El miedo, calumniado injustamente como un mal de la humanidad, ha sido más bien un acicate para la evolución y progreso del ser humano. Si, en esa nave del tiempo llamada imaginación, nos remontamos a los verdes inicios de la humanidad, cuando el ser humano desarrollaba, a la par de habilidades nuevas, una conciencia crítica de su entorno. Podemos imaginarnos a nosotros mismos, simiescos y semidesnudos, parados en el medio de un mundo desconocido y amenazante que nos produce pánico: el rayo que cae sobre la cueva, el león que ruge hambriento hacia nosotros, el viento que destroza a nuestros hermanos árboles.
Todos estos fenómenos nos provocan miedo, básicamente porque por instinto se teme lo que se desconoce. Ante esa perspectiva desafiante tenemos que remontar esa emoción paralizante y enfrentarnos con dichos fenómenos para domeñarlos. Pero domesticar al rayo es imposible. La única manera de someterlo a un orden aparente, que lo despoje de su aura pánica, es ejerciendo sobre él una especie de domesticación suave: comprenderlo.
Es ahí (gracias al miedo) donde nace nuestra necesidad de explicarnos el rayo, de domesticarlo explicándolo. Necesitábamos darle un orden a ese entorno caótico para sentirnos tranquilos y andar más a nuestras anchas en este mundo que todavía no podemos llamar nuestro. En ese sentido el mito es un hijo del miedo: la primera intentona de nuestra raza primitiva hacia la domesticación del caos circundante.
¿Qué mejor manera de trocar en menos horrorosos esos fenómenos naturales que hacerlos nuestros semejantes?: empezamos entonces a personalizarlos (a humanizarlos) con base en sus particularidades: el rayo era un gruñón; el río era apacible; el viento, juguetón. Y así, de ser unos desconocidos incómodos, los volvimos nuestros hermanos mayores: habían nacido los primeros dioses: el dios del rayo, el dios del río, el dios del viento.
Con esta nueva familia de seres divinos rondando por la Tierra, también había llegado la primera religión primitiva: el animismo. Pero esta aventura del miedo y la imaginación no paró ahí. Ya habiendo creado una familia de dioses a nuestra imagen y semejanza, entre el canto y el fuego, inventamos una trama que hilaba las vidas y personalidades de cada dios. Así, con este nuevo evangelio transmitido de boca en boca nos explicamos el mundo y sus fenómenos: nació la primera cosmogonía, es decir una serie de principios fiables, compartidos por la comunidad, que le daban un orden aparente a nuestro entorno, despojándolo del aura azul del miedo.
De esta manera los mitos fueron nuestra manera de domesticar el miedo. Una respuesta comunitaria a la pregunta ¿qué es eso? De ese miedo primigenio a lo desconocido nació, no solo la religión, también el arte y la ciencia. Tres pilares sobre los que se erigió el templo del progreso humano. Esta manera de explicarse el mundo, a través de los mitos, permeó toda la humanidad, cada tribu humana tenía los suyos. Y aprendimos a vivir relativamente en paz con el (cada vez más nuestro) mundo tratando, de vez en cuando, de tranquilizar los ánimos de nuestros dioses con alguna ofrenda de humo o sangre, según dictara nuestra antigua religión.
Un día, en las lindes de Medio Oriente, donde el Mar Jónico baña un archipiélago colonizado a espada por los antiguos griegos, un hombre se preguntó ante el caos circundante: ¿cuál es el origen de todas las cosas? Y su respuesta se basó, no en la imaginación acicateada por el miedo, sino en la observación impelida por la curiosidad y la ulterior deducción de principios con base en lo que se veía.
Ese griego era Tales, oriundo de la isla de Mileto y heredero del antiguo conocimiento babilónico. Con los mitos dando una explicación tranquilizante sobre la creación y sus fenómenos, el ser humano cambió el miedo por la curiosidad. Y así nació una nueva manera de explicarse el mundo: la ciencia, y con ella se destronaba a los antiguos dioses domésticos para dar paso a una nueva especie de deidades impersonales: las leyes naturales. Había muerto el miedo y nacido la curiosidad, había muerto el mito y nacido la diosa ciencia para que el ser humano viviera tranquilo.