En los discursos de los gobernantes a menudo se pueden distinguir dos pautas generales. Por un lado hay gobiernos que parecen convencidos del advenimiento de un futuro mejor. Esta convicción se infiere a partir de una situación de bienestar presente que contrasta con las privaciones pasadas, de manera que es usual que buena parte de los gobernados también esté convencida de que el país se encuentra en el rumbo correcto. Por otro lado, hay gobiernos que se erigen como protectores del pueblo frente a repetidos ataques del exterior, sean estos reales o supuestos. De acuerdo al éxito de la propaganda, los ciudadanos en este caso están convencidos en mayor o menor grado de que la continuidad del gobierno está íntimamente ligada a la continuidad del pueblo. La aspiración por un futuro mejor pasa a un segundo plano pues se convierte en un detalle prescindible frente a la prioridad de la supervivencia.
De acuerdo a Timothy Snyder hay países cuyos procesos políticos se encauzan bajo los parámetros de la eternidad y la inevitabilidad, siendo estas dos formas de interpretar y relatar los acontecimientos pasados y presentes que experimenta una sociedad y que a su vez sugieren una imagen del futuro de la misma[1].
Los argumentos de la inevitabilidad surgen cuando las élites de un país atribuyen a sus regímenes político y económico el bienestar, ya sea moderado o evidente, que el conjunto social está disfrutando en el presente y cuyo devenir se proyecta hacia un futuro aún más prometedor que beneficiará a todos. Bajo esa lógica, aquellos regímenes forman parte de una tendencia irreversible de naturaleza positiva, como la corriente impetuosa de un río que desembocará en un mar de prosperidad. En esta imagen, los gobernados hacen bien en dejarse llevar por la corriente, pues, a pesar de las eventuales piedras o ramas perdidas en las aguas de ese río, el destino es seguro. El respaldo material de este pensamiento se halla en los logros materiales que la sociedad ya ha alcanzado en un momento dado, de manera que ello garantiza el triunfo del sistema frente a modelos paralelos que fueron incapaces de obsequiar a sus ciudadanos con similares logros.
El optimismo del mundo occidental inmediatamente después de la caída del comunismo soviético constituye uno de los ejemplos más resaltantes de la inevitabilidad. Las élites gobernantes y algunos académicos de los Estados Unidos y Europa Occidental imaginaron entonces que el triunfo de la democracia como sistema político y el libre mercado como sistema económico hacían parte de una tendencia irreversible ante la extinción de un rival que durante décadas había representado una alternativa peligrosa. A partir de entonces se esperaba que los usos y costumbres propios de la vida política occidental se transformaran en valores universales que más temprano que tarde terminarían siendo adoptados por todos los países del orbe. Incluso se llegó a pensar que Rusia y China acabarían siendo parte de un concierto de naciones democráticas que devendría en incuestionable.
Sin embargo, y con el paso de los años, la consolidación del autoritarismo en distintos rincones del mundo, además de Rusia y China, supuso un golpe para la inevitabilidad occidental. Al día de hoy la democracia liberal es un modelo más de gobierno frente a otros de naturaleza autoritaria en un escenario internacional multipolar que tiende hacia una agudización de los conflictos. Incluso al interior de los estados liberales más renombrados hay voces discrepantes que apelan al populismo y abogan por proyectos de tinte autoritario. Pero la inevitabilidad no es exclusiva del pensamiento liberal. Muchos marxistas en su momento también la experimentaron. Sobre todo después del triunfo de la Revolución rusa, que fue vista como la evidencia de que el socialismo podía materializarse y sobre todo expandirse por el mundo como una corriente imparable que conduciría a una revolución de escala mundial que acabaría con un capitalismo en supuesta decadencia. Los dirigentes de los primeros años de la Unión Soviética lo creyeron así y solo con el paso de los años, ante la incuestionabilidad del propio estancamiento y la necesidad de mantener a la élite soviética en el gobierno, fueron abandonando las convicciones de la inevitabilidad para abrazar una convicción contraria: la eternidad.
