“LOS LARGOS DÍAS”, LA PRIMERA NOVELA DE JOAQUÍN ARMANDO CHACÓN
Reconocida como la primera novela realista por José Emilio Pacheco y como la primera novela de la “Nueva ola” por Vicente Leñero, que se desenvuelve entre una narración intimista, flashes informativos y permeada por los elementos de la cultura pop, la primera novela del autor chihuahuense Joaquín Armando Chacón, publicada a sus veintinueve años, es decir, en 1973, por la prestigiada –hoy extinta- editorial Joaquín Mortíz, en su colección de entonces, Nueva Narrativa Hispánica, se titula “Los largos días” y abre su trama con una frase que define muy bien a ese símbolo que representa al animal mitológico mejor conocido como el Uróboros o dragón, el cual, devorándose a sí mismo desde su propia cola, conforma con ello un círculo perfecto, alegoría de lo eterno (de ahí nos viene como herencia histórica adquirida por el catolicismo, la tradición del anillo nupcial, para indicar que el matrimonio no sólo es sagrado, sino para siempre) de las cosas, donde el instante presente es eternamente devorado por el instante siguiente, constituyéndose así, en una cadena sucesiva de “largos días” que mueren y nacen alternadamente, cito:
“El fin y el principio siempre se mezclan” (p. 11).
La novela también puede llegar a ser contemplada muy bien, en su conjunto, como una especie de himno a la nostalgia del amor perdido, la nostalgia debe ser el sentimiento más importante de Sísifo, pues la nostalgia también nace de esa circunstancia de pensar una y otra vez en lo que no pudo ser posible, y en este caso, el amor perdido que sólo puede ser resucitado por el protagonista a través de la irrupción constante de un mecanismo literario llamado analepsis, el cual también resulta ser un equivalente de la técnica de cine llamada “flashback” –no olvidemos que Joaquín Armando Chacón ha sido siempre un crítico del celuloide y ha publicado sus artículos en periódicos y revistas de la ciudad de México, amén de que su primer libro de cuentos fue llevado a la pantalla grande con el título de “La otra ciudad”, que participó en el XI Concurso Experimental de Cine en 1967- así que hablar de analepsis y de “flashback” en el mundo contextual del autor chihuahuense, significa lo mismo; no en balde, incluso, la novela que hoy nos ocupa, se reparte en dos capítulos largos y un intermedio, siendo este último un vocablo más propio del contexto del cine que de la literatura. Un intermedio que resulta, por cierto, casi un canto al amor y a la desolación muy breve y a la vez muy lírico, donde Joaquín Armando Chacón saca el poeta de cuerpo entero que habita en él.
“Los largos días” nos proporciona tres temas fundamentales: El primero de ellos es el del narrador omnisciente enfrentado al reto de escribir una novela, su primera novela, es decir, estamos ante el un caso de una especie de “caja china”, donde se enlazan el mundo real del autor norteño, quien escribe una primera novela que trata sobre su “alter ego” o Sísifo, quien escribe, a su vez, su primera novela. También podría verse esta novela como una “matriushka” (que significa “madre” en ruso) de la poética de la metanarración.
Ya en 1958, Josefina Vicens había sentado sobre este mismo tema un primer precedente con su novela “El libro vacío”, en cuya trama, el protagonista de nombre José García, también nos narra a los lectores sus vicisitudes para escribir una primera novela, pero mientras que éste no escribe su novela por esa razón poderosa, no explícita en la trama, que es la de no leer, es decir, el hecho inusitado de no tener una formación sólida como lector que lo respalde en su labor escritural, el protagonista de la novela de Joaquín Armando Chacón, nos muestra una interesante nómina. Así vemos aparecer entre sus páginas, la mención de narradores sólidos como William Faulkner, Ernest Hemingway, Henry Miller, Ray Bradbury, Thomas Mann, Edgar Allan Poe, Julio Cortázar y Carlos Fuentes; de poetas como Thomas Stearn Eliot y Efraín Huerta; así como de las luminarias del cine: Claudia Cardinale (ese boccatto), Natalie Wood, James Dean, Jean Moreau, Jean Paul Belmondo, Marlon Brando, Errol Flynn, entre otros; así como el pintor José Luis Cuevas, el excelente piano jazzista Ray Charles, el ideólogo político Karl Marx, y sin faltar Casius Clay –recordemos que Joaquín Armando Chacón, siendo muy jovencito, y antes de irse a la ciudad de México a probar suerte como escritor, practicó en su ciudad natal el box amateur con cierta pasión.
Este asunto del hombre que se enfrenta a la hoja en blanco por primera vez, el protagonista nos lo advierte desde la primera página, cito:
“He escrito mucho; hice a un lado las primeras cuartillas de la novela y volví a comenzar” (p. 11).
Sus reflexiones significan las mismas dudas, las mismas incertidumbres, los mismos cuestionamientos que debe hacerse todo escritor y que deben conducirlo, inexorablemente, a los caminos de su propia libertad. Eso convierte el acto de escribir en un acto universal. El protagonista nos habla, por ejemplo, de su solipsismo involuntario, cito:
“El escritor es un ser egoísta al que no le gusta estar solo, pero no hay otra manera de escribir” (p. 14).
Nos habla también de sus búsquedas constantes, cito:
“Es difícil encontrar una historia real, profundizar y darle un significado” (p. 16).
De su ruptura continua con el mundo, de su proceso escritural de amanuense tecnificado, cito:
“Dormito mientras los demás trabajan, comiendo a deshoras y esperando el silencio de la madrugada para acomodar las hojas de papel, la pluma, la máquina de escribir” (p. 24).
De su concepción de la novela como reflejo de la experiencia, cito:
“Me gustaría escribir una novela sin principio ni fin, donde la literatura volviera a parecerse a la realidad, porque la vida continúa siempre después de la palabra fin y lo que sigue… Escribir una novela que fluya como la vida, es la aspiración del joven escritor y uno colige una novela con final abierto (p.p. 28-29).
Ya muy avanzada la trama, el protagonista vuelve a reafirmar su poética de la novela, cito:
-Una novela es un sinnúmero de mentiras que nos deben ofrecer una verdad- le dije un día-. La verdad no puede existir por sí sola” (p. 101).
De su práctica del oficio, un oficio siempre lleno de incertidumbres y de tanteos en la oscuridad, un oficio, el de la escritura, digna de Sísifo, repetida hasta el hartazgo, cito:
“Sentado frente a las hojas de papel escritas, borroneadas, tachadas y corregidas, me voy sintiendo como un completo estúpido: con esa sensación de que por más intentos que haga, no podré volver a escribir otra palabra; siempre es así, todas las veces al comenzar, una esterilidad total, pero sé que tengo que estar aquí, insistiendo, pues ahora necesito hacerlo, escribir; es como una obsesión (p. 105).
De su cansancio, de su frustración en el constante esfuerzo escritural, el narrador omnisciente, y protagonista a la vez, haciendo caso a la consigna de la escritora “rara avis” Hebe Uhart, quien afirma en su famoso decálogo para escritores, que “el primer personaje somos nosotros mismos”, compara su desgastante labor, repetida hasta el hartazgo y aparentemente inútil, con la labor de Sísifo, cito:
Enciendo una luz y después observo la última hoja escrita en máquina, la leo entera y el estilo áspero me desanima otra vez; le doy una probada al cigarro y aun cuando me pregunto ¿para qué, para qué? Introduzco otra hoja en limpio en la máquina de escribir, dispuesto a repetir una y otra vez lo mismo, pero leo una frase entre las notas y la transcribo. Uno puede regresar una y otra vez en el recuerdo a usarlas como la base sobre la cual construir la parte de nuestra vida que estamos escribiendo. Uno puede pervertirlos con palabras, pero nunca destruirlos (p. 107).
El segundo de los temas es el amor ligado al fracaso y al abandono inexplicable, sentimientos negativos emparentados fuertemente otra vez con el mito de Sísifo (modelo espejo del Ouróboros). Sísifo es ese personaje de la mitología griega condenado al inframundo y cuyo castigo eterno consiste en la penosa tarea de empujar cuesta arriba una enorme roca que, en cuanto se acerca la cima, por un extraño sortilegio de los dioses, se precipita nuevamente hasta la sima, y un moderno Sísifo es en la trama de la novela de Joaquín Armando Chacón, el narrador en primera persona, y protagonista a la vez, porque constantemente intenta estratificar en su recuerdo, la imagen de su amada Julia, a la cual ha ido a dejar a la estación donde ella abordará el tren que la habrá de llevar de visita con unas tías a un pueblo lejano, misma que con un simple movimiento de la mano le dice adiós, un adiós que ambos no saben que es para siempre, pues Julia ya se encuentra poseída por el espíritu de la tragedia, ¿pero qué se puede esperar de una joven melancólica, indecisa, que ha leído “Crimen y castigo” de Fedor Dovstoiesvki y a la que le encanta el último cuadro pintado por Vincent Van Gogh “Campo de trigo con cuervos”?
Del corpus de la amada que se ha ido (la cual sigue siendo la esposa de otro hombre, al que primero ha abandonado para irse a vivir con el protagonista de la historia) aquél no retendrá jamás la ahora fría piedra de su cuerpo que se aleja, sino su abstracto, su sombra, es decir, el humo que terminará diluyéndose en la nada, y esta será la piedra de tropiezo constante en el recuerdo del narrador en primera persona que se precipita una y otra vez al fondo sin haber conseguido a la cumbre.
El tercero de los temas, no menos importante que los anteriores, el cual, además está fuertemente interrelacionado con los mismos. En primera instancia, como el de la construcción de un edificio, puesto en la trama de la novela seguramente como un paralelismo del trabajo de construcción de una novela, porque ambas empiezan como un caos, la novela y el edificio luego van cobrando orden y forma gracias a la intervención del obrero y del obrero de la palabra, respectivamente. Así tenemos que la arquitectura será vista como la arquitectura del edificio que se erige, día tras día, frente a su departamento, y como la arquitectura de la novela que el protagonista escribe, conteniendo a su vez una especie de ataque subversivo contra la privacidad, contra el silencio que necesita el que escribe y como un verdadero obstáculo para que la vista al horizonte se constriña y con ella la sensación de la libertad; en segunda instancia, como la contracara del amor que se desmorona en sus recuerdos. Mientras más crece la estructura del edificio de enfrente, y la de la novela, más borroso y más inútil se vuelve el anhelo que tiene el joven novelista de que su nostalgia amorosa se mantenga a flote en su memoria.
La trama de “Los largos días”, de Joaquín Armando Chacón, transcurre en la década de los sesentas tiene como cierre, el suceso triste de la masacre de estudiantes el 68 en Tlatelolco, misma que sólo es tocada como una alusión, como un sesgo que cierra muy bien la historia que se nos narra. Por todas y estas características, enhorabuena por nosotros sus lectores.