Uno de los oficios, de los tantos que tuvo José Martí, nuestro Héroe Nacional, fue el de lector de tabaquería. Dicha labor, afortunadamente para los torcedores, todavía persiste; aunque no se pueda afirmar lo mismo de la calidad del tabaco. Para ser lector de tabaquería se requiere fluidez al leer y amor a la literatura, aspectos que cumplía de sobra nuestro héroe. Pero, si divagamos un poco y blasfemamos imperdonablemente, quizás, contra la memoria histórica, pudiéramos haberle sugerido otro trabajo más certero teniendo en cuenta sus incuestionables dotes lingüísticos: el de cuentero.
Recordemos a Stevenson narrando a los nativos de la Oceanía sus relatos, mientras la barca se tambaleaba por el oleaje y en el horizonte, cortado abruptamente por volcanes, un sol hinchado reventaba su coraza de fuego para deshacerse en esquirlas de cálida policromía. De él dirán, para su orgullo, que era un contador de historias. En cualquier caso, el paradigma del cuentero a pasado al acerbo cultural de los pueblos, y revive en cada generación, sea que adopte el traje de político, donjuan, embaucador o charlatán. Y, en momentos excepcionales de la historia, todos estos calificativos pueden aplicar a una misma persona, verbigracia: Fidel Castro.
Es significativo cómo el cubano valora el don de contar historias. El cuentero por autonomasia responde al nombre de Juan Candela, personaje creado por el narrador Onelio Jorge Cardoso, y que ha pasado a la tradición popular como arquetipo del hombre de mucha labia que, caída la tarde, se sienta en el patio, iluminado por la llama tambaleante de los candiles, con un jarrito brillante de café fuerte y un tabaco. Enseguida se rodea de un público que no tarda en caer redondo ante la viveza del lenguaje que maravilla a sus oyentes, casi siempre exagerando algunos detalles, o toda la historia, para volverla más interesante. Maneja de manera excepcional las herramientas discursivas, se aprovecha de los silencios, las pausas, los gestos, los toques en el hombro o la pierna de quien va perdiendo la atención, los ruidos del ambiente que parecieran conjugarse a su favor para satutar la atmósfera. Sin duda, todos agradecemos que aparezca el cuentero alrededor de la botella de ron que pasa de boca en boca, o que se siente a la mesa de los jugadores de dominó, o, por qué no, que llegue en el momento justo en que se iba a formar la trifulca y entretenga a quienes esperan en las interminables colas para adquirir cualquiera de los productos de esos que ¡rara cosa! escasean más y más y más.
Entonces repito que Martí hubiera sido un cuentero a la medida de esta época. Con qué gratitud sería recibido cuando, a la fatídica hora del apagón nocturno que vaticina el concierto de cacerolazos tiznados, llegara a nuestra terraza y, halando una silla, comenzara a relatarnos cualquier cosa. Habla bonito el hombre, diríamos, como dijeron quienes escuchaban hablar a Fidel, el cual, en cierto modo, fue lo que no Martí, un gran cuentero. Lamentablemente, dejando a un lado las divagaciones, ninguno de nuestros dirigentes actuales heredaron ese talento innato. Por mucho empeño que le pongan y que alzen la voz, enarquen la ceja, levanten el pulgar o toquen el hombro o la pierna del dormido, no logran que la gente se trague el cuento que ya, desde hace rato, sabían que era engaño, y su discurso, en lugar de ser café puro recién molido, es no más que café recolado.