La eternidad surge para justificar la continuidad de un régimen que por un lado tiene temor al cambio y por el otro es incapaz de ofrecer mejores condiciones de vida a sus ciudadanos. Es frecuente en este tipo de pensamiento construir la imagen de un pueblo o nación que debe afrontar peligros externos constantes en forma de invasiones físicas o ideológicas. Ciertos países extranjeros y actores internacionales son vistos como agentes que no pierden la oportunidad de intentar destruir o corromper a un pueblo poseedor de valores que lo hacen especial. Así, el origen de las estrecheces que los ciudadanos del pueblo especial experimentan en su día a día se atribuye a ataques deliberados desde el extranjero y la oposición interna al régimen no es otra cosa que un instrumento de las potencias enemigas que se sirven de aliados renegados que están dispuestos a complotar contra su propia patria. Dado que la élite gobernante es incapaz de ofrecer un futuro concreto de prosperidad, a cambio pretende alzarse como el único garante que puede proteger al pueblo, de manera que el cambio de régimen supondría necesariamente un golpe mortal para el país. Privados del sueño de un futuro mejor, los ciudadanos son aleccionados a pensar en un pasado glorioso bajo los parámetros de una historia cíclica cuyos capítulos oscuros fueron escritos en épocas de invasiones externas y cuyos capítulos gloriosos hablan de gestas libertadoras que consiguieron la supervivencia del pueblo hasta la aparición de un nuevo peligro. Aquí el futuro no es más que un terreno ensombrecido por la prolongación de un presente conflictivo.
En la actualidad, la Rusia de Putín, la Venezuela de Maduro y la Cuba castrista son tan solo tres ejemplos de los muchos países que han encauzado su visión política en los parámetros de la eternidad. Sin embargo no hay que suponer que la inevitabilidad y la eternidad se prolongan sin conocer mutaciones: es común que algunos regímenes de eternidad alguna vez hayan profesado la inevitabilidad y solo a partir del fracaso total o parcial de sus proyectos, hayan virado hacia la eternidad para conservar sobre todo la posición de poder de la élite. Aquí radica precisamente uno de los peligros frecuentes de las democracias y de los regímenes que aspiran a convertirse en democracias: que se terminen desgastando frente a la complejidad de sus desafíos nacionales y que en lugar de emprender reformas que aseguren la continuidad del proyecto democrático opten por fórmulas de gobierno que en el fondo solo ofrezcan eternidad y autoritarismo.
El mundo hispano, tan pendular en lo que respecta a periodos de progreso y estancamiento, tanto en el plano material como en el de las ideas, constituye sin duda un terreno interesante para intentar análisis explicativos que tomen en cuenta esos dos conceptos propuestos por Snyder. Quizá los futuros trabajos que se realicen en esa dirección nos puedan servir de guía, como una brújula en medio de un bosque laberíntico, para esbozar así cierta noción de nuestra ubicación en la historia.
Precisamente Snyder sugiere una solución ante la aparente disyuntiva de nuestras sociedades ante la inevitabilidad y la eternidad: optar por la historia. Un conocimiento crítico de la historia proporcionaría a los gobernados el conocimiento necesario para evitar el cómodo adormecimiento de la inevitabilidad y la resignación fútil, muchas veces tozuda y orgullosa, propia de la eternidad. Así, frente a la inevitabilidad, los ciudadanos pensantes tendrían una actitud más activa y estarían en condiciones de defender los logros materiales alcanzados por su sociedad, entendiendo que el éxito presente no es garantía automática de una prosperidad futura, pues todo régimen político y económico es tan perfectible como propenso al desgaste y por ende necesitado de reformas cuando las circunstancias materiales así lo requieran. Del mismo modo, frente a los discursos propios de la eternidad, los ciudadanos estarían en condiciones de rechazar los proyectos políticos que en el fondo solo buscan perpetuar los privilegios de una élite, proponiendo a cambio otros caminos que conduzcan al país hacia una visión real de futuro con objetivos materiales concretos. En ambos casos el requisito de que las sociedades cuente con gobernados alertas y críticos ante los avatares políticos deviene en indispensable.
Martín Lexequías es de Lima, Perú, y reside en la ciudad flamenca de Gante, Bélgica. Politólogo por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, actualmente estudia la maestría en Política Internacional de la Universidad de Gante y es profesor en temas de ciencia política. Desde hace algunos años oscila entre la escritura académica y la escritura de ficción.
[1] Timothy Snyder, The Road to Unfreedom: Russia, Europe, America. New York, Tim Duggan Books, 2018.