Cuando el fuego renacía más allá de las montañas, en la boca de las cavernas ignotas, el hombre, de pie sobre la ancha piedra en lo alto del monte, veía con arrobo el nacimiento del dios. Las primeras luces brotaban discretas del estremecimiento de su cuerpo, que despertaba de su sueño y sacudía su letargo, hasta que un fuego poderoso lo poseía todo. Después del deslumbramiento, el hombre recobraba la visión, y al bajar la mirada, contemplaba con alegría, en un gesto hierático, la forma de sus manos y pensaba que las manos del dios deberían ser como las suyas.
Por su gracia, las formas regresaban a las cosas, y el hombre podía contemplar el árbol, la blanca nube, las sinuosidades de su piel rugosa y el inmenso follaje como la cabellera de una joven virgen.
Ataviado con el peso de sus collares, una barba pródiga y una mirada de ojos terriblemente oscuros, el hombre sabía que las divinidades se manifestaban en todo: en la transparencia del agua, en la fuerza del trueno, en la humedad de la tierra, en el poder de las bestias; sabía que las piedras estaban habitadas por espíritus, que los árboles en su aparente quietud habían visto nacer y morir a sus ancestros. Aquel hombre intuía que todo parte de un movimiento sin término, de un ir y venir, como el movimiento que hacía cuando danzaba, sabía que todo vuelve y todo se repite.
Al atardecer, con las últimas luces del crepúsculo, ofreció en sacrificio una bestia pequeña en honor a la divinidad, mientras un canto estertóreo inundaba su pecho. Él mismo hubiera deseado acompañar al dios en su viaje por aquellas cavernas sin término, ofrecer su sangre y sus vísceras frescas, pero sabía que aún no era el tiempo, que aún no había aprendido los misterios necesarios, y se sentía indigno de tal merecimiento. Tal vez con la llegada de la noche, en la seguridad de su lecho, resguardado del peligro de las fieras y de la magia de espíritus maléficos, el sueño le revelara algún enigma o su propio destino.