psiquiatría. Llegó diciendo que era, ya saben, el célebre artífice del absurdo literario. Afirmó que su muerte era falsa y en verdad había sido abducido por extraterrestres, quienes coleccionaban talentos terrícolas y los tenían como mascotas; muy bien cuidados, eso sí. Ya con esto van viendo cuán mal estaba el tipo.
Habló de Einstein, de Durero, de Heidegger, todos ubicados en mansiones de la burguesía ET, donde los mimaban y les concedían hasta sus más estrafalarios antojos. Y el último capricho del supuesto Kafka había sido visitar el lugar de la tierra que más se pareciera a su universo literario; es decir, la región más kafkiana del planeta.
Cuando le pregunté qué hacía en nuestra ciudad, me respondió:
—Mire, profe, ahora mismo venía yo en una gacela, y fíjese que eso de endilgar nombres de animales al transporte público ya es bastante estrambótico, pero que el conductor, con asientos vacíos, se dé el lujo de seguir de largo ante las señas del personal que puebla las aceras, eso es algo que cruza cualquier límite. ¡Ni a mí se me hubiera ocurrido un tamaño dislate!
»Pero, por no extenderme en los tantos ejemplos —prosiguió el trastornado—, le diré el principal, ¿quiere usted algo más kafkiano que una realidad superpuesta?
—¿Superpuesta?
—Sí, la de la calle y la mediática. Cuando usted mira la TV puede apreciar que hay carencias, crisis incluso, pero no faltan soluciones en ciernes; algunas cosas andan mal, pero el grueso de la vida funciona, y es así porque ley y autoridad van de la mano, atentas a enmendar las fallas del sistema. Eso es en la TV, un reino de esperanzas y futuro.
—¿Y?
—Nada, que cuando sales a la calle te agrede el caos, el abrumador desbarajuste donde nada funciona como debiera y a nadie, ni siquiera a la autoridad más inmediata, le interesa aplicar enmienda alguna. Un divorcio absoluto entre dos realidades coexistentes; justo el propósito escritural que siempre perseguí, pero nunca llegué a plasmar de manera tan vívida.
Esa fue su presentación, el primer día de clases. Y ahora, transcurridos los tres meses del curso, me pongo en casa a revisar la evaluación final y encuentro esto:
“Gregorio termina convertido en insecto a causa de sacrificar su individualidad en aras de servir a su familia, a la cual cree incapaz de ganarse la vida por sí misma; esta lo explota sin misericordia y lo lleva al colapso. Luego sucede lo más triste, cuando advierten la metamorfosis, cada pariente asume su propia supervivencia, olvidando al infeliz despojo”.
Es muy cruel, altamente decepcionante para un maestro que, luego de machacar día por día la repuesta correcta, la que aparece en los manuales autorizados, venga un alumno a escribir tamaños desaciertos, incluso aunque se trate de un lunático.
Como es sabido, y así lo dispone el plan de estudios, Gregorio se convierte en cucaracha a causa de su dura labor de proletario sumido en el capitalismo brutal, cuya despiadada explotación termina enajenándolo, privándolo de voluntad y anhelos de vivir. Y así lo respondieron los demás estudiantes.
Pero lo peor no es eso, lo demoledor para mí ha sido descubrir a quién le asiste la razón. Llevo horas releyendo y analizando la dichosa noveleta, y ahora veo claramente que el orate de la clase es el iluminado. Y me pregunto cómo no me percaté antes, porque en el texto está muy diáfano el asunto.
Eso me pone ante un grave dilema, o le doy la nota máxima, como bien se merece, o obedezco al manual y lo suspendo. Pero es que ni siquiera tengo derecho a decidir: aprobarlo implicaría suspender a todos los demás, e irrespetar el sagrado manual; o sea, quedar desempleado, convertido de súbito en una inútil cucaracha, un estorbo para mí querida familia.
—Lo siento, señor Kafka —le digo ya en el cierre del curso, ante el resto de los alumnos—, pero usted ha sido reprobado; nuestra cátedra entiende que su comprensión de La Metamorfosis es errónea. Le aconsejamos repetir, o mejor, matricular otra materia, más afín a su vocación.
Lo he dicho conociendo que le hago frente a un loco, quién sabe si capaz de usar violencia ante una decepción; por eso aguardo tenso, en puro nervio el desenlace, y entonces sobreviene:
Kafka se riega por el piso, afectado de una risa rotunda, inhumana diría; las carcajadas son como golpes de martillo que se suceden sin descanso, estridentes en su expansiva reverberación. Y así permanece por no sé cuánto tiempo en el cual estoy paralizado, hasta que poco a poco todo va recobrando la calma.
Por fin se incorpora entre los pupitres y, con ojos aún risueños y encharcados de lágrimas, profiere:
—Excelente, maestro, un digno cierre para mi pretensión de visitar un mundo a mi medida; ¿es que puede haber algo más kafkiano que este suspenso? Gracias, de todo corazón.
Lo que ocurrió después fue inexplicable, una irrupción superlativa del absurdo; Kafka salió hacia el patio contiguo al aula, donde, según vimos a través del vano de la puerta, un rayo lo iluminó desde lo alto y lo elevó a toda velocidad. Cuando reaccionamos y corrimos afuera, tan solo vimos un objeto brillante, parecido a un platillo, que se alejaba entre las nubes.
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Roy Jorge (Orlando Jorge Rodríguez Gutiérrez; Holguín, 1966). Escritor y editor. Egresado del Centro de formación literaria Onelio Jorge Cardoso. Licenciado en Cibernética por la Universidad de La Habana. Tiene publicados los libros de cuentos: Chanel y el rayo verde (El Abra, 2007) y Eppur si muove (Extramuros, 2009). royjorgegrial@gmail.